jueves, 5 de agosto de 2010

La vigilia de la estatuas.
Alberto Giacometti por Jean Genet

El libro de Jean Genet, L’ atelier d’ Alberto Giacometti, me ha hecho pensar en una hipótesis que roza el estupor: que las cientos de páginas del libro- una verdadera summa crítica, afectada por los lenguajes contemporáneos de la fenomenología, el psicoanálisis y la antropología- que escribió Jean Paul Sartre sobre Genet, no le valieron a este autor lo que el encuentro con un anónimo viejo miserable. El libro de Sartre, que puede leerse como una novela teórica, no fue ajeno tampoco al azar: empezó siendo el prólogo a un prematuro volumen de obras completas. Pero lo que hay que pensar es en ese encuentro , que coexiste con su descubrimiento de Giacometti y que nos hace sospechar que la obra inmensa de Sartre no tuvo incidencia para Jean Genet, tal vez por el tratamiento poco consistente del núcleo que más recurre en su escritura: la de las paradojas en torno a lo que llama las “oposiciones fundamentales”, que reduce a contradicciones. Algo es seguro: no era el reconocimiento social lo que buscaba.
Sea como fuere, para Genet fue un suceso importante y mostró su gratitud. Pero el acontecimiento decisivo, que le permitiría seguir escribiendo, estaba en otra parte.
Quien se atreva a seguir los laberintos de este libro, tendrá la impresión de asistir como invitado a una cofradía circunspecta y austera con la sola condición de afinar la escucha y asomar a los linderos de la visión y el tacto. El escritor toma apuntes, escribe de un artista y sus reflexiones contrastan con el cortocircuito de los diálogos.
Los dos tienen algo en común: su atracción por lo sórdido y las diversas formas de lo abyecto. La belleza, no sólo coexiste con lo sórdido sino que no existiría si no tuviese a lo abyecto como su condición. Para Genet la poesía es un ascecis: “un milagro de magnificación”. Las diversas formas de lo abyecto y lo criminal merecen los “honores del nombre”. Los criminales son comparados a flores y la vida del mendigo despliega todos los fastos de la extravagancia. La estética tiene como objeto redimir suntuosamente todo lo que es objeto de condena en el mundo: hasta esa lombriz que se traga el personaje de Pompas Fúnebres, con una experiencia cercana al éxtasis. Gracias al equívoco del lenguaje y la metáfora, todo lo rechazado se vierte en un cambio de signo que niega las “oposiciones fundamentales” : la vida y la muerte, la abyección y la gloria, entre ellas. Dan lugar a ritos y cultos exentrados por la magia parcial del verbo.
Así, un prostíbulo puede ser un templo y la corte de justicia un fastuoso lenocinio ; las mujeres del burdel, reinas o diosas; la virilidad, para ser parodiada o irrealizada, es exaltada hasta la hipérbole; la fantasía del fin de la procreación, lo lleva a concebir escatológicamente el fin del mundo, pero los desheredados le hacen reencontrar la caridad cristiana. Las relaciones pasionales, marcadas por el sadismo o una devoción fetichista, son narrradas con una ternura insólita. Y no puede negársele el reconocimiento de la propia iniquidad, de la cual muchos justos, si no son Job, no quieren saber nada. Genet, que no es ajeno a esta tradición, en cuyo camino se encuentran los místicos tiene como objetivo a la santidad; para alcanzarla, en su vía negativa, está dispuesto a desgarrar sus entrañas y sorber el cáliz del mal hasta las heces. Su obstáculo es el que le cabe a todo non serviam: el no poder llevar la destrucción hasta el fin, no sólo por su fascinación por lo excecrable sino por asumirse como alguien que pertenece a lo sagrado.
Así ocurre con el travesti Divine, que en su intento de probar a Dios y de producir un milagro, termina por cometer un ridículo sacrilegio con las hostias en el tabernáculo.
Genet es la clase de sujeto que asume a lo sagrado en sí, en su doble acepción de mundo y de inmundo. Es el tipo de persona que crea en torno suyo un círculo de silencio, que hace pensar en una acordada segregación para el infractor, aunque lo que en verdad se teme es la contaminación. En la antigua cultura romana, el homo sacer vivía en un estado de prescripción religiosa y civil, excluido de la comunidad humana, desposeído de todos sus bienes y como posible objeto de la venganza de las divinidades ultrajadas. Genet, que se ha eternizado en la condición de niño expósito, en contraste con sus personajes, declarará más de una vez que está muerto. Ningún héroe trágico - empezando por Orestes, Edipo o Ifigenia- accedió a la soledad ; las máximas desgraciadas tienen siempre el espejo de una comunidad.

Genet habla de singularidad inatacable a propósito de Giacometti, pero también se refiere a sí mismo, porque, como ha escrito María Zambrano, la soledad es una conquista metafísica- tal vez la única- de la modernidad: nadie está solo, sino que ha de llegar a ser la soledad dentro de sí, como en el caso de los místicos, en los cuales la soledad es la primera muerte que hay que morir.
“Vivir entre los vivos”, decía Montaigne, sin dar un crédito público a su enunciado. Para Genet y Giacometti esta expresión debió ser enigmática, hasta volverlos interlocutores de unos muertos que - a diferencia del espiritismo - están faltos de palabra. Giacometti , como sus mismas creaciones, ante esto se muestra muy próximo y muy lejano. La impasibilidad de sus figuras es prueba de que cierto duelo ha llegado a término.
Como un desafío a la dura virginidad de la piedra, la mujer surge en los humores de la conversación. Para Genet, la espalda de las mujeres es más humana que su cara: la nuca, la cavidad de los riñones, le parecen haber sido modelados más “amorosamente” . Escribe: “ Vista de tres cuartos, este va y viene de la mujer a la diosa es quizá esto que es más inquietante. La emoción a veces es insoportable. Porque yo no podría impedirme volver a este pueblo de sentinelas dorados- y pintados a veces- que, debajo, inmóviles, vigilan”.
Giacometti le cuenta a Genet sus amores con una vieja vagabunda .
Ella es lo contrario de las diosas reveladas por el autor: sucia, harapienta, pero encantadora, a Giacometti, que no podía estar sin ella, le parece que vale por todas las bellas mujeres. Genet le pregunta por qué no se casa y la convierte en Mme Giacometti.
El pintor sonríe, irónico. De hacer eso - se justifica - sería un tipo raro. Genet se pregunta por el lazo que debe existir en el gusto de Giacometti por las prostitutas y la vigilia de esas figuras severas y solitarias. El artista añora los burdeles desaparecidos. Genet sospecha que entraba allí como un adorador, al extremo de ponerse de rodillas ante la férula de divinidades implacables y lejanas: “ Entre cada puta desnuda y él, había quizá esta distancia, que no cesa de establecer cada una de sus estatuas entre ellas y nosotros”
Genet ve que esas estatuas retroceden para instituirse en una vigilia ante la muerte. Cada prostituta reencuentra una noche en la cual es soberana.
Es entonces cuando obra; no mediante diferencias de niveles o planos, sino desde una misma línea o conjunto de líneas que puede servir para “ la mejilla, el ojo o el párpado”.
Estos aspectos no existen separadamente para Giacometti: “ Para él los ojos no son azules, los cachetes rosas, el párpado negro y curvo: hay una línea continua constituída por la mejilla, el ojo y el párpado. No hay sombra de la nariz sobre la mejilla, o, si ella existe, esta sombra debe ser tratada como parte del rostro, con los mismos rasgos, curvos, válidos aquí y ahí”.
Lo femenino es un desafío a la escultura. La materia y la mujer son dos nombres de lo inefable: una porque resiste por su dureza, otra porque no se entrega en su ubicua fugacidad. Cuando lo femenino encarna en un rostro y un cuerpo se torna extranjero. Uno piensa que estos cazadores de formas, que con su extravagancia disimulan sus disciplinas severas, han tenido sensibilidades muy diferentes y en otro momento habrían sido ajenos el uno para el otro.
Pero que algún acontecimiento los ha aproximado en una prehistoria, como si pertenecieran a una grey desconocida, anterior a la infancia, que remota el origen de los tiempos para retornar al aquí y ahora de sus presencias.
En todo lo demás, cada uno es una incógnita para el otro. Como en Montaige, en Jean Genet, juicios y opiniones son hipóstasis de una subjetividad extrema. No encontraremos en sus iluminaciones la aplicación más o menos disimulada de tal teoría ni algo que se adose con pasividad a la historia del arte.
La palabra soledad, condensa como una mácula expansiva el conjunto de las obras de Giacometti. A diferencia de Montaigne no puede enunciar: mi oficio, mi arte, es vivir. El de Genet es reconocer las paradojas de la vida en la muerte y las transformaciones de la apariencia en podredumbre y viceversa. La belleza entrevista por Genet en sus obras no es algo dado sino una herida secreta y singular: “ La belleza no tiene otro origen que la herida singular, diferente para cada uno, que todo hombre guarda en sí, que el preserva y que se retira cuando el quiere dejar el mundo por una soledad temporal, pero profunda. Este arte está lejos de lo que se llama el miserabilismo. El arte de Giacometti me parece querer descubrir esta herida secreta de todo ser y asimismo toda cosa, a fin que ella los ilumine”.
Esa iluminación se suspende en el tiempo difunto que nace de su agonía: “ Sus estatuas parecen pertenecer a una edad difunta, haber sido descubiertas después que el tiempo y la noche- que las trabajaron con inteligencia- las han corroído para darles este aire, a la vez dulce y duro de eternidad que pasa. O bien todavía, ellas salen de un horno, residuos de una cocción terrible: las llamas extintas, él debería quedar así.
¿Pero qué llamas?
Giacometti me ha dicho que otras veces tuvo la idea de modelar una estatua y enterrarla( Se piensa asimismo: ‘ que la tierra te sea ligera’). No para que se la descubra, tal vez más tarde, hasta cuando el recuerdo de su nombre hubiera desaparecido?
¿ Enterrarla era proponerla a los muertos? ”
Este don y esta ofrenda le sirven al artista para que el mundo se vuelva ligero. Es ahí donde capta el silencio y la soledad de cada objeto. Un nicho verde, al ras de un muro y una luz verde cayendo sobre Osiris, en la cripta del Louvre.
Genet confiesa tener miedo, una masa lo lleva a hundirse en los milenios egipcios y le hace padecer una curvatura mental y a encogerse sobre esa estatua pequeña y de sonrisa dura. Genet ante cada escultura de Giacometti tiene una emoción próxima al terror y la fascinación de algo inexorable. Le resultan familiares por algo; las ve andar por la calle, la distancias entre ellas y él se despliega incesantemente y piensa que remontan hacia los orígenes de los tiempos hasta un pueblo de muertos inmemoriales. La escultura separa lo inexorable de la fatalidad en bruto que habita la materia. Le impide ser el fetiche de si misma. O la convierte en un fetiche sin solidez, ligero como el pie de una bailarina: “ Giacometi insiste todavía: su ideal sería la pequeña estatua de caucho que se vende a los sudamericanos en el hall de las Folies Bergeres”
Giacometti va por la calle y ve una chica atractiva. Cuando la tiene en su habitación, desnuda ante sí, contempla a una diosa.
Uno recuerda: Atenea, la única diosa que acepta encanar en un tiempo humano ayudando a Ulises, tiene que mostrarse disfrazada, para no manifestar su presencia divina. La epifanía se le manifiesta al escultor en el estudio. Ellas son diosas después de desvestidas.
Genet disiente: para él una chica es una chica desnuda. Pero cuando ve las estatuas de Giacometti puede ver a través de ellas lo mismo que el artista.
La inmovilidad de las figuras de Giacometti es soberana. Su epifanía es el renacer de algo inédito, la reiteración de algo que nunca ha sido, desconocido a los hombres y olvidado por la piedra.
Giacometti pincha ante él una flor blanca y Genet argumenta que lo que importa es su actitud ante su misterio y no el objeto que va a dibujar. Sus dibujos, le evocan la disposición tipográfica al estilo de Mallarmé. Escribe: “ Toda la obra del escultor y el dibujante podría ser titulada: “ El objeto invisible”.
Las estatuas no sólo retroceden en el horizonte; ellas se las arreglan para quien las mira esté más abajo. Ellas retroceden, pero también vienen y nos superan. Las líneas parecen huir partiendo de la línea mediana del rostro- nariz, boca, mentón- hacia las orejas y la nuca.
Un rostro alcanza su significación, dice Genet, cuando está de frente y hay que partir de este centro para fortificar lo que está oculto.
Genet experimenta un placer siempre nuevo en sus dedos al recorrer una estatua. Esto no puede extenderse a otras obras: “ -- Sin duda, me digo, toda estatua de bronce da a los dedos la misma dicha. A unos amigos, que tienen dos pequeñas estatuas, copias de Donatello, quiero recomendarles esta experiencia: el bronce no responde más, mudo, muerto. Giacometti o el escultor para ciegos”. Es un artista que no ha soñado sus figuras. Las ha experimentado. Lo dice en su voz pedregosa que Genet compara a la de un tonelero. Giacometti le pregunta si piensa que ellas pierden algo al pasar el yeso al bronce. Genet responde que no son ellas sino el bronce el que ha ganado algo.: “ tus mujeres- le dice- son una victoria del bronce. Sobre el mismo, quizá”.
Y el escultor está de acuerdo. La intriga alcanza a las cabezas : cómo unos sesos pueden habitar un cráneo de bronce ? Giacometti afirma que esto le hace tomar medidas más precisas. Genet observa dos telas en el estudio que muestran dos cabezas de una extraordinaria acuidad. Las cabezas parecen venir a su encuentro desde el fondo de la tela. Giacometti, en un acto inusual en él, quiere mostrarle unos dibujos. Genet se interesa por uno de talla pequeña, colocado debajo de una inmensa hoja blanca. No parece gustarle mucho. Al Giacometti dibujante tampoco: le confiesa que es la primera vez que intenta algo así. Genet se pregunta si ha querido dar valor a una vasta superficie blanca con la ayuda de un personaje tan minúsculo, o bien mostrar que las proporciones de un personaje resisten a la tentativa de aplastamiento por una enorme superficie. Concluye: “ este pequeño personaje, ahí, es una de sus victorias”
Se pregunta que ha tenido que vencer Giacometti para concretarlo. No sabe que es, pero tiene la certeza de que era algo amenazante.
Por este conjuro la multitud innumerable de los muertos puede en fin ver lo que no pudo contemplar cuando ella estaba viva. Esto exige un arte duro, no fluido, dotado del extraño poder de penetrar en el dominio de la muerte, “ de sudar quizás a través de los muros porosos del reino de las sombras. La injusticia - y nuestro dolor - serían muy grandes si una sola de entre ellas fuera privada del conocimiento de un solo de nosotros, y nuestra victoria bien pobre, si ella si ella nos hiciera ganar sólo una gloria futura. Al pueblo de los muertos, la obra de Giacometti comunica el conocimiento de la soledad de cada ser y de cada cosa y esta soledad es nuestra gloria más segura”.
Genet pretende atrapar esta soledad en su visión de la pintura. Su mirada es la que impide que tal o cual rostro se confunda, indistinto, con el resto del mundo. La mirada es la que corta y separa el rostro del mundo y en el cuadro alcanza su apoteosis, porque ahí cada objeto crea un espacio infinito que “ si quiere ser estético debe rechazar ser histórico”
La soledad de una persona o de un objeto son así restituidos en una experiencia discontinua. Genet ante el cuadro no obra de manera distinta a cuando compara la obra de arte con el robo: aísla, sustrae la significación del objeto - tela, cuadro - de tal modo que cese de pertenecer a la familia de la pintura y deje vislumbrar la soledad irreductible de cada rostro. Es una operación a través de la cual examina a Rembrandt y a Giacometti: “ Cualquiera que no haya sido maravillado por esta soledad, no conocerá la belleza de la pintura. Si lo pretende, miente”.
Esas figuras no quedan, sin embargo, totalmente aisladas; Genet las vincula a “ la misma familia alta y sombría. Familiar y muy próxima. Inaccesible”
Esta soledad paradojal de las figuras se realiza sobre el fondo de una noche donde cada figura reencuentra su origen nocturno, gracias al cual está bien situada en el mundo: se trata de un realismo paradójico que instituye esas estatuas de pies pesados que aligeran y encantan nuestra visión del mundo.
Un mundo donde los primeros invitados, tras una línea de separación que cae como un biombo, son los muertos. Las “oposiciones fundamentales” no sólo son abolidas en términos de poder- a Divine se le rompe la dentatura postiza y eso la inspira a ponerse la prótesis sobre la cabeza y prometer, aludiendo a la corona dental, que será reina -, sino en una zona que podríamos llamar metafísica: la de la identidad de los indiscernibles, que se sostiene, exalta y redime pasando por lo amorfo de una misma podredumbre.
Los seres vistos desde la rapidez de un colectivo no permiten que se capte por el movimiento del ojo, lo que tienen de irremplazable “ gracias a la soledad en que los sitúa esta herida de la cual ellos apenas tienen conocimiento y de la cual todo su ser rezuma” Se ve atravesando una ciudad pintada al carbón por Rembrandt, imaginando escenas de amores canallas, como ocurre en sus novelas, y concluyendo: “ La soledad, como yo la entiendo, no significa una condición miserable sino un reino secreto, incomunicabilidad profunda pero conocimiento más o menos oscuro de una inatacable singularidad”,
Examinará la pintura de Rembrandt en un libro posterior. Esta obra le parece de una infernal transparencia. Detiene su atención esa carne consagrada a la corrupción, a la podredumbre.
Pone el acento en Lección de Anatomía. La descomposición de la materia abre el paso a otra forma: su pintura no se confunde con el objeto o la mirada que está encargada de representar.
Es una materia que no se avergüenza de lo que es, “ como los campos de la mañana, humeantes”. Así como en Giacometti, Genet encuentra la resonancia peculiar de la soledad, en Rembrandt lo fascina el uso de los oropeles para la figuración de lo miserable y lo pútrido: sus retratos de la señora Trip muestran hasta qué punto la decrepitud puede ser bella. La línea de separación entre lo bello y lo feo, entre lo noble y lo innoble se ve de nuevo cuestionada a través de una aceptación del horror.
Santa Teresa pedía Dios el don extraño de ser despreciada por todas las criaturas. Para Genet, que no pocas veces tuvo un ruego semejante, la santidad es una obra de arte que, como señala Catherine Millot, exige que “ las vías que llevan a ella deben ser inventadas en cada oportunidad”.
Extraviando su centro de gravedad, Santa Teresa decía “vivo ya fuera de mí”, dispuesta a la levitación o a ser objeto de las injurias de la creación.
Genet está en esta vía, pero ante su travesía la de los místicos nos resulta lineal, no por que tengan menos intensidad sino porque la negación en Genet se dice en constelaciones múltiples: no es un místico sino un poeta, un hombre de letras, novelista y dramaturgo, situado en el tránsito imposible hacia la santidad.
Acaso a través de la visión de la obra de Giacometti y la de ese sucio viejo ha reconocido un obstáculo decisivo en este camino. Ahora, en el umbral de un desenlace, se plantea si ha de ser uno más entre los mortales o inventar en otra frontera una rebelión sin la cual, en sus propias palabras, no hay redención posible. Luego de ese encuentro, Genet mira con otros ojos los objetos.
¿ Qué es una mirada que intenta aproximarse a una zona poblada de equívocos, donde no hay señuelo ni trampa pero que se alejan en una súbita fuga desplegada?
Ante esa fijeza en fuga, Genet hablará de Giacometti, volviendo una y otra vez a ese centro desplazado que es esa herida, igual y tan distinta, que toda criatura lleva en sí.
Algunas tribus trasmiten la herida: hay mitos que narran que la cicatriz del padre reaparece como la herida abierta del hijo. En este caso no se da nada parecido. Se trata del diálogo de dos artistas que trabajan hasta abismarse en materias diferentes; la herida no es la misma, aunque su efecto pueda generar el diálogo con el cual se intenta hablarla. Esa herida para Genet se transmite no entre los artistas ni de éstos al público sino a un pueblo silencioso de muertos que nunca han estado vivos, que la aceptan o la rechazan. Este pueblo suele ser olvidado; Genet dice que a veces ellos aparecen en una orilla, hacen señas, que esperan un signo, ellos, que “ escapan al llamado de nuestros ojos para acercarse a nosotros”.
Este Genet que explora a Giacometti apenas recuerda el que nos presenta el inmenso estudio de Sartre. Hasta podría decirse que está en sus antípodas. Es que hacia 1950, Genet a través de la exégesis de Sartre se ha convertido en todo lo que se obstinaba en no ser: la consagración, el éxito, incluso la riqueza, convergen en la imagen aplastante que amenaza con despojarlo del objetivo que persigue su obra que no es ajena a la causa “injusta” de su deseo.
¿ Cómo ser el artista del Mal cuando el Bien, no por oficio de Sartre sino contra su mismo libro, está enterado y preparado para aplaudir de antemano lo que antes condenaba y seguramente volverá a condenar una vez terminada la función, en un mismo desconocimiento? Ahora Sartre aparece como una voz entre otras.
Genet, por otra parte, ya no puede concebirse como una particularidad aberrante, ni confundirse con la redención sacrificial de sus personajes. Esto no es ajeno a la paz que descubre en Giacometti.
El encuentro decisivo que narra el libro no es con el escultor sino con ese pasajero del tren, que desde el fondo de su fealdad, le revela por primera vez la presencia de otro. Suena a algo irrisorio. Pero tuvo que pasar una apariencia de eternidad - en su caso infernal - para que esto aconteciera: “ Hace aproximadamente cuatro años, estaba en el tren. Frente a mí, en el compartimiento, estaba sentado un espantoso viejo sucio. Sucio, y manifiestamente, malvado, algunas de sus reflexiones me lo probaron. Rechazando proseguir una conversación desagradable, quiero leer, pero, a pesar de mí, miraba a ese pequeño viejo: era muy feo. Su mirada se cruzó con la mía, y esto fue breve o sostenido, no sé más, pero súbitamente conozco el doloroso - sí, doloroso sentimiento de que no importa qué hombre “valía” exactamente - que se me excuse, pero es sobre el “exactamente” que quiero poner el acento - que cualquier otro”.
Reconoce que ese hombre puede ser amado más allá de su suciedad y necedad y aclara : “no se trataba de una bondad que venía de mí, sino de un reconocimiento. El reconocimiento no es tanto descubrir al otro como objeto de amor - o de odio - sino ante todo como un no enemigo, alguien que podría ser amado de mediar su elección. Pero, luego de leer la escena, uno se pregunta: ¿ no será también rebelarse no fijar al otro en su imagen, para luego conjurarlo, reducirlo y finalmente eliminarlo? Ese viejo sucio, después de todo, está de más en un mundo que se pretende sin contaminación de suciedad, enfermedad o de vejez.
No la pasa mejor que Jean Genet, ya en esos momentos un escritor consagrado entre los mejores de su tiempo. Curioso: lo que no pudieron los cientos de lúcidas páginas de Sartre lo logró ese pobre y marginal huésped, quien por su sola presencia decepciona su mito capital de niño expósito y lo arranca de su filiación a lo sagrado.
Podría, como otras veces, hablar de “un milagro de la nada y del no”. No lo hace. Informa que ese encuentro coincide con su interés por la obra de Giacometti: “La mirada de Giacometti ha visto esto hace mucho tiempo. El nos los restituye”
Un hombre vale lo mismo que el otro - en el universo humano - precisamente por esa herida secreta que sin que captemos el pasaje, reaparece en el arte como su inesperada rima.
Es como si esa evidencia se trastocase en un pasaje de datos, de noticias, de impresiones sin reducirse a ninguna de ellas.
Walter Benjamin en Dirección Unica ha escrito: “ Quien transmite la noticia de una muerte se ve a sí mismo muy importante. Su sensación le convierte - en contra incluso de cualquier lógica - en mensajero del reino de los muertos. Pues la comunidad de los muertos es tan gigantesca que hasta quien sólo anuncia una muerte, advierte su presencia. Ad plures ire, significaba para los antiguos romanos, morir.”
El morir todavía no ha acontecido, pero la muerte sin nombra reina en el pueblo de los muertos con las manos juntas sobre su regazo.
El mensaje que se envían es el de la evidencia que no puede comprobarse: quien ha perdido lo que no tiene, tendrá que ir hasta el fin. Aunque la muerte informe que no hay un final. La muerte es la posibilidad de echar una mirada retrospectiva sobre la propia vida. La muerte, decía Epícteto, sorprende al labrador labrando, al navegante navegando: “ ¿ y tú, en qué ocupación quieres que te sorprenda la muerte?”
El diálogo entre el artista y el filósofo persiste, tiene antigua data en la cultura occidental. En Genet se exacerba ese choque de vocaciones, que hablan de posiciones de deseo, en tanto los pensamientos - formas - brotan en los desvanes y las alcobas, en la inminencia de una próxima fechoría. Sin embargo, Genet piensa más que el reconfortante hombre del concepto que cree que es posible traducir un lenguaje como el del autor en otro, excluyendo las paradojas fundadoras que surgen cuando se arremete contra los límites del lenguaje.
La poesía para Platón no tiene derecho de ciudad porque los poetas alteran la dikaiosyne con la pintura del frenesí de las pasiones.
Hay una condenación moral y política de la poesía en nombre de una teología de Estado, aunque Platón fuera mejor poeta que sus contemporáneos. Uno imagina que no lo hizo con mentalidad de burócrata, sino como un sacrificio inevitable para us concepción de la ciudad. Parafraseando a Alcibíades, Platón puede decir : el precio para acceder a la ciudad es sacrificar a la poesía.
Este precio tiene, sin embargo, una ganancia, un rédito que no es otro que el aprendizaje de la muerte, que es el objeto mismo de la filosofía según Sócrates.
¿ Acaso - cabe preguntarse - la poesía amenazaba no sólo al estado perfecto sino a la misma inmortalidad del alma?
La luz es para el griego una forma originaria. Si la vida hubiera surgido con la luz, si la luz no hubiera surgido marcada por el estigma negro de una conflagración lejana, la muerte no tendría lugar y no se habría teorizado sobre la inmortalidad del alma. El tema de la luz original recorrerá el pensamiento occidental, negando o aceptando a medias la escisión que la constituye. Nada hay en Giacometti que evoque la blanca roca del Acrópolis; esa luz que es olvido de toda sombra fúnebre, como si su arquitectura no fuera obra de los hombres sino del dios del mismo Apolo, el dios de la luz y de tal modo que nada en ella está referido a la muerte. Nada en ella hace pensar en el descenso a los infiernos. Cuando esa luz se oscureció, comenzaron las epifanías, como secuelas de una plenitud instantánea y huidiza, que sólo el arte podía revelar.
Hay en Genet algo de las viejas morales rigurosas: lo que un Aristóteles llamaba impasibilidad. Contempla las estatuas con ciertos efectos de paralelaje- a una imagen de dos dimensiones agrega una tercera, mediante la ilusión óptica que produce la retina- ; ellas parecen surgir desde el horizonte, lo encuentran, y cargadas de fiebre, lo sobrepasan dejándole una sensación de paz. Genet trabaja como un investigador que devora los mismos indicios que se le presentan. Descubre algo que se sustrae a la misma evidencia : el espacio en blanco.
Platón supo algo de eso. En Filosofía y poesía, María Zambrano, escribe: “ Platón se anunció a su maestro, Sócrates, antes de su encuentro con él, en un sueño; en un sueño en forma de blanco cisne Reprimamos la sonrisa incrédula de los que han leído mucho y se han ensoberbecido por ello. Porque un cisne es un ángel castigado; un ángel inmovilizado que no ha perdido su pureza ni sus alas. Unas alas incoherentes, demasiado grandes para tan leve cuerpo, al que no consiguen, sin embargo, arrastrar hacia lo alto y que más que órgano son señal, nostalgia de una perdida naturaleza. Y alguien ha podido soñar con Platón sintiéndose detrás de dos criaturas las más diferentes: un toro y un blanco cisne. El toro de la sangre y de la muerte, transformándose en la pureza alada, pero problemática, de la filosofía”.
Esa pureza alada, inmarcesible o indeleble, alegorizada en el blanco, no permanece igual a sí misma luego de un Manet y de un Mallarme o un Rodin, cuyo Balzac dará lugar a interpretaciones que pueden constituir una enciclopedia. Pero la blancura- como la belleza- comienza a coexistir con el horror o identificarse a él
Maillot amaba más los dibujos de Rodin que sus esculturas por su despliegue erótico. Este hombre, amigo de Gauguin, que a los cuarenta años decide volverse escultor, que desmiente el mito del artista como buen salvaje - es un gran lector- afirma que cuando más inmóviles se muestran las esculturas egipcias, más parecen moverse y uno espera que las esfinges se pongan a volar. La esfinge es como una máscara de la escultura que se convierte en tal cosa cuando el aire pleno del día toca su frente. Cada escultura es un interrogante respecto del cual, a diferencia de Edipo, hay que tomarse tiempo para responder. A veces la respuesta no es una conclusión que ha de quedar en manos del especialista y sus precisiones. Pero en cuanto a esa línea que sinuosamente va de Rodin a Maillol y de éste a Giacometti cabe antes formular la pregunta acerca de los estilos en juego.
Lo griego en lo temático es ostensible en Maillol. Pero se trata de los paisajes de Grecia, semejantes a los campos de Francia. Pensaba que los escultores no son talladores de piedras. Sería decir que los hombres de letras son talladores de pluma. Es en las letras donde Maillol encuentra la flor del modelado - para decirlo con la expresión de Rodin- sus esculturas en torno a La Eneida son elocuentes. En lo romano se condensan y diversifican el arte bizantino, con reminiscencias de oriente, lo merovingio y lo carolingio, un fondo céltico, rasgos musulmanes y el aporte normando, como una necesidad del elemento bárbaro, impusieron esa forma lineal y abstracta que podemos llamar, pero nunca definir a causa de sus mixturas, la escultura occidental. El toro y el cisne no siempre están en lucha tensa; a veces, hasta llegan a fundirse y a invertir sus roles.
Por tratar con la misma materia de lo natural- la piedra - la escultura es la más impura de las artes. Ese estilo que podemos definir como lo romano es épico y parabólico; no pretende limitarse como en el siglo V en Siria y en la Mesopotamia a un arte puramente decorativo, tiene una tendencia hacia lo enciclopédico y lo armónico, representado en esos nueve tonos de la música gregoriana que ornamentan los capiteles de Cluny. La traducción de tres versos de Virgilio permitió hacia 1150 concebir El robo de Ganímedes en la iglesia de Santa Magdalena de Vézelay, o el naciente humanismo que presenta el portal central de esa misma iglesia, el de Los pueblos de la tierra- los hombres de grandes orejas, los pigmeos, los gigantes- donde, hacia esa misma época, la narración hace parábola y ésta se deja contar: un dictado la preexiste
En Giacometti no hay un dictado anterior que las esculturas, cuadros o dibujos ilustren; el espacio mismo es el que circula. Genet habla de cuatro dibujos : “ En ciertas telas ( Monet, Bonnard...), el aire circula. En los dibujos de los que hablo, cómo decirlo...el espacio circula. Sin ninguna de las convencionales oposiciones de valor- sombra - luz- la luz irradia y algunos rasgos la esculpen”.
Las esculturas de Giacometti parecen estar en las antípodas de esa figura definitiva, enunciada por el delegado de la obra teatral El Balcón, que en su primera edición de 1956 fue publicada con una ilustración de Giacometti: “ Tenemos una única preocupación: la de proponer a la posteridad una estatua definitiva, absurda o familiar, tierna o severa, amable o brutal, siempre impresionante, eterna. Desgraciadamente, nuestros ojos de vivos no lograran vernos en nuestra muerte real, ni nuestros ojos de muerto lograrán vernos en las conciencias futuras, y por lo tanto, hemos inventado y perfeccionado esta amable farsa: inmovilizarnos en esta vida en una actitud eterna.¿ Está claro?”
Está claro que los hombres quieren ser parte de una genealogía segura, que una misma luz celebre sus figuras, conjurando toda sombra; los habita la utopía de un poder sobre la misma muerte. Cuando el fracaso se yergue sobre la farsa de la falsa apariencia que urden los personajes del balcón- el Obispo falso es más real que el verdadero, al igual que el juez-, bajo la veña del jefe de policía, como seres de un burdel babélico, se empeñan en erigir un falo que es la negación de sí mismo y tornan irreal sus hiperbólicas proporciones.

El jefe de policía, que hará de él su signo de legitimidad, explica: “ Las técnicas nuevas, nuestra industria de la goma, permitirán los más logrados milagros”. Lo único real está en ese “ el texto de ley”, híbrido, con las sentencias que en él escriben el obispo, el juez, el general, verdaderos por falsos y al que podría suscribir todo el universo de las “personas decentes”.
Un falo verdadero puede ser el más mentiroso y un falo falso, de goma y obseno puede decir la verdad de la confluencia, simbólicamente imposible entre la ley y el goce, realizando en una liturgia invertida la caída de la oposición fundamental. Es la caída de la ley misma que hace ostensible un goce que, por su misma lógica, en este mundo, nunca habrá de decir. Ahí reside su concepción de la poesía, como una verdad tautológica, que no está obligada a confrontarse con la realidad vigente.
Si lo hace es para desdoblarla, como en el caso de ese falo porno, a la vez abyecto y glorioso que equivale a ese trozo de inmundicia que en Les Paravents es el inconfesado sostén de todo orden social. En ese aspecto, puede inferirse que muchas de las cosas que escandalizan a Sartre se deben a que la subversión que plantea Genet es mucho más efectiva - aunque imperceptible - que cualquier revolución en lo social.
A sus figuras, Giacometti les asegura sólo una cosa: la soledad, otra vez. Sólo pueden ampararse en esa familia singular en que no querrían reconocerse. La escultura tradicional , obediente a un dictado histórico y mítico, tiene como función perpetuar la imagen de los hombres para una posteridad que las corrobora como su reflejo. Las obras de Giacometti obran en sentido contrario: la belleza está habitada de podredumbre y la muerte nunca está en su lugar.
En su prólogo de Las Sirvientas, Genet anota: “ Las actrices no deben mostrarse sobre la escena con su erotismo natural, imitar las damas del cine. El erotismo individual en el teatro, arruina la reprentación. Se le pide a las actrices, como los griegos, no posar su estupidez sobre el tablado”. Comment jouer Les Bonnes, es la introducción de un autor teatral que no es. ajeno al escultor; la suspensión, el movimiento, el gesto de los personajes evocan su lectura de las estatuas; incluso reconocemos a las poules- chicas ligeras - que surgen en los diálogos con el pintor: ellas no tendrán senos ni culos provocativos; “podrían dar lecciones de piedad en una institución cristiana”; una imagen de pureza las gana por las tardes en sus rituales masturbatorios; la misma señora tiene algo de poule: tiene “ un peu de cocotte y un peu bourgeoise”. Esto toca también al resentimiento de sus diálogos: “ Pues las sirvientas no hablan así sino en ciertas tardes: hay que sorprenderlas, sea en su soledad, sea en aquella de cada uno de nosotros”.
Habla de sus enriedos con un rostro japonés, el del profesor Yanaihara, del cual nunca se mostraba satisfecho y recomenzaba cada día. Su problema: cómo retratar un rostro grave pero dulce, sin asperezas. El rostro se defiende, se niega a pasar por la tela. Esto genera un comentario con Sartre, que dice que eso no marcha, que Giacometti está desesperado y Genet piensa que nunca estará contento. Tal vez porque se trate de lo blanco, de otro blanco y escribe: “ Quisiera decir que los blancos dan a la página un valor de Oriente - o de fuego - siendo los trazos utilizados no para que ellos tomen un valor significativo, sino con el fin de dar toda su significación a los blancos”. Genet habla de lo elegante: no es el trazo del dibujo, sino el espacio blanco contenido por él: “ No es el rasgo que es pleno, es el blanco”.
¿ Cómo pensar el pasaje del pleno aire de Maillol a este blanco pleno que Genet reconoce en Giacometti como una diadema invisible ?
Tal vez en cierto eclipse sobre us atrevida celebración por las curvas femeninas : luz de una perpetua primavera. Hay que pensar el cincel sobre la página en blanco. A propósito del poema de Mallarmé acerca de la muerte de su hijo, Silvio Mattoni recuerda que para el poeta el trabajo de toda su vida consistía en esculpir su propia tumba. Ese tema que no es un tema, el blanco, signo de un hijo muerto, es otro nombre del goce entre la vida y la muerte. A diferencia del estilo romano la paternidad y con ella el origen, se ha vuelto incierta : esto mismo es motivo de júbilo en Maillol, para quien la forma humana es anterior a la aparición del hombre, en otros irrumpe como enigma angustiante.
Expósito desde el inicio, para Genet el blanco es alusión al goce entre la vida y la muerte, una ley huérfana que conspira en su línea de separación y encanta a los máximos desheredados, los muertos. Insiste en el escultor que ha querido enterrar sus esculturas. Acaso piensa que el universo puede disolverse sin esa granítica adustez, o en colores nacidos de un charco de diferentes grises.
El blanco existe para Giacometti por la gracia de la hoja, lugar propicio de la herida donde sin reconocerse a veces se enuncia la singularidad.
A excepción de una, apunta Genet, todas las estatuas de Giacometti tienen los pies pesados, como sostenidos en un pedestal. Los pies parecen estar cargados de toda la materia que se ha desembarazado la cabeza: “ Extraños pies o pedestales! Vuelvo a eso. Tanto como ( en todo caso , a primera vista) hay una exigencia de lo estatuario y de sus leyes ( conocimientos y restitución del espacio), parece aquí que Giacometti- y que me perdone!- observa un ritual íntimo según el cual el dará a la estatua una base autoritaria, terrestre, feudal. La acción de esta base es mágica para nosotros...( se me dirá que toda figura es mágica, sí, pero la inquietud, el hechizo que nos viene de este fabuloso pie plano, no es del mismo orden que el resto. Francamente, creo que aquí, hay una ruptura en el oficio de Giacometti: admirable en sus dos maneras, pero contrario. Por la cabeza, las espaldas, los brazos, la pelvis, él nos ilumina. Es por los pies que nos encanta.”
Esos pies pesados de Giacometti pueden ser mucho más etéreos que los pasos de una bailarina y conjurar la oscilación de lo épico y lo parabólico afín al estilo romano. Lo que es inconfundible en esta obra que no responde a ninguna tradición fija y que puede vincularse con otras, es la impronta egipcia que le viene con su trato con los muertos.
Al igual que las estatuas de Rodin o de Maillol, las de Giacometti “ están listas para eructar, después de dormir!”.
Esas formas no evocan ningún pasado. Concebirla, dice Genet, supone un el esfuerzo excepcional de desprenderse de toda historia. No prometen demasiado, salvo esa caridad que a Genet le despiertan los seres más desposeídos, o el enigma sereno de la sonrisa de Giacometti, que es el cuadro de fondo de sus investigaciones. No obstante no ir en su sentido y surgir de lo que se rechaza, nos hablan del encuentro personal con la historia cuando una soledad, precisamente por ser incomunicable, puede reflejarse en otra para que no se confunda con una pesadilla indistinta y sin interrupción.
Las esculturas de Giacometti, irónicas con la tendencia humana de hacer ídolo de la propia imagen, cargadas de fiebre y por eso mismo ostentando una inédita serenidad, vigilan como guijarros que han sido convertidos, por una cocción terrible, en diamantes de resplandor funerario.


Publicado en Tokonoma N 6, Noviembre, 1998.


1 comentario:

Carlos Suchowolski dijo...

Apreciado Luis: me encuentro con una auténtica montaña de textos de agosto (allí frío, aquí... vacaciones) y tendré que ponerme al día con tanto material, cosa que no puedo sino encarar poco a poco dado todo lo que tengo entre manos).

Este es el primer texto pendiente y lo acabo de leer (a vecews saltandome líneas; perdón, ya volveré sobre ellas si acaso...)

En estos días estoy gozando con la lectura de "La presencia del mito" de Kolakowski en donde hay más aproximación que en muchos sitios al "problema" (el de mi centro de atención). Leyendo el post me vino a la mente su pequeña mención al arte (a cuento de "la presencia del mito en el arte") y uniendo esto a mis propias reflexiones me ha salido la idea de que esa relación inmundo/bello e inmundo/mundo bello/arte inmundo/arte que mencionas (con Genet) es una reiteración del "problema" ("mío" -supra-): el arte como intento vano de escapar del cuerpo y de la muerte.

Inevitablemente para los que sabemos más o menos hacerlo y/o podemos intentarlo ("intelectuales"): esa subespecie que desespera y se inventa un mundo interior para evitar ensuciarse hasta con las propias utopías.

Un abrazo.