domingo, 23 de enero de 2011

El surrealismo envejece mal. Por Luis Thonis








"Pido, una vez más, que les cedamos el lugar a los mediums, quienes, en pequeño número, existen, y que subordinemos el interés de lo que hacemos –que no debe ser sobrestimado- a lo que presente cualquiera de sus mensajes.
Glorificada sea –hemos dicho Aragón y yo- la histeria y su cortejo de mujeres jóvenes y desnudas que se deslizan por los techos. El problema de la mujer es el más maravilloso y perturbador que existe en el mundo; y eso en la medida misma que nos lleva a él la fe que un hombre no corrompido debe ser capaz de depositar no solamente en la Revolución sino también en el amor."
(S. Manifiesto, 1930)

Alfonso Reyes diferenció la función lírica que concierne a la poesía, al drama y a la novela de las estratificaciones que adoptan los géneros, que responden a las pautas codificadas de una época.
Así, la función "novela" podría encontrarse en El Quijote respecto de las novelas de caballería; la función "poema", en Góngora en cuanto lleva a la culminación la poética renacentista que viene de un Garcilaso, etcétera.
Es un modo simple de decir que para mí el surrealismo se identifica con cierta estratificación: con un "ismo". No me ha dado ningún "clásico": llamo así a los libros que releo, que no son mencionados por las historias de la literatura, de los movimientos, el del surrealismo incluido, que, paradojalmente, ha tenido un destino académico.
Imagino una historia de la literatura actualizada, progresista, hecha según los dictados de lo "políticamente correcto", donde Cervantes y Góngora serían considerados menos "parodistas" –en sus estilos- pero nunca "contrarreformistas" en historia.
Cuando releo a Bataille, Artaud o Francis Ponge, lo hago por lo que no tienen, y que es la diferencia respecto del surrealismo de Breton, a quien los historiadores le otorgan la propiedad, la marca de fábrica "surrealista" de quienes fueron sus antípodas. El vértigo de la firma en Picasso me parece un modo ejemplar de sortear esa religión.
Lo peculiar de la estratificación surrealista es que es totalmente "religiosa", homóloga a la religión dl progreso, contracara del positivismo de un Comte. Ahí su inconsciente colectivo es el opio del deseo que idealizando la Revolución pasa por alto el hecho de que las revoluciones, como afirma Bataille, han sido tremendos malentendidos. Aparece entonces con mayúscula y como el tema por excelencia de aplastamiento de la literatura y el sujeto.
En la estratificación surrealista se manifiesta de manera flagrante una triple impostura: sexual, literaria y social.
Que todavía insiste y está impensada por causa.
La impostura sexual reside en que Breton en El amor loco asimila el pecado original al mismo mal y va de mal en peor: de no haber habido pecado original, es decir, elaboración de una catástrofe, encuentro con un nombre para salir de ese goce, estaríamos ya en el paraíso surrealista, ahí donde la literatura sería hecha por todos y para todos, siempre programada por el Papa esotérico, felices y comiendo perdices... en un incesto generalizado –a eso lleva la glorificación de la histeria- donde el verbo sería homólogo a la mudez total. Habría que sumar a la Viuda –apodo de la guillotina- para mantener y regular la igualación colectiva de los inconscientes. El surrealismo, así, además del facilismo literario al cual invita su apuesta masiva –"mi simpatía está volcada a la masa de los que harán la Revolución"-, desemboca en un tipo de idealismo que no es ajeno a la superchería de una "sexualidad natural". Ahí donde hay renegación de la diferencia sexual, el "amor" se exalta. Ahí donde la mujer aparece como excesivamente diferente, como en Nadia, se la envía al manicomio con la ayuda de mediums y la propia mujer.
Y se produce en el discurso de Breton el deslizamiento del materialismo a su inefable compañero de ruta, el esoterismo. Hay citas de no pocos libros de magia en los manifiestos. Se da el pasaje, yo diría, de la "Madre de todas las cosas" de un Novalis al Gran Misterio, en función de una eficacia.
Escribe Breton: "A nada he conferido nunca más valor que a la producción de tales fenómenos mediúmnicos que son capaces de sobrevivir hasta los vínculos afectivos". La magia como recurso de poder sobre los otros. Esta necesidad de control se complementa con el cálculo de probabilidades –incompatible con el infinito-, y el recurso a la astrología.
Baudelaire, despreciado por católico en el primer manifiesto, es reencontrado en el cielo astrológico, reivindicado cuando Breton descubre coincidencias fechables con su biografía.
Esoterismo, materialismo, astrología, cálculo de probabilidades, Gran Misterio. La obscenidad que se desprende de todo eso y que hoy reflota: la new age está impensada. Está en juego la recusación del infinito, nada menos.
El Gran Misterio es el punto de llegada y término de una trama esotérica donde todo viene a resolverse, a disolverse en lo femenino. Es el punto entre lo comunicable y lo incomunicable que Breton tanto se esforzó por determinar: la literatura estaba en otra parte.
La mejor literatura de la época y del siglo –Broch, Musil, Eliot, Claudel, Kafka, Joyce- quedará fuera del movimiento masivo que es su fondo mimético.
En la Argentina, el movimiento martinfierrista se afirma en estilos singulares –Girondo, Borges, Marechal, y en referencia a Macedonio Fernández- precisamente porque no es en nada servil a las vanguardias europeas. Borges contará que leyendo una revista de textos expresionistas descubre un autor que se diferencia marcadamente de los otros: Kafka. El nombre propio funciona fuera de la producción en serie que es la aspiración vanguardista por excelencia. Se ataca en el primer manifiesto surrealista a lo más vivo de la tradición literaria: Baudelaire, Poe, Dostoievski.
A Proust no se lo menciona; Kafka, salvo para Michel Carrouges, no existe. Se escupe sobre nombres de autor pero sin un arte de la injuria. El surrealismo inaugura la práctica del "pegar juntos".
La aberración estética no reside en que se escriban manifiestos sino en que los mismos –en su tentativa desesperada de control- funcionen ya sin necesidad de firma en el deshaucio de un guiño colectivo: "Creemos haber hecho surgir una curiosa posibilidad del pensamiento que sería la de su utilización en común".
El manifiesto tiene como función pensar por los propios y conjurar a los herejes: los mejores se van en seguida del movimiento porque captan su parálisis. Breton reduce Crimen y castigo a la descripción de un cuarto; pasa por alto la función que tiene en la novela y, más todavía, el hecho de que los personajes de Dostoievski se constituyen en tanto reniegan del pecado original: que un Kirlov se suicide para que tras su muerte –que simbólicamente pretende "matar" a Cristo- nazca el "dios" de la religión nihilista.
Recordaré que el pecado original no es en la Biblia sino la puesta en escena de la impostura "humana" por excelencia. Alguien, el primero, Adán, obra "como" –el texto hebreo insiste en el comparativo- Dios... bajo dictado femenino.
Ni en el nihlismo ni en el surrealismo hay resistencia a la mujer. No es casual que se "escupa" sobre Baudelaire que no se deja capturar por Ella. También porque recuerda con insistencia la relación estrecha entre el incremento de la religión del progreso –todos los ismos en curso- y la disminución de las huellas, las trazas del pecado original: algo insoportable para los modernos, sean burgueses o socialistas, algo que siempre arruina la futura fiesta.
La fiesta se infiere de la apuesta a un inconsciente colectivo, a ese "soñar lo que queramos" de connotaciones ocultistas, automático y ajeno a la lectura de Freud. El sueño sin ombligo del sueño ni núcleo de pesadilla que quisiera suprimir el malestar de la cultura sin atravesarlo; y en el cierre de toda vía real: algo que un Artaud captó en la reproducción doblada –seriada- de los cuerpos. El malestar es que haya algo no articulable –y, en consecuencia, no automático-, para el lenguaje programático que quisiera socializarlo todo. Por eso se quedan fuera los nombres de autor, empezando por los surrealistas de talento. Podría decirse que Joyce ha escrito todo lo que el surrealismo bretoniano dejó estratificado hasta el deshaucio, empezando por la usurpación del nombre, resonancia jocosa de la Trinidad en el Ulises por una vuelta a Shakespeare –autor que no es noticia para Breton- que abre una trama ordinal para la transmisión de los nombres.
A diferencia de Joyce, Breton al no poder lograr en su obra una versión del padre, hablará a menudo como el Hermano de una orden religiosa: "...Todos nuestros antiguos colaboradores que se proclamaron desengañados del surrealismo fueron excluidos por nosotros sin una sola excepción".
Al renegar del pecado original, el "papa" multiplica sus anatemas y una atmósfera paranoica termina por abrazarlo todo. Los pecadores se multiplican al renegar del pecado. cada uno que firmó como sujeto se vio llevado a romper con la insularidad concentracionaria del "ismo".
Se achaca a los excomulgados el seguir su "estúpida aventura literaria" o artística, con lo cual se confiesa el odio implícito de Breton a la creación. Los mejores poemas de Aragón, como los dedicados a Elsa, son neorrománticos o vuelven a las formas del cantar tradicional. Lo mismo acontece con Eluard. Es en la novela de Louis Aragón, Le paysan de Paris, donde el surrealismo logra su obra más fecunda; pero es precisamente porque Aragón retoma la mejor tradición novelística francesa, y sin abrazarse a las brujas. Ni a Stalin, como lo hará posteriormente cuando ya se pueda hablar de la mercancía surrealista que no necesita ni nombre de autor ni de estilo.
La impostura literaria de Breton comienza cuando declara que no interesa la literatura. El resultado es una poética reducida al automatismo. Una hipótesis sobre la imagen tomada de Reverdy se convierte en una hipóstasis asociacionista, extralingüística de la imagen que resuelve en comparación.
La degradación de los "bello como" de un Lautréamont va de la mano de una lectura esotérica que asimila el inconsciente de Freud a "profundidades" –vía junguiana- y que deriva en una ilusión de bienestar de la cultura: el que identifica el malestar con sus más activas diferencias, las que juegan en lo mejor de la literatura. Por eso la Academia acoge al surrealismo: sirve para neutralizar la incompatibilidad de los estilos.
La incertidumbre de un fracaso estético arroja a Breton a la militancia social. Pero en tanto "papa", elitista, se niega a hacer pintadas para el Partido.
Marx, de entrada, es leído como socialista utópico. Breton, como se lee en su Oda, admiraba mucho más a un Fourier aunque poco tenía que ver con su sensualidad. El socialismo utópico es lo que Marx más criticó, desde el socialismo científico. Este tipo de materialismo es pasado por alto: hoy está tan en crisis como el utópico, pero éste reaparece por el facilismo y la buena conciencia que supone. Le basta, como lo dicen los manifiestos de los surrealistas actuales, con "la imagen de la revolución".
Hoy sería mejor leer la no elaboración de Lutero por parte de Marx por vía de la ideología alemana (Feuerbach), que lo lleva al antisemitismo de sus escritos sobre la cuestión judía. Sería mejor repensar el lugar que dio al Estado y que encarnó despóticamente en los socialismos concretos que encontrar a Marx donde no está, en Joyce, como lo quiere la crítica del compromiso, de las conveniencias.
Un Marx leído en clave utopista llevará a Breton a adherir simultáneamente al stalinismo y al trotskismo en los años treinta. Nada dirá del barrido de los soviets ni de la situación de los koljoses que un Hitler elogia como los modelos del nacional-socialismo al invadir Rusia.
Surreal u oportunista, dirá, textual, que "el surrealismo se abstendrá todavía por mucho tiempo de elegir entre las dos grandes corrientes que enfrentan en la hora actual a hombre que, aunque no participen de la misma concepción táctica, se han revelado tanto de un lado como del otro como auténticos revolucionarios".
Stalin y Trotsky son lo mismo. Lo comunicable y lo incomunicable se encuentran en un punto: en la abstención, con la cual Breton anticipa muchos hábitos de la intelectualidad europea –que entre nosotros tiene muchos discípulos-: el pronunciarse sobre los hechos a veinte años de ocurridos, cuando ya está segura la buena conciencia.
Hay que notar que el mismo Trotsky autoriza esto en su carta claudicante de 1929, donde sospecha un "giro a la izquierda".
Son los años en los que Maldestam corre de un lado a otro –léase en Contra toda esperanza, el libro de su mujer- para derogar la ejecución de cinco ancianos: "A cualquiera puede sucederle" es la única respuesta. Léase la actitud que adopta un Romain Rolland cuando la mujer de Maldestam le ruega que haga algo por su esposo: el escritor progresista vuelve el rostro hacia el firmamento de las ideas.
Los súbditos de la utopía en la Tierra son por completo indiferentes al destino de los hombres concretos que contradicen el esquema.
Y el "marxismo" irrumpe en la literatura como una vertiente femenina donde, excluida la mujer singular, entre un hombre y otro no habrá verbo sino idolatría. Más de una vez esto, dicho en nombre de la liberación total, ha llevado a la opresión definitiva.
El surrealismo poco a poco se vacía de nombres de autor. Comienza a identificarse con la producción serial. Y en cuanto a lo sexual, hay más de un anatema de corte puritano por parte de Breton contra los "voluptuosos".
En el colmo del exabrupto, Breton llegará a situar al mismo Sade entre los relatos de emancipación: "Sade, cuya voluntad de emancipación moral y social contrariamente a la del señor Bataille está fuera de discusión...", se lee en el Segundo Manifiesto y reediciones.
Lo que para mí va quedando fuera de discusión –al leer lo que dice Breton textualmente, y que suele ser declarado inexistente o falso por sus acólitos- es la charlatanería que abruma a Breton, ya que nadie como Sade, a través de la falacia y la ilusión de una "buena sociedad", da voz al reverso homicida que trabaja el perplejo idealismo.
Ahí donde basta sustituir el "nosotros, el pueblo" de la Revolución por el Ario o el Proletario para dar con un modelo de sociedad concentracionaria. Hacia los años cincuenta, en su libro Flagrant Délit –uno de los menos leídos-, Breton marca sus diferencias con la estética del realismo socialista, en una sociedad en manos de un régimen "apoyado sobre el terror policial", que lo lleva a concluir: "El oscurantismo, el tiempos lejanos, tenía sus límites". En esa estética el terror coexiste con la mojigatería que está en sus mismos temas: "el primer tractor llega a la ciudad. Los preparativos para el aniversario de Stalin. Los policías detienen en la frontera a un agente extranjero. Una mujer policía hace cruzar la calle a un niño".
Reproduce las condenas a Picasso y Matisse de La casa de la cultura de Budapest, que concluye con esta escalofriante exhortación: "Todo artista que no siga el ejemplo del arte soviético es un enemigo del socialismo".
Breton capta que el socialismo concreto –"un régimen que elimina de manera ignominiosa a los seres que no han bajado la cabeza, por el hecho mismo de que él es totalitario debe ser juzgado en su conjunto"- se basa en un sistema de delación permanente pero no advierte que esto se debe menos a la maldad de los sujetos que al cálculo de los cuerpos y de los nombres que propone y que invariablemente deriva en la "necesidad delirante de sospechar y denunciar". Sospechar, denunciar: estos verbos habrán reflejado algo sobre la vía pavimentada que Breton recorrió. "Juzgar" –hábito de Breton- no es por cierto elaborar una salida de esa trama donde acaso una percepción tardía lo reencuentra con un tipo de sentencias y predicciones que en escala menor prodigó a quienes no bajaron la cabeza ante el "ismo" y su "papa". Por uno u otro motivo, los mejores poetas franceses terminaron distanciándose de Breton.
Su visión crítica del stalinismo de esos años contrasta con el escándalo que sufrió al ver el cuadro de Dalí que muestra a Lenin defecando sobre el pueblo ruso.
A diferencia de un Sade, los surrealistas dejarán "obsceno" el crimen. Fuera de escena, idealizándolo, exaltarán a los personajes que los hayan cometido, tal su impotencia para escribir algo de eso.
Hoy basta recorrer las páginas de los diarios, pobladas de crímenes inimaginables, y constatar que en cuanto a esta violencia anónima, sin nombre y ciega, el surrealismo ha triunfado.
Esto por otra parte no es ajeno a la concepción de lo "maravilloso" que en lo sexual y en lo histórico, en el sueño y en la técnica, reniega de su reverso siniestro. Y también de la mujer; su idealización sólo la hace existir en la fraternidad surrealista. Hay que exceptuar a las nervaduras de un Max Ernst, que tiene un peso muy propio.
El abominado Claudel –nunca "correcto" en política-, al final de Le ville dirá que ella, la mujer, es "una promesa que no puede ser cumplida", para situarla fuera de la Ciudad, de sus valores utilitarios: ahí donde la generación no puede asimilarse a la reproducción sino a la posibilidad de una metáfora.
¿Qué quedó de la promesa surrealista de tanta glorificación de la historia por la histeria?
Hay que reconocerle a Breton el valor de haber planteado muchos problemas modernos, y terminar capturado en ellos por no querer perderle el paso a la religión del progreso.
Lo no dicho del proyecto moderno –donde vienen a codearse el fascismo, el nazismo y el socialismo - se mantiene, se refuerza en tanto el reverso siniestro de lo maravilloso encuentra a la pesadilla de la historia que Breton, a diferencia de Joyce, no puede atravesar.
Multiplica y refuerza más bien sus síntomas y reflejos más gruesos.
Hoy, cierto, la religión del progreso y el surrealismo envejecen mal.
Una avanza, aunque fuera retrocediendo hacia el infierno. Y el surrealismo actual es sólo un "ismo", común al fatigoso cuento de hadas de una familia de almas bellas que no puede leer siquiera su propio texto confidente y en el cual la recusación del infinito se ha vuelto la única condición de supervivencia.


Revista I8 Whiskys, N I, Noviembre de 1990

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