Laura Estrin parece conocer sólo una fidelidad: la que concierne a lo que aun no ha sido pensado, por ejemplo, la entrada de la literatura rusa en la trama narrativa argentina- hecha de contrastes, inversiones, traducciones- que desde ya, aqui y ahora, es impensable para la sociomanía y la filosofía. Aquí habría que preguntarse acerca de la relación- no filosociológica- entre el lenguaje( y no la lengua) y la política( y no la ideología). Le tomo la palabra, no hay últimas galopas: no es lo mismo llevar mal un traje que una tradición, atacar al burgués del pasado para estratificar al burgués socialista del futuro, hoy ya presente. Prefiero dejar que se escuche su entrevista en la revista Criterio, Luis Thonis.
Laura Estrin: “La literatura tiene que ser molesta e insoportable”
Laura Estrin llegó a la literatura a los once años, cuando devoraba un libro por día y delineaba sus primeras poesías, que es lo único que le importa escribir todavía en forma continua además de su diario (“Ya tiene 2200 páginas y tendrán que morir varias generaciones para poder publicarlo”, advierte). En Concepción del Uruguay, donde creció, “después de Borges y Cortázar se podía pasar directamente a Homero porque ya no quedaba nada para leer en la biblioteca pública”. Sus padres insinuaron la carrera de Derecho en la Universidad de La Plata y no Filosofía y Letras en la de Buenos Aires; eran años difíciles los 80. Sin embargo, enseguida dejó de escribir por un fenómeno que suele afectar a los estudiantes de Letras: “Un día nos levantamos y somos el Gregor Samsa de La Metamorfosis de Kafka: nos sentimos bichos”. En los 90 se sumó a la cátedra de Teoría Literaria de Nicolás Rosa. Unos años después empezó a frecuentar un café de amigos, poetas y escritores (Roberto Raschella, Hugo Savino, Noemí Ulla, Graciela Schvartz, entre otros). Cercanías que Estrin explica a partir de la advertencia de Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso: “La bibliografía de este libro es la conversación con mis amigos”. “No me interesan las categorías generacionales o de época –explica–: la literatura es buena o mala. Me gustan los géneros informes o híbridos, que entran y salen del canon de acuerdo a la moda crítica pero que son fundacionales de toda la literatura y de todos los autores. Me refiero a biografías y crónicas, donde lo real está siempre”. Polémica, aprendió que “hablar de literatura es tan difícil que para decir algo muy chiquito hay que decirlo en voz alta”.
–¿Por qué te interesaron especialmente los escritores rusos?
–Un día, caminando con la escritora Milita Molina por la avenida Corrientes, llegamos hasta la librería Gandhi y ella me dio un librito muy lindo, Indicios terrestres, de Marina Tsvietáieva, y me dijo “Es para vos”. Al leerlo, descubrí que había mucho de mí ahí, en el sentido de que uno tiene que verse en lo que lee desde lugares íntimos, sociales y literarios (mis cuatro abuelos eran rusos, y me reencontré con comidas y olores de la infancia con ritos viejos, con modos olvidados). Hacia el año 2000 armé una propuesta para la editorial Santiago Arcos y empecé a trabajar con la traductora Irina Bogdachevski y la obra de Tsvietáieva, que luego me llevó a otros rusos: Turgueniev, Tolstoi, Dostoievski (sobre todo Diario de un escritor), Ajmátova, Jodasevich, Mandelstam. Y en 2003, junto a Susana Cella y Américo Cristófalo, armamos la cátedra de Literaturas eslavas.
–¿Qué relación guardan los autores rusos del siglo XX con los del siglo XIX?
–Una relación enorme, porque no se puede pensar una literatura sin un recorrido territorial y un tiempo. La gran literatura es literatura nacional, por revisión, espiral, reconversión, olvido o inversión. En la Argentina podría graficarse con el pasaje de Sarmiento (Recuerdos de provincia o Mi defensa) a Mansilla (En sus Entre nos) y luego un salto mortal hasta las Aguafuertes de Roberto Arlt.
–¿Autores como Tolstoi o Dostoievski siguen vigentes o sólo forman parte de un rico pasado?
–La gran literatura es siempre actual. Tsvietáieva dice algo mucho más lindo, porque es más arriesgado: “Hölderlin y Goethe vienen del futuro”. A veces me pregunto cómo el mundo puede seguir igual después de que se hayan escrito Doctor Zhivago o Anna Karenina.
–¿Hay denominadores comunes en los autores rusos modernos?
–Hay recurrencias, insistencias que a veces también aparecen en otras literaturas, como la alemana o la argentina, lo cual permite pequeñas tentativas de cruces comparativos. Andréi Platónov escribe en 1920 un texto sobre el pueblo más cercano, y cómo no recordar El pueblo más cercano de Kakfa. Hay cosas que parecieran estar en varios lugares al mismo tiempo, son aires de familia, cosas que quedan. Otro ejemplo: la frase de Gogol “el mal es la extensión”, que es el problema de Almas muertas, también aparece en Relatos de un cazador de Turgueniev y en todos los novelones rusos. Frase que caracteriza también a Sarmiento y que funda la literatura argentina. También me interesan los simbolistas que en 1900 parecían ser el cambio, pero que llevaron el realismo del siglo XIX al extremo (Bieli, Blok, Babel, Pilniak, Zamiatin) .
–¿El socialismo soviético trastocó el trasfondo religioso de la literatura rusa del siglo XIX?
–No en la gran literatura. Se dice que Anna Ajmátova fue la bisagra que permitió el pasaje del realismo del siglo XIX, a través de la poesía, a la literatura del siglo XX, junto a Mandelstam, Bulgakov y Platónov, entre otros grandes autores de los años 40 y 50. En ese sentido soy partidaria de la continuidad porque permite ver grandes cosas que, por naturalizadas, están disminuidas en su importancia. En Archipiélago gulag, de Alexander Solzhenitsyn, el sistema de riadas pensado para las deportaciones que narra me atrevería a decir que es lírico por su repetición.
–¿Qué experimentaste al conocer Rusia?
–En 1992 Moscú seguía siendo la ciudad de las cuatrocientas iglesias. En la línea roja del subte de Moscú sentí que estaba junto a mis abuelos rusos que ya habían muerto porque la gente se vestía como ellos, con grises y marrones. Tenían las mismas facciones tristes y agrietadas y hablaban con el mismo acento de mis abuelos, que tenían incrustado el ruso en el idish. Ellos escaparon de la leva de los zares en 1905, durante la guerra con Japón, y del hambre. En Rusia me reencontré con el siglo
XIX que ellos trajeron luego a Entre Ríos.
–Sabato decía que el escritor ruso y el hombre de las pampas argentinas tienen mucho en común, por ejemplo, la extensión y el agobio frente a la gran llanura.
–Es cierto. En ese sentido, Una nación para el desierto argentino, de Tulio Halperín Donghi, es una de las frases más lindas de nuestra literatura. Otro punto en común son los momentos fundacionales, muy cercanos entre sí entre el siglo XVIII y el XIX. Mal que nos pese la denominación, ambas son literaturas jóvenes. A diferencia de Goethe en Alemania, Pushkin no tenía una biblioteca rusa atrás, sólo contaba con su voluntad de construcción de la novela, el ensayo, la poesía, la crónica de aventuras, la novela histórica. Y funda todos los géneros, más o menos como Sarmiento. Por otro lado, y desde otro perfil, en la identidad aluvional que conforma la Argentina se fueron fusionando los gauchos judíos con los alemanes del Volga y contribuyeron a constituir lo argentino: el quejoso, el rápidamente mafioso… Tengo amigos escritores serbios radicados en la Argentina y me dicen que Buenos Aires es igual a Belgrado porque la gente va al café, donde en la pérdida del tiempo está la gran ganancia literaria.
–¿A través de que nombres hilvanarías la columna vertebral de la literatura argentina que te interesa?
–Soy muy desordenada y anticanónica porque el canon se traza por comodidad, los que no leen arman canones por políticas de la crítica o estrategias de venta, y para mí la literatura tiene que ser molesta e insoportable; tiene que aparecer intempestivamente, al decir de Kierkegaard. Me interesan Sarmiento, Mansilla, Cambaceres, Wilde, Puig, y ya en la contemporaneidad, Ricardo Zelarayán, Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, Néstor Sánchez, Liliana Guaragno, Luis Thonis…
–¿Cómo elegís en cuanto editora de Letranómada?
– Por suerte todos mis amigos escriben muy bien y estoy cerca de excelentes textos inéditos; no necesito buscar qué publicar. Tengo originales de Raschella, quince libros inéditos de Libertella, las conversaciones de Néstor Sánchez… Lo más difícil del mundo literario hoy es que son pocas las editoriales que quieren arriesgar en este sentido. Los libros no se venden, no se leen; y una vez que un catálogo se construye se vuelve canon. Sin embargo, creo que la literatura argentina está pasando por uno de sus mejores momentos; lo demás es pelea del periodismo, la universidad o las editoriales. Damián Ríos es uno de los mejores poetas argentinos y escapa al canon en el que lo incrustaron; Alejandro Sosa Díaz es un gran ensayista y poeta con muchos libros publicados, Sofía González Bonorino es una novelista genial…aunque a veces no estén en los circuitos visibles del mercado económico o del intelectual-literario.
– ¿Hay una mirada literaria particular desde el interior del país?
–Nicolás Rosa decía que la literatura rioplatense es la que se suele considerar argentina y el resto es del Alto Perú, como Néstor Groppa, Carlos Aparicio, Héctor Tizón, Manuel Castilla, Francisco Madariaga, Antonio Di Benedetto… De algún modo también pasó con el poeta Juan L. Ortiz, que ahora ya forma parte del canon, cuya poesía me gusta mucho… aunque le quitaría algún sauce. No me interesa la literatura previsible, los autores que consiguen una máquina de hacer literatura o los que tienen proyectos.
–¿Cómo ubicarías entonces tu interés por el prolífico César Aira?
– En un momento me capturó la desesperación de la inteligencia, me conmovió su capacidad de manejar los hilos de las cosas hasta que estallan y una tormenta arrasa con todo. Y en Lata peinada o en La piel de caballo de Zelarayán, se asiste a la desesperación sin consuelo de tener una obra permanentemente abierta. Me interesan los autores que viven en la catástrofe, la grieta. Mi genealogía incluye El crack up de Scott Fitzgerald y a los autores que me acompañan a Ningún lugar a donde ir, como titula Jonas Mekas, su Autobiografía. Una frase o un signo en un ejemplar que hojeo en una librería ya me indica si el libro va o no hacia algún lado. El título Cuándo, después de Juan Carlos Onetti es el abismo más querido. El diario de París de Horacio Quiroga es comparable a Pobre Bélgica de Baudelaire, más allá de que se publicaron en la misma colección de Losada. De los autores considerados más nacionales, me interesa toda la generación del 80, fundamentalmente porque escribían bien, a diferencia del culto actual al “espontaneismo”, término de Ricardo Straface. Por eso divido a la literatura en buena y mala. En una entrevista, Perlongher decía: “Basta de escribir sobre un mantel de hule y un sifón sobre una mesa fea. La literatura tiene que ser bella”. Reivindico que la belleza es lo lírico y que la literatura tiene que ver con la oreja. Ahora hay muchas obras que no se escuchan, que no resisten ser dichas en voz alta.
C.V.
Laura Estrin es profesora de Teoría Literaria y Literaturas Eslavas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, es también editora de Letranómada. Ha publicado el ensayo César Aira. El realismo y sus extremos, Álbum, Parque Chacabuco y Alles Ding. Compiló y prologó el libro Tres poemas sobre Marina Tsvietáieva. En volúmenes colectivos trabajó sobre la obra de Ricardo Rojas, Enrique Pezzoni, Eduardo Wilde, Héctor Murena, Oscar Steimberg, Ricardo Zelarayán y Hebe Uhart. Este año se editará su diario de poesías A Maroma.
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