martes, 31 de agosto de 2010

Luces. Claudia Cúneo

¿La locura, un giro hostil?
el fin, aún antes
nos dice:
la nieve en su asilo, la cima
nadie se arrima a su almohada.
A detener un fluir que no cesa,
La conciencia vacía
Raro
Todo raro
Intimidante
Coincidencias, sobre todo
Trenes, un fantasma, locos

A la salida del cine
decenas de ratas convergen
y se dispesan a lo largo
Angustia.

Escribo en un cuarto de hotel
Apenas puedo dormir
Opiáceos, soledad buscada
Malestar
Tengo una casa lejana
En otro continente, otra ladera
Piedras y pasto en dameros
Rocas
Madre no eres sueño
Pesadilla
Medicamentos
Solo eso

sábado, 28 de agosto de 2010

Estrin: la literatura tiene que ser molesta e insoportable

Laura Estrin parece conocer sólo una fidelidad: la que concierne a lo que aun no ha sido pensado, por ejemplo, la entrada de la literatura rusa en la trama narrativa argentina- hecha de contrastes, inversiones, traducciones- que desde ya, aqui y ahora, es impensable para la sociomanía y la filosofía. Aquí habría que preguntarse acerca de la relación- no filosociológica- entre el lenguaje( y no la lengua) y la política( y no la ideología). Le tomo la palabra, no hay últimas galopas: no es lo mismo llevar mal un traje que una tradición, atacar al burgués del pasado para estratificar al burgués socialista del futuro, hoy ya presente. Prefiero dejar que se escuche su entrevista en la revista Criterio, Luis Thonis.


Laura Estrin: “La literatura tiene que ser molesta e insoportable”

Laura Estrin llegó a la literatura a los once años, cuando devoraba un libro por día y delineaba sus primeras poesías, que es lo único que le importa escribir todavía en forma continua además de su diario (“Ya tiene 2200 páginas y tendrán que morir varias generaciones para poder publicarlo”, advierte). En Concepción del Uruguay, donde creció, “después de Borges y Cortázar se podía pasar directamente a Homero porque ya no quedaba nada para leer en la biblioteca pública”. Sus padres insinuaron la carrera de Derecho en la Universidad de La Plata y no Filosofía y Letras en la de Buenos Aires; eran años difíciles los 80. Sin embargo, enseguida dejó de escribir por un fenómeno que suele afectar a los estudiantes de Letras: “Un día nos levantamos y somos el Gregor Samsa de La Metamorfosis de Kafka: nos sentimos bichos”. En los 90 se sumó a la cátedra de Teoría Literaria de Nicolás Rosa. Unos años después empezó a frecuentar un café de amigos, poetas y escritores (Roberto Raschella, Hugo Savino, Noemí Ulla, Graciela Schvartz, entre otros). Cercanías que Estrin explica a partir de la advertencia de Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso: “La bibliografía de este libro es la conversación con mis amigos”. “No me interesan las categorías generacionales o de época –explica–: la literatura es buena o mala. Me gustan los géneros informes o híbridos, que entran y salen del canon de acuerdo a la moda crítica pero que son fundacionales de toda la literatura y de todos los autores. Me refiero a biografías y crónicas, donde lo real está siempre”. Polémica, aprendió que “hablar de literatura es tan difícil que para decir algo muy chiquito hay que decirlo en voz alta”.

–¿Por qué te interesaron especialmente los escritores rusos?

–Un día, caminando con la escritora Milita Molina por la avenida Corrientes, llegamos hasta la librería Gandhi y ella me dio un librito muy lindo, Indicios terrestres, de Marina Tsvietáieva, y me dijo “Es para vos”. Al leerlo, descubrí que había mucho de mí ahí, en el sentido de que uno tiene que verse en lo que lee desde lugares íntimos, sociales y literarios (mis cuatro abuelos eran rusos, y me reencontré con comidas y olores de la infancia con ritos viejos, con modos olvidados). Hacia el año 2000 armé una propuesta para la editorial Santiago Arcos y empecé a trabajar con la traductora Irina Bogdachevski y la obra de Tsvietáieva, que luego me llevó a otros rusos: Turgueniev, Tolstoi, Dostoievski (sobre todo Diario de un escritor), Ajmátova, Jodasevich, Mandelstam. Y en 2003, junto a Susana Cella y Américo Cristófalo, armamos la cátedra de Literaturas eslavas.

–¿Qué relación guardan los autores rusos del siglo XX con los del siglo XIX?

–Una relación enorme, porque no se puede pensar una literatura sin un recorrido territorial y un tiempo. La gran literatura es literatura nacional, por revisión, espiral, reconversión, olvido o inversión. En la Argentina podría graficarse con el pasaje de Sarmiento (Recuerdos de provincia o Mi defensa) a Mansilla (En sus Entre nos) y luego un salto mortal hasta las Aguafuertes de Roberto Arlt.

–¿Autores como Tolstoi o Dostoievski siguen vigentes o sólo forman parte de un rico pasado?

–La gran literatura es siempre actual. Tsvietáieva dice algo mucho más lindo, porque es más arriesgado: “Hölderlin y Goethe vienen del futuro”. A veces me pregunto cómo el mundo puede seguir igual después de que se hayan escrito Doctor Zhivago o Anna Karenina.

–¿Hay denominadores comunes en los autores rusos modernos?

–Hay recurrencias, insistencias que a veces también aparecen en otras literaturas, como la alemana o la argentina, lo cual permite pequeñas tentativas de cruces comparativos. Andréi Platónov escribe en 1920 un texto sobre el pueblo más cercano, y cómo no recordar El pueblo más cercano de Kakfa. Hay cosas que parecieran estar en varios lugares al mismo tiempo, son aires de familia, cosas que quedan. Otro ejemplo: la frase de Gogol “el mal es la extensión”, que es el problema de Almas muertas, también aparece en Relatos de un cazador de Turgueniev y en todos los novelones rusos. Frase que caracteriza también a Sarmiento y que funda la literatura argentina. También me interesan los simbolistas que en 1900 parecían ser el cambio, pero que llevaron el realismo del siglo XIX al extremo (Bieli, Blok, Babel, Pilniak, Zamiatin) .

–¿El socialismo soviético trastocó el trasfondo religioso de la literatura rusa del siglo XIX?

–No en la gran literatura. Se dice que Anna Ajmátova fue la bisagra que permitió el pasaje del realismo del siglo XIX, a través de la poesía, a la literatura del siglo XX, junto a Mandelstam, Bulgakov y Platónov, entre otros grandes autores de los años 40 y 50. En ese sentido soy partidaria de la continuidad porque permite ver grandes cosas que, por naturalizadas, están disminuidas en su importancia. En Archipiélago gulag, de Alexander Solzhenitsyn, el sistema de riadas pensado para las deportaciones que narra me atrevería a decir que es lírico por su repetición.

–¿Qué experimentaste al conocer Rusia?

–En 1992 Moscú seguía siendo la ciudad de las cuatrocientas iglesias. En la línea roja del subte de Moscú sentí que estaba junto a mis abuelos rusos que ya habían muerto porque la gente se vestía como ellos, con grises y marrones. Tenían las mismas facciones tristes y agrietadas y hablaban con el mismo acento de mis abuelos, que tenían incrustado el ruso en el idish. Ellos escaparon de la leva de los zares en 1905, durante la guerra con Japón, y del hambre. En Rusia me reencontré con el siglo
XIX que ellos trajeron luego a Entre Ríos.

–Sabato decía que el escritor ruso y el hombre de las pampas argentinas tienen mucho en común, por ejemplo, la extensión y el agobio frente a la gran llanura.

–Es cierto. En ese sentido, Una nación para el desierto argentino, de Tulio Halperín Donghi, es una de las frases más lindas de nuestra literatura. Otro punto en común son los momentos fundacionales, muy cercanos entre sí entre el siglo XVIII y el XIX. Mal que nos pese la denominación, ambas son literaturas jóvenes. A diferencia de Goethe en Alemania, Pushkin no tenía una biblioteca rusa atrás, sólo contaba con su voluntad de construcción de la novela, el ensayo, la poesía, la crónica de aventuras, la novela histórica. Y funda todos los géneros, más o menos como Sarmiento. Por otro lado, y desde otro perfil, en la identidad aluvional que conforma la Argentina se fueron fusionando los gauchos judíos con los alemanes del Volga y contribuyeron a constituir lo argentino: el quejoso, el rápidamente mafioso… Tengo amigos escritores serbios radicados en la Argentina y me dicen que Buenos Aires es igual a Belgrado porque la gente va al café, donde en la pérdida del tiempo está la gran ganancia literaria.

–¿A través de que nombres hilvanarías la columna vertebral de la literatura argentina que te interesa?

–Soy muy desordenada y anticanónica porque el canon se traza por comodidad, los que no leen arman canones por políticas de la crítica o estrategias de venta, y para mí la literatura tiene que ser molesta e insoportable; tiene que aparecer intempestivamente, al decir de Kierkegaard. Me interesan Sarmiento, Mansilla, Cambaceres, Wilde, Puig, y ya en la contemporaneidad, Ricardo Zelarayán, Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, Néstor Sánchez, Liliana Guaragno, Luis Thonis…

–¿Cómo elegís en cuanto editora de Letranómada?

– Por suerte todos mis amigos escriben muy bien y estoy cerca de excelentes textos inéditos; no necesito buscar qué publicar. Tengo originales de Raschella, quince libros inéditos de Libertella, las conversaciones de Néstor Sánchez… Lo más difícil del mundo literario hoy es que son pocas las editoriales que quieren arriesgar en este sentido. Los libros no se venden, no se leen; y una vez que un catálogo se construye se vuelve canon. Sin embargo, creo que la literatura argentina está pasando por uno de sus mejores momentos; lo demás es pelea del periodismo, la universidad o las editoriales. Damián Ríos es uno de los mejores poetas argentinos y escapa al canon en el que lo incrustaron; Alejandro Sosa Díaz es un gran ensayista y poeta con muchos libros publicados, Sofía González Bonorino es una novelista genial…aunque a veces no estén en los circuitos visibles del mercado económico o del intelectual-literario.

– ¿Hay una mirada literaria particular desde el interior del país?

–Nicolás Rosa decía que la literatura rioplatense es la que se suele considerar argentina y el resto es del Alto Perú, como Néstor Groppa, Carlos Aparicio, Héctor Tizón, Manuel Castilla, Francisco Madariaga, Antonio Di Benedetto… De algún modo también pasó con el poeta Juan L. Ortiz, que ahora ya forma parte del canon, cuya poesía me gusta mucho… aunque le quitaría algún sauce. No me interesa la literatura previsible, los autores que consiguen una máquina de hacer literatura o los que tienen proyectos.

–¿Cómo ubicarías entonces tu interés por el prolífico César Aira?

– En un momento me capturó la desesperación de la inteligencia, me conmovió su capacidad de manejar los hilos de las cosas hasta que estallan y una tormenta arrasa con todo. Y en Lata peinada o en La piel de caballo de Zelarayán, se asiste a la desesperación sin consuelo de tener una obra permanentemente abierta. Me interesan los autores que viven en la catástrofe, la grieta. Mi genealogía incluye El crack up de Scott Fitzgerald y a los autores que me acompañan a Ningún lugar a donde ir, como titula Jonas Mekas, su Autobiografía. Una frase o un signo en un ejemplar que hojeo en una librería ya me indica si el libro va o no hacia algún lado. El título Cuándo, después de Juan Carlos Onetti es el abismo más querido. El diario de París de Horacio Quiroga es comparable a Pobre Bélgica de Baudelaire, más allá de que se publicaron en la misma colección de Losada. De los autores considerados más nacionales, me interesa toda la generación del 80, fundamentalmente porque escribían bien, a diferencia del culto actual al “espontaneismo”, término de Ricardo Straface. Por eso divido a la literatura en buena y mala. En una entrevista, Perlongher decía: “Basta de escribir sobre un mantel de hule y un sifón sobre una mesa fea. La literatura tiene que ser bella”. Reivindico que la belleza es lo lírico y que la literatura tiene que ver con la oreja. Ahora hay muchas obras que no se escuchan, que no resisten ser dichas en voz alta.


C.V.
Laura Estrin es profesora de Teoría Literaria y Literaturas Eslavas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, es también editora de Letranómada. Ha publicado el ensayo César Aira. El realismo y sus extremos, Álbum, Parque Chacabuco y Alles Ding. Compiló y prologó el libro Tres poemas sobre Marina Tsvietáieva. En volúmenes colectivos trabajó sobre la obra de Ricardo Rojas, Enrique Pezzoni, Eduardo Wilde, Héctor Murena, Oscar Steimberg, Ricardo Zelarayán y Hebe Uhart. Este año se editará su diario de poesías A Maroma.

jueves, 26 de agosto de 2010

El error de escribir

Luis Thonis
El error de escribir

(Acerca de la poesía de Héctor A. Murena)

Hay dos motivos ostensibles por los cuales Murena no suele ser considerado como poeta. El primero responde a una dependencia "filosófica" a través de la cual se lee la poesía argentina y cuyos ejemplos pueden hallarse en las obras de Alberto Girri y Juan L. Ortiz. En un caso se trata de una metafísica intelectual; en otro de un orientalismo con aspiraciones cósmicas. En Murena la crisis del sujeto alcanza al mismo ritmo, está intrincada con él y esto lo diferencia de una línea que parte del modernismo y Lugones y se desliza entre contrastes en Mastronardi o Borges.
En Oliverio Girondo esta crisis del sujeto se vuelve dominante en el ritmo, que va desde la métrica tradicional hasta la exploración vanguardista.
En este aspecto, es difícil de situar genéricamente: supone un rasgo decisivo que está dado en escribir para un lector ausente –que no es siquiera un “adelantado” de vanguardia-, y situarse ante otro tipo de comunidad para hablar del crimen que la constituye y donde esta se reproduce en la búsqueda de una lengua común. Aquí es donde la poesía de ecos metafísicos se muestra impotente en su creencia en el Ser –que puede ser metafísico, gnóstico o esotérico-, y que desde Platón hasta Heidegger hace en una cultura la condición de la palabra poética. Es necesario para entrar en tema diferenciar a la sociedad como juego de normas –instituciones y régimen jurídico- de la comunidad como relación entre pares que funda una lengua a partir de un crimen común del cual se reniega.
Suponen dos clases de violencia distinta: la de la sociedad se asienta en la concentración de la fuerza, el derecho y sus normas pertinentes, objeto de polémica y de transformación. La comunidad, en cambio, a través de la igualdad de los pares, cuando no funda su lenguaje en el verbo, es esa tendencia al linchamiento que señaló un Pier Paolo Pasolini: por eso muchos sueños colectivos han mostrado la coexistencia de ideologías divergentes.
Ahí donde la sociedad se sustenta mediante un sistema de normas, la comunidad, cuando pierde esa relación con el hombre de la que habla Benjamin, tiende al linchamiento, contaminando a veces la misma sociedad, apostando a que se confunda lo que pertenece al orden normativo con la Ley misma que se enunciaría en persona: la cara corporativa del terror no habla sino de eso.
La reflexión de un Heidegger para la poesía se basa en la comunidad y en una versión del Ser presentada como la única posible desde su misma ausencia. Para Heidegger todo ha sido dicho antes por los filósofos presocráticos a los cuales deshistoriza y transforma en sacerdotes de la misma palabra del Ser. Los modernos, como Holderlin, son la repetición en eco de un dictado arcaico entre hombres y dioses. La verdad o aletheia sólo se dice en griego y los poetas modernos hablan sólo a condición de ser traducidos al logos griego al cual continúan sin ruptura. Para Heidegger y sus discípulos, el origen es simple, está antes, envuelto en una lengua única, la de una comunidad de hermanos donde el poeta media entre hombres y dioses, sin los equívocos del verbo.
Lo que fascina en Heidegger es esa comunidad de hermanos que Hitler enuncia como ideal del nacional-socialismo, pero también que el origen, el fundamento de la palabra sea anterior, simple, y a diferencia de un Benjamin no haya otra frontera entre hombres y dioses.
Los poetas son transformados en sacerdotes y en guardianes de la pureza del Ser que sustituye al Dios bíblico. Les atribuye una misión: la de dar voz al país natal de una lengua originaria, pura, única, que su filosofía se propone instaurar.
Las consecuencias políticas son evidentes. El lugar que tiene la traducción es decisivo: con versiones pretendidamente originarias, literales, y audacia filológica, trata de sortear más de mil años de reflexión, que han producido el olvido del Ser –confundiendo a éste con el ente-, por el cual se produce la misma historia. A través de la filología y los juegos etimológicos se trata de restaurar el Ser en su virginal pureza. Acude a los filósofos que no sabían que eran filósofos como los presocráticos, para buscar la base de una ontología correcta. Posteriormente a Platón que excluía a Esquilo de su República por el matricidio de Orestes, la comunidad en Heidegger se sostiene en el diálogo de los poetas y los dioses y en la creencia en los héroes ante la presencia de un ser restaurado en el país natal, que habla una lengua fundamental –como la psicosis- y respecto de la cual toda otra lengua es herejía. También otros géneros: para Heidegger que excluye el Antiguo Testamento y el Corán, en fin, el monoteísmo de sus reflexiones, tampoco cuenta la novela, acaso porque su mundanidad o libertinaje no encajan en la historia verdadera del Ser.
Éste se dice sólo en la lengua griega, que, como apunta en sus Cuestiones, no es una lengua entre otras sino el mismo logos, el que posibilita una unidad sagrada con el país natal.
Por eso escribe: "¿Irá la tierra del crepúsculo más allá de Occidente y Oriente y sólo a través de lo europeo llegará el lugar en que comience la historia acertada?"
Esta concepción de lo sagrado no tiene mucho que ver con lo que Murena plantea en La Metáfora y lo Sagrado, acentuando el significado de impureza que conlleva la palabra. No hay como en Heidegger una etimología asociativa sino que desplaza lo sagrado mismo en el orden de la metáfora y en vez de proponer una vuelta al origen puro –el de una lengua fundamental- plantea como ineludible el malentendido y el error de escribir que alcanza su punto más extremo en la translengua de Folisofía, su última novela, arqueología de la risa que no es ajena a la poesía: si Dios no es justo, ¿cómo podría serlo el lenguaje de los hombres, con ese no dicho llamado mujer entre sus sílabas? No rechaza la historia, sino a ésta como "iglesia", en tanto se suele atribuir a la historia algo perdido en la religión.
Heidegger, pastor filosófico, sólo puede pensar desde la contraiglesia del Ser, preservada como única historia en esa primera sentencia de Anaximandro sobre el castigo y la expiación que contienen la historia futura. Heidegger, que suprime al sujeto de enunciación y al chiste, responde a un modelo mítico de una comunidad sin fallas, donde lo sagrado borra la diferencia de los sexos, su malestar. Murena es ilegible como todo lo que suponga la instancia del verbo que no cede a la reproducción del crimen. Piensa, al igual que Benjamin, en su trabajo El lenguaje en general, en una comunidad sostenida por el verbo que interrumpe el pacto de los hermanos.

Benjamin se opone a lo que llama el enfoque burgués del lenguaje, para el cual "la palabra está sólo coincidentemente relacionada con la cosa", pero también a la concepción mística donde la palabra es la entidad misma de la cosa. Aclara que no toma a la Biblia como la revelación de un fundamento objetivo de la verdad sino lo que ella misma revela acerca de la naturaleza del lenguaje, otorgado por Dios como un don. El nombre propio –escribe Benjamin-, es la comunidad del hombre con la palabra creadora de Dios. Esto significa un desplazamiento de un siemple origen. Y Murena sitúa el origen no en el pasado arcaico- que históricamente llama el campamento – sino en un después: la posibilidad de un nuevo nombre de Dios para el cual todavía estamos sordos.
Ni Benjamin ni Murena plantearán volver a esa instancia paradisíaca y muda, anterior a la expulsión. Benjamin lee en el pecado original una ironía colosal sobre el origen mítico del derecho, y Murena establece a Babel y a Pentecostés como dos destinos inmemoriales de los hablantes que hacen pensar la diversidad de lenguas: lo babélico, hablar lenguas distintas es la única posibilidad de entenderse un poco. Pero no mediante la soberbia – alcanzar a Dios – ni el autoengaño – serlo – porque ante eso la fortaleza más poderosa se desmorona.
Y la poesía está ahí para mostrar que lo que no puede escucharse en la propia lengua se torna audible en otra. Nunca se termina de aprenderla o explorarla.
Por el lugar que el verbo ocupa en sus concepciones, ni Benjamin ni Murena pueden reducirse al utopismo – sueño de pocos, pesadilla de muchos - que sueña una comunidad sin esa maldición del lenguaje, que es también su don. En la cultura esa bendición o maldición aparece como malestar y su solución es un proyecto totalitario de una comunidad que podría enunciarse de una vez y para siempre en una lengua única, purificada de todo velo y sombra de escritura.
La imagen de una comunidad perfecta no sólo está dada en la expulsión de los poetas del Platón de La República sino en el de Las Leyes: ahí la comunidad perfecta se funda sobre la neutralización de lo femenino –confinado a lo irracional-, y todo lo que no sea servicio a la ciudad y hace eco en una condena para el teatro sobre las imágenes de la mujer que va a parir a un templo o acentúa el rasgo, enunciado por Sófocles, entre una virginidad guardada y una entreabierta.
Los poemas de Murena desgarran la ilusión de ese himen no para apropiarse de algo que protege sino para configurar otro velo.
Haremos ahora un breve y puntuado recorrido por dos libros de poemas de Murena.
El escándalo y el fuego (1959) comienza con un golpe: "Una noche mordí / aquella pepita, / el inconfundible / gusto de mí mismo / Desde entonces huyo. / ¿Qué es ese temblor hacia el que corro, / ese viento del que no sé, si es el ser o el no ser? / ¿Cuándo me vuelvo? / Lamen mi cara las llamas / De la ciudad incendiada."
Hay una primera y desconocida falta, tan mínima que se vuelve casi inexpiable –comer una pepita, eco de la manzana del Paraíso-, y el golpe, escandaloso por desproporcionado, que el que habla recibe por parte de la ciudad incendiada.
Uno puede evocar en la lectura que Maldestam hizo de Dante, el canto XVI del Infierno, que el poeta ruso comenta con estas palabras: "¿De qué se trata? De Florencia, por supuesto. Las rodillas les tiemblan de impaciencia y tienen miedo de oír su verdad. La respuesta llega, breve y cruel: es un grito".
Es el grito que produce silencio y un dolor sin nombre. El poeta no puede aquí, como Dante, gritar con la esperanza de ser escuchado.
Tampoco pude recurrir a la astucia porque carece de ella o, de tenerla, lo descubrirían: "Oh, hermanos, ¿dónde está el Ulises, el astuto, el intrépido / que alce el madero encendido y avance?
La austucia de Ulises, o la de la historia, se revelan impotentes ante la irrupción del futuro, que es el presente de la ciudad incendiada.
Su único recurso será, con un eco en Rimbaud, la blasfema plegaria que exalte la belleza vulnerándola desde una terca claridad: "Lo más claro / expresando / lo más oscuro / A la belleza / que eternamente será honrada, / abofeteémosla / hoy. / Poesía / del naufragio / en que late / un vertiginoso futuro."

Wittgenstein observó: "En el arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada".
Expresar lo más oscuro en lo más claro, decir algo que sea tan bueno como decir nada, pueden ser una vía que sustraiga a la palabra de la necedad: "A la cabeza / de la humanidad / un ciego y un cojo / cual guías / marchan / en caravana / tú sigues / el lento ritmo / te / duermes a veces / con la cabeza colgando / al borde del abismo / Considera sin embargo / que es en este instante / cuando tu puerta / se está cerrando."

El poeta no puede ser profeta como Salomón que se colocó por encima de la ley de Dios, entregándose a todos los placeres, para luego decretar la vanidad de las cosas mundanas.
Será a lo sumo un histrión a la espera de una revelación que no le será dada sobre su ser, o que de acontecer no habrá de descifrarla por la distracción que lo constituye.
Los notables trabajos de Oscar del Barco indagan las sucesivas tachaduras que la poesía impone a la noción del ser y examinan la distancia entre un Dios que enceguece por su presencia y lo angélico que lo torna comunicable. Dios, se dirá, ha muerto, pero la idolatría continúa en nosotros, sus impunes y penitentes asesinos. Y esa misma muerte llama a nuevos nombres.
En la poética de Murena no puede decirse que el ser se constituya en el habla –como en la filosofía-, sino por la palabra poética se abre a una dimensión transferencial donde no siempre acude lo que se llama. La poesía “vive” en torno a una referencia inexistente, tarea en apariencia absurda que invoca un nuevo nombre de Dios caminando en la cuerda floja. Sólo se posee en ella lo que no se tiene.
No hay en él una creencia en una idealizada coexistencia de los hombres y las criaturas. Los hombres no tienen miedo de las flores, que por otra parte, no son símbolos de inocencia; esas formas seductoras, algo que no ignoran los insectos en los procesos de polinización. La seducción no es otra cosa que la inocencia jugando consigo mismo como apariencia. No hay una “comunidad de poetas”, que obvian el crimen que constituye el lenguaje sino lectores singulares en torno a una escucha irreductible que hace a una máscara que se señala con el dedo.
Lo sagrado en Murena no es ajeno a reconocer la violencia que supone y poco tiene que ver con la credulidad donde todo es religioso en la cultura del espectáculo y que bajo la prédica de la buena conciencia insufla una violencia abstracta que estupidiza a los sujetos. Lo sagrado está vinculado a un orden impersonal, como lo formuló Simone Weil, o es asumido como alguien que habla en el lugar de un homo sacer, criatura fronteriza que vive en un estado de prescripción religiosa y civil, expuesto a la venganza de las divinidades ultrajadas, despojado de todos sus bienes y posesiones, a excepción de esa falta que, sin importarle el ser o el no ser, hace resonar el escándalo del verbo en el lenguaje.
Las inversiones del ser y del tener son constantes: "Todo aquello / que no tengo / es lo que poseo: el mar..." El que escribe reconoce ciertos amores literarios: "Otrora yo inventé mitos / y canté a la noche / a José Hernández / y a Edgar Poe..."
Habla un histrión que ha jugado todos los papeles, pero le falta uno, acaso no el que permita entender una verdad a través del juego de las dobles mentiras sino una consumación por una identificación con Cristo: "Histrión de mí mismo / ejecuto con toda aplicación / los papeles ordenados. / El tenebroso y dulce, el amigo, el desesperado / Hamlet que duda / y al fin asesta / una estocada / Así asesiné a mis padres / amé a quienes no amaba, / padecí por el que me causaba / tedio / y gocé de dichas / que sin duda eran para otro / Fuera de todos los escenarios / de la vida / ¿cuándo encontrará mi alma / su monte Calvario, / su cruz destinada / en la que por los clavos / por la befa / por el lanzazo / su verdadero papel / quede consumado?"
Pero ese Cristo puede ser quien mendiga en una oscura calleja: "Aquel hombre / en la calleja / oscuro, / sucio / y cansado/ aquel hombre / en la calleja / que me empujó / y a quien miré / con odio / era Cristo / aquel hombre / que se perdió / rápido / en el confín / de la calleja / Cristo, / desde el principio / hasta el fin de los tiempos, / eternamente / y nunca, / encarnado."
Acaso sea el mismo, exhausto y reflejándose en una figura que puede ser cualquier criatura penitente porque la encarnación de Cristo no tiene como objeto este mundo. El que escribe no por eso deja de ser un histrión, en tanto encarna no personas sino voces, como la de San Pablo: "Día / tras / día / afilo / mi arma / mientras / siento / crecer / en mi alma / las ansias / del crimen. / La ciudad / a la que debo / ir a buscar / a mi víctima / se llama / Damasco".
O la que no ignora que Dios es impensable desde una idea humana de justicia: "Busca el mediodía / para que en él / pueda serte dada / la noche sin piedad / en la que serás tú mismo / Dios no es justo".
La paradoja de la criatura está significada por su versión de Lázaro: "Ahora conozco / el secreto / del silencio / de Lázaro / después de volver / de la tumba / Le había sido dada la prueba / de la existencia de Dios / que ningún viviente tuvo / y había dejado de creer / en Dios".
Un Lázaro que cree cuando no tiene la prueba y cuando tiene la prueba ya no cree. Lo único que sabe el que escribe es que habrá de preñar el mundo con una vibración singular, que no será dócilmente tolerada: "Tiembla / cuando no te odien / cuando la puerta de salón / se abra para ti / demasiado pronto. / Esa mano / que te acaricia / es la de tu enemigo / y la enorme / boca del mundo / que se besa / ya te ha devorado. ¿Acaso no has venido / tú también a traer / el escándalo y el fuego?"
Traer el escándalo y el fuego: una tarea. Que no sean pura aniquilación indiferenciada: otra. Vía difícil, la eludida por casi todos. Por esa vía el que escribe se confunde en algunos instantes con la creación, participando en su gratuidad con gratitud: "Flecha / entre los aires / el pájaro negro / del futuro / hacia mí / se precipita, / avispa astuta, / hundirá su dardo / en el costado / de mi pecho / para dejar allí / las larvas del amor / que en primavera / nacerán, / con la carne trémula / de mi ser /serán alimentadas".
El futuro que se anuncia no es ilusorio, mejor dicho, construido a medida de la ilusión propia. Es un pájaro negro. O un pájaro ciego: "El pájaro sólo canta bien / cuando / le han pinchado / los ojos / ¿No soy por cierto un hombre?" El que escribe no se considera inocente. No busca como Caín un pacto perverso con Dios, tras sospecharse de asesino: "Quien ama de verdad / debe llevar el rostro / eternamente cubierto / por un negro velo. / Pero ¿acaso soy yo / el guardián de mi hermano?". Ese luto que recuerda que la muerte misma está muriendo habla de una larga jornada, donde el don de ese Dios que escapa a las definiciones se vislumbra por sus posibles negaciones: "¿No escogió Dios / lo necio, lo débil / lo vil y lo que no es / para anular lo que es?".
Para un Gregorio de Nissa todo concepto que pretendía alcanzar la naturaleza divina sólo modelaba un ídolo de Dios. La poesía en su fuego es un escándalo para la sucesión de ídolos de una época. Por eso debe llevar su rostro bajo un velo negro, ya que el mundo es irreal para la oración de su sed, que susurra: "Bebe, no te detengas. / Bebe / hasta que tu mismo silencio / sea un grito / de júbilo...".
El silencio fue inventado para preservar el grito, algo distinto de contenerlo hasta el momento en que éste se convierte en júbilo.
Publicado en 1975, El Águila que desaparece es el último libro de poemas de Murena. Las constantes de su poesía sufren en este último libro, adánico y testamentario, la prueba de un despojamiento extremo donde resuenan los tópicos de su primer libro –que remite a Dante-, a través de una "corteza de paraíso".
La contradicción con el barroco de sus últimas novelas es sólo aparente: esa corteza aflora en infiernos múltiples. Los poemas interrogan una desaparición no para hallar una respuesta sino para abrir otra escucha, concentrada y expansiva, en el punto errático donde la luz del día se transforma en un sonido que coincide con una afirmación.
Murena no ignora que es imposible nombrar a las cosas por primera vez. Tanto más si no hay, en sentido estricto, "cosas", sino una trama de ritmos y figuras por las cuales el lenguaje da a ver un mundo que no está con él en relación de conjunción y homología. Nunca tendremos a las cosas mismas porque la realidad es cuántica.
En el poema inicial convoca algo extraviado en la lejanía. No hay una demanda de objeto, como ocurre con el voluntarismo objetivista, porque no es el caso de recuperarlo o restituirlo sino de constatarlo como perdido: "una playa / mediodía / los llamados / de las gaviotas / recordé la infinita / flor de nadie / hacia mí/en su lejanía / Entonces lloré". (Flor de todos).
Ese recuerdo no es el sinónimo de una nostalgia; y una inflexión exclamativa, inesperada, en un aquí y ahora, celebra en su enunciación cuando el poema culmina: "Ahora es ya! / decía mi corazón / Y me sentí dichoso".
El presente del tiempo habitual, sucesivo, difiere del que engendra la poesía, que es a la vez más puntual y errático. Está expuesto al error de escribir.
Esa flor de nadie no deja de evocar a Die Niemandsrose de Paul celan: esa rosa de nadie que era de todos cuando "todavía había potencias", un Arriba en palabras de Celan.
En el poema de Murena, Flor de todos, el único modo para que la flor vuelva a florecer es darla como desaparecida en un presente metafórico al que sucede una dicha sin justificación. Tal vez la única que cuenta porque coincide con el hacer de la poesía misma.
Ya no se trata de interrogar depresivamente lo no revelado de su ser o intentar de modo compulsivo de remedar los objetos por descripciones o designaciones, según un objetivismo que confunde la palabra y el referente y es impotente para leer sus propias metáforas y en especial la de algo que escapa a toda figura: que ha habido una catástrofe que no tiene representación pero de la que hay memoria en la necesidad de olvido.
A través de ella, Murena ha descubierto un rostro sin cara ni imagen de la muerte: desaparición que habla de un cuerpo sin cadáver, porque sólo por su presencia la muerte puede comprobarse. El cadáver como prueba de la muerte no es algo del mismo orden que el del himen respecto de la virginidad, aunque en esos pasajes resuena un mismo rasgo que hace, más que a las identidades, al nombre que resiste lo indistinto que cabalga hacia lo indiscernible. Si no hay la prueba del cadáver, la muerte está en todas partes y en ninguna: de ahí su “irrealidad” pese a que el crimen espera a la vuelta de la esquina. Se tratará para el autor de hacer un aprendizaje de ella: "En la noche / aprende: / muerte / tu muerte / seré yo" (Único Libro).
El pasaje del yo al tú no evita la metamorfosis: "Ser un pez! / una trucha azul", se vuelve la condición para ser un hombre (Ser un pez).
Los pasajes de un pronombre a otro, de la primera persona a la segunda, derivan en una impersonalidad excentrada, que lleva la oposición subjetivo-objetivo a un límite indeterminado: "Yo / tengo / un río / que conozco / y desconozco / como el que uno / es / Por fortuna / yo soy / ¿quién sabe? / Yo / no soy / yo."

Lo que cuenta o es quién sea sino que su identidad no es lo que importa en el error de escribir, donde se lleva a cabo un combate singular contra el tiempo para que el instante no se reduzca a una duración fugaz que presentifique el abismo: "Luchando contra el relámpago / contra el abismo".
Es un combate sin antagonista porque no es el caso de una lucha por el poder –aunque a veces se lo enfrente- sino de un deseo que atraviesa la misma ausencia de objeto: "Celeste / avidez / del tubérculo / que penetra / la tierra / hacia la nada."
La nada no es aquí ausencia de algo, una simple nulidad, sombra brumosa de una presencia. Está próxima a esa sobrenada, la Ubernichts de un Angelus Silesius, que reencuentra una dicha ulterior en su vía negativa.
La nulidad del objeto –la rosa, en este caso- no coincide con la negatividad, ni excluye la osadía. La propicia: "Sin sombra / debería / marchar / como la rosa / que vuela. Querida / osadía / nula / del ser!" (Lamento de la alegría).
Aquí es ostensible que nos e trata de trascender el ser ni –si se toma a éste en tanto entre- retornar a una lengua primordial que coincidiría con la mudez. La ironía del remate final lo corrobora. No hay un intento de retorno a un origen perdido y único sino que ese origen es una muerte más que vuelve. Volver de la muerte –aprendida después de una desaparición- trae preguntas y paradojas, que renuevan una llama audaz sobre un mundo ya no pleno: "Ladrón del sol! / ironía / del mundo / que tanto es / no siendo." (Ladrón del sol).
La ironía de un sujeto que escribe sustraído al orden del ser se vuelca aquí sobre las visiones antropomórficas del mundo, contra las cuales, a falta de otro recurso, el poeta comete un flagrante, irrisorio delito, nunca definido por un concepto ni calculado por un valor.
Las interrogaciones del ladrón del sol son visitadas por lo que se podría llamar una inocencia ulterior que sortea las proyecciones ensordecedoras, el ruido informe que da a escuchar siempre lo mismo. “Aire del fuego: no supiste jugar”, escribió Michaux. Es una gracia que tiene que ver con la música. Murena carece de la vocación ortodoxa de un Claudel o un Lezama Lima que le permiten entrar directamente en conexión con la gratia gratis data, que en palabras de San Pablo muestra que el pecado original es ínfimo respecto de la gracia recibida. Sin embargo, no exacerba hasta volver fatídico el pecado original como el protestantismo, ni lo reniega en una gran Madre como ciertos esoterismos. Es como si su relación despojada con el verbo se fundara en su respiración, que ha encontrado la métrica, el acento, la escansión del mismo silentium loquens. Así se lee en Vibración del nombre: "En el lecho / de las aguas / ¿hallan los cocodrilos a su dios? / Al mediodía / dormidos / bajo el sol / ¿rezan / los gatos / los álamos / su credo? / Nuestros / cuerpos / cuando despiertan / se yerguen / son oración / Aprieta / los pulgares / contra / los oídos / oirás / tu arroyo / que es de todos".
Ese "todos" reaparece marcado por la vibración del nombre, apertura de una trama inédita.
Estamos ante esa voz lenta, escalonada, sincopada, que en este libro encadena efectos de silepsis y tensión metafórica: "Diálogo somos entre una corza oscura y el secreto claro".
Corza oscura y secreto claro responden a unidades de significado diferentes: la comparación surge por ausencia y coordinación; enlaza dos antónimos que vibran en tensión de oxímoron.
Hay una leve vuelta de tuerca respecto del Escándalo y el Fuego en la relación de lo oscuro y lo claro. La corza oscura y el secreto claro han sido nombrados en una misma escena de sintaxis para que luego de sucesivas negaciones, en ese mismo poema, resuene la afirmación: "Así / el fin / nunca en el fin / fenece."
Por ese uso de las negaciones, luego de la muerte-desaparición-catástrofe, significada en la partida del águila, algo del verbo retorna por la vía de la poesía. Habitamos un espacio de lengua donde no es posible hacer ninguna profecía sin volverse falso profeta. El templo de la Pitia está vacío y la tribu no desea ir a las fronteras para escuchar a un Isaías.
En la comunidad que surge en la modernidad, que se sueña sin falta y se quiere dueña y señora de todos los placeres, se puede prescindir del verdugo y de la víctima: en el medio de los modernos relatos de fines surge el ideal de un genocidio hecho por ninguno y convalidado por todos. El verdugo o el criminal se presentan como “simpaticos” familiares. Nadie asume ninguna falta: la muerte de Dios volvió irrisoria la idea del pecado, pero no se explica por qué el señor todo el mundo está acusando siempre a otro. Las negaciones son necesarias para que vibre una afirmación en un universo abrumado por un relato de los fines más que por el mero fin de los relatos, y que se hace ostensible en las versiones lineales de lo apocalíptico: los fanatismos que nada quieren saber de la relación de la lengua y el interdicto, la vaga escatomanía del fin del mundo que este siglo continúa en clave grotesca, las erosiones de los postnihilismos, su negación positiva que nace y es correlativa a la palabra sin verbo de los fines.
La utopía no es otra que la de una comunidad de hermanos que pudieran obrar sin lenguaje, en una lengua única, imperativa, que se asienta en los renovados ídolos de la raza y la tierra, que reniegan de la separación de la palabra bíblica.
En la retirada del águila, el ladrón del sol no ignora que a los hombres se les ha robado su propia muerte. Murena ante eso se sitúa como el "extranihilista", que no niega las necesarias destrucciones –las estéticas vanguardistas-, respecto de esa negatividad simple y burda que respira el aire complaciente y letal de una época. No sólo no las niega sino que las apura hacia su fin. El problema no reside en la nivelación de todos los valores que según Heidegger es común al nihilismo sino que éste se enuncie y postule en nombre del Bien, con el lenguaje muerto de las buenas intenciones. Y lo haga apresuradamente, con impaciencia, el pecado capital por excelencia según Kafka.
Murena hace uso de una negación de vía múltiple y en favor de una afirmación que en otra orilla, la de la palabra que por insistir ( escucharse, resonar, modularse) se vuelve poética, resiste a que se identifique el fin con el final. Se diría que esta concepción no es ajena al Murena novelista. La experiencia de la desaparición no es total, responde a eso que desaparece en el presente para que éste se diga como tal, excluyendo la posibilidad de otro tiempo y otros lugares para abrir en la lengua una dimensión transferencial.
La oposición que sitúa a la vida como algo positivo y a la muerte como su sombra nula se desarma en un proceso metafórico que sustrae al sujeto del odio a la creación.
Quien ha inventado personajes sabe que este odio no es gratuito.
Esta vía supone un precio, más sacrificial que el de un pautado intercambio: es el salario de esa desaparición, que surge como un valor intraducible ahí donde un viento de muerte se presenta como una salud que ha extirpado todo principio de evaluación hasta negar la existencia de la misma muerte.
Salario: a los soldados romanos se les pagaba con sal, con el salarium. En Grecia se empleaba la sal para corroborar juramentos y tratos.
La sal remite a la creación de la alianza y a la comida sacrificial. Ha sido un medio de pago y un condimento especial, un elemento picante en la lógica del don que no es ajena –como suele olvidarse- al tiempo del intercambio: dice que todo se devuelve, pero no se estipula cuándo. Como para Murena el tiempo sólo se ocupa del tiempo, hay que inventarlo en la misma trama del poema, no esperar que vuelva el águila para darnos las alas que nunca tuvimos.
En la época de Dante predominaba la sed de volar y los dibujos de Leonardo prefiguraban las máquinas del futuro. El vuelo de Gerión es ciego, pero mucho más su descenso, que es el de un halcón mal lanzado que no ha entendido acaso el mensaje de su halconero. En los poemas de Murena, el águila desaparece sin justificación y eso cambia la relación con el presente que se ha liberado de todas las relaciones con el pasado y la tradición, queriendo eternizarse en su propia imagen.
El sujeto de Murena no se planta ante el presente en términos de ser o no ser sino como una falta donde se tiene algo –el deseo, la relación con la muerte, el río que besa todos los mares, la sal suprema-, ahí donde no se es.
En la comunidad antigua, el uso ritual de la sal tiene que ver con el reencuentro de los hombres después de una catástrofe. El sacrificio tradicional acaece cuando hay un crecimiento exacerbado de la culpabilidad y las identidades han entrado en crisis. Lo “moderno”, al revés, se vislumbra como la doble imposibilidad del sacrificio y del duelo. No es que falten vocaciones mártires o duelos crónicos, se trata de la relación de comunidad y el lenguaje a través del nombre. La memoria de los muertos es más fastidio que homenaje. Rituales y homenajes parecen inútiles. La economía queda reducida a la supervivencia y a los placeres, el resto es arrojado a la inexistencia. Sólo en la sal de la palabra hay una huella de la salvación que no sea mera ilusión. El nacimiento de algo que comienza con la misma desaparición y revela una criatura sin nombre: "En el reino / de / los nombres / en el reino / de / las flores / nace / la salvadora/criatura/sinnombre”Se insistirá en los poemas en construcciones simples, de apariencia convencional, pero organizados en tonos específicos que –en la zona de la criatura- hacen cesar el lenguaje para que pueda volver a desplegarse, a renacer, sin halcón ni halconero, desde las mismas cenizas de la sal: "Allí / caduca / la palabra / allí / el lenguaje / nace / cetro / de fuego / que vuelo / remonta" (Fénix).
Como si en ese aprendizaje de la muerte, donde, a falta de ritos de iniciación, el hombre culto está tan solo como el iletrado, hubiera que pasar del instante donde la muerte es reconocida como un idioma extraño que se aprende a hablar en ese mismo instante, a nombrar un advenimiento primaveral.
En no pocos poemas el sujeto lógicamente contiene al predicado, como en el caso de "un hombre es un hombre" (Colibríes), pero gramaticalmente se trata de dos construcciones coordinadas por un verbo copulativo que en el poema es alterado por el juego de la metáfora que abre paso a isotopías divergentes: "el hombre es un hombre" es un enunciado que se agota en una mención vacía y con él todas y cada una de las metáforas que han dejado de ser tales, que se han dosificado, petrificado, están ahí y aletean impotentes, sin sal, sobre ese "el hombre es un hombre", cuya referencia podría reiterarse sin término.
Esto es lo que, no obstante, hace obrar al poema: el colibrí reaviva el orden de las figuras y los estados de cosas a través de sucesivas negaciones: "Pero el colibrí! / que no vuela / ni brilla / ni canta / es una magnolia / un relámpago / un río!".
Hay comienzos de frases exclamativas, donde no son las construcciones nominales las que preceden, en tanto intentos de definir un empalidecimiento que por un apóstrofe se encamina hacia el sol: "Fuente fría / que llega / hasta el sol!".
Hay algo áspero e esas exclamaciones. Las designaciones que les siguen interrumpen de pronto su vuelo sonoro: "Laurel / rosa / raíz / en la luna". Quien las escribe se embarca en una trama interrogativa: "¿qué haces / con tu música? / ¿desde / dónde / suena tu voz?", que se vierte a la generalidad del mundo al cual se le van restituyendo las condiciones de la audición y la visión. Se diría que el águila desaparece para que desde su ausencia el mundo, acre y hundido en una fórmula de amoníaco, pudiera por la materia poética trabajada sobre su epitafio producir un acontecimiento por el cual en un instante resuena esta frase: "todo oye / todo mira".
Si el que lee descubre este instante, se puede decir que el error de escribir no se ha desencaminado en demasía. ¿Qué es "escribir" en estos libros? Kafka afirmaba que su escritura se conformaba bajo la forma de la plegaria; y Murena podría corroborarlo. Dar a ver y oír en la superficie gastada o herida de las palabras que en los poemas responden a títulos que se dicen en una génesis, que se abren en tres momentos: hubo una incesante llama, anterior, que se ha apagado y perdido, pero a la cual voces y figuras traen hacia una orilla impredecible a condición de volver a extraviarlas y posibilitar su reencuentro.
Parciales alegorías, como breves arco iris, se esbozan en las palabras. Sean, por ejemplo, en la primera parte: la manzana, el hada, la flor.
En la manzana, el objeto es negado en su carácter convencional mediante construcciones de tipo nominal: "Una manzana no es redonda / una manzana no es perfecta / susurros de polvo / arco iris agua / una manzana es una manzana (Pupila del tiempo).
Sucede como si la poesía tuviera que nombrar esa existencia anterior a la catástrofe cuyo centro no está en ninguna parte y tiene como única prueba un acto sin premisa ni argumento: el error de escribir descubre una mancha que en una condensación de blancura. Volver a nombrar es un procedimiento insistente, que responde a algo más que a un rasgo de estilo. Es una operación a través de la cual, luego de sucesivas negaciones, el objeto puede volver a ser dicho, en tanto el sujeto surge de esas mismas negaciones con la ruptura del lazo que enlaza el silencio y la muerte. Como si la afirmación por sí misma no pudiera afirmar y hubiera que reinventar el decir "sí", ostensible en el poema final: "¿Sabe / el árbol / que existe? / ¿Sabe uno / si existe? / El cisne / dice sí / que sí" (Existencia del linaje).
En el poema antedicho, una vez reaparecida la manzana por una exclamación trae un latido: "Corazón por años abandonado / retornando por las pupilas que el tiempo abrió!".
Y el hada no es lo que llama, sino lo que acude: "Al / hada / no / se / la / llama, / el hada / acude / cuando quiere".
La desaparición del águila no es su muerte definitiva. Como una reina blanca, una corteza del paraíso, a todos se muestra una vez en la vida: "En la vida / a todos / una vez / se muestra. ¿Qué te dijo / con su beso / espada?".
Desde su misma crisis, la palabra se debate con la nostalgia del águila que, sin poder, impera desde su ida. Ha ocurrido en la lengua algo que nunca podrá corregirse y el luto es la figura de un duelo tan necesario como indiscernible.
Resuena el salario sin precio de un malentendido.
Identificar a esa desaparición con la muerte y decir que ese muerto es Dios es todavía asegurar esa pérdida, y prepararse para adorar nuevos dioses.
Bataille evita ese ateísmo crédulo cuando dice que Dios es una puta.
Murena, asumiendo la desnudez de una innombrable desaparición –el águila significa esa ausencia y la insistencia de una corteza de paraíso-, propone un lúcido encuentro con la muerte, para que ésta no se confunda con la pura destrucción o el resentimiento, y participe de una violentada pero insistente creación:
"Sin armonía / el fuego / el aire / la tierra / y el agua / matan. Con muerte engendran / el cristal / de la sal / suprema". (Los cuatro elementos).
En el libro anterior el escándalo es asumido por una criatura fronteriza donde se refracta una redención imposible, extendida como una carta a todos: "De toda / la humanidad / uno solo / se salvará, / uno solo / se condenará / Eres tú".
En su último libro esta extensión es el pliegue de una criatura sin nombre; la apuesta de que sólo la poesía perdurará como la sombra de un arco iris, o un manso descenso que sigue al estrépito del vuelo, la fuga, la desaparición: "La gracia / desciende / cuando / desnudo / te echas / a dormir / sobre un prado / de violetas".
A Dios –al verbo- se lo encuentra de no buscarlo; y la poesía acude cuando no se la llama. El problema no es tanto que Dios exista o no exista, sea justo o injusto, sino que a veces toma en serio ciertos juegos de la lengua y lo que él celebra como un chiste, incluso a través de un ángel grotesco, es escándalo y es fuego para los hombres, que necesita en su mismo rechazo de este sacudimiento.
Por el verbo, el embrujo mayor que trabaja al género humano –el sueño de una comunidad eximida de la maldición y la gracia del nombre y el verbo-, como instituido en cuanto eliminación de la palabra que lo juega, cede en un instante múltiple, sustraído a la duración lineal y robado al presente por un acto poético.
Es cierto que el ladrón del sol, ese histrión que juega todos los papeles menos el de poeta, no puede idealizar el futuro con la promesa de un nuevo amanecer que se escurriría como un cedazo. Pero puede descubrirle otra intensidad a sus colores, aunque sea en la sombra de un arco iris, para llorar un eco que no ha sido nunca escuchado o despuntar en una risa que nunca se ha reído, salvo en las masas del infierno o una corteza del paraíso. Que algo de esto resuene en la lengua, aunque sea una sola vez, justifica lo que llama el error de escribir.
No es necesario comparar, imaginar o exagerar: es mínima por decisiva su acrobacia. En este último libro de poemas de Murena, es la posibilidad misma de nombrar la que se reinventa para tener lo que no se posee y constatar que hay un nombre que falta, un águila que alude a algo que hemos perdido que no resuelve la nostalgia porque no se sabe bien qué se ha perdido en ese vuelo que sin embargo desencadena la irrupción de la metáfora.


Publicado en Nombres, N8/9, Córboba. 1996, Abysinia y Ecos de Babel

¿Dónde es ese lugar?

Claudia Cúneo


¿Donde es ese lugar?


Alguien habla y habla sin parar
una lengua desconocida
Una muñeca muda
perfumada bajo el árbol
olvida su costado
blanco, blanco casi negro
Transparente.

No se usa la boca
Sin embargo el paladar
gira como un sol,
está marcado y se proyecta,
Cielo en las vasijas

Mientras tanto la lengua
se disuelve
Saliva e incienso
frente al pez que naranja
busca su pan seco
Lo arranca

No digas palabra
Solo contempla las piedras
que se alzan en su playa,
¿bien al norte al nordeste?
Las salteas, las saltas
corriendo, aplastando
olas pequeñas de sal

Sola
Dentro
La boca persigue
Es dueña de una flauta
que se deshace, se resiste
como una fe


Muerdo y muerdo
una y otra vez
¿Escucho?
¿Es el alma que golpea?
Cuando es de noche aumenta
Escribe
pesadillas
honduras

miércoles, 25 de agosto de 2010

Incidencias actuales de los ángeles





Luis Thonis

Incidencias actuales de los ángeles.

San Ireneo –fundador de la teología cristiana y un de los primeros en defender el dogma del Dios uno y trino contra el maniqueo Marción, para quien había dos dioses, uno malo y otro bueno- negó que los ángeles hubiesen contribuido a la creación del hombre. Dijo que eran inmortales y advirtió sobre su comercio con mujeres. Varias veces en su obra aparece la palabra recapitulación: con el sentido de abrazar varias cosas en una, renovar, como Cristo, que "recapituló a los hombres".
Yo no lo haré con los ángeles. Apenas recorreré algunas de sus incidencias.
A lo largo de una sinuosa historia –que germina en la teología, vibra en la poesía y prolifera en la pintura- por lo menos dos movimientos imbricados han concernido a los ángeles: uno, descendente, la separación de su morada –el Cielo-; el otro, vertical o paralelo, el encuentro regenerador, extático, traumático y revelador, por el cual ya nada será como antes y en el cual resuena la etimología griega de heraldo y mensajero (ángelos).
No sé de ángeles más discretos y delicados que los de John Donne. Su poema Aire y Ángeles despunta con este atisbo: "Twice or Thrice had I loved thee / Before I knew thy face or name" (Te he amado dos o tres veces, antes de conocer tu rostro o nombre). Esta comprobación a pleno aire habla de ángeles a medio descendimiento que reflejan signos de connotaciones astrales: el amor que reflejan las miradas estaba escrito en una estrella, y los ángeles son guardianes de un culto que el poema quisiera extender a todos los seres.
Un paso más y damos con la visión mística de Swedenborg, que asegura que un hombre y una mujer que se hayan amado en la Tierra serán un ángel único en el Cielo. No lo será ese ser que no haya hecho nada, es decir, no haya pecado. Dios no le dirá nada ni le hará nada: llevará en el cielo una existencia tan tediosa como en la tierra.
Hay alas solícitas de seguro alertarán a más de un realista, y no sin motivo. Los ángeles de Donne anexan desde afuera loved y beloved, y son apacibles reflejos de un aire puro y envolvente, su "esfera". El amor, en su caso, es un culto aislado de confrontación con las tensiones de un mundo que constituiría su verdadera prueba. Y el ángel además de mensajero es a veces el nombre de una prueba.
A muchos la sola mención de los ángeles los pone en guardia. Sospechan que se trata de algo propicio a la mojigatería, la evasión o la charlatanería. Hay un reproche canónico: la acusación de bizantinismo a las discusiones sobre el "sexo de los ángeles", asimiladas a los planteos de quien se pusiera a hacer hipótesis sobre navegación mientras el barco se hunde.
Lo cierto es que estas discusiones, llevadas a fondo, han situado interrogantes acerca de la concepción y la reproducción, que hoy alcanzan al goce femenino, la androginia y la transexualidad. No voy a tratarlos aquí: sólo diré que la novela y la poesía no dejan de tomar posición sobre el asunto.
Con los ángeles ocurre lo que con cualquier otro tópico que sea objeto de degradación o simplificación empecinada.
Se recordará, a su vez, que los ángeles no existen. Pero que no tengan referencia objetiva nada dice respecto del significado que puedan guardar en tal o cual enunciado, en tal o cual proposición, o en poemas, sinfonías o cuadros. Y mucho menos el hecho de que no existan informa acerca de su relación con el objeto del deseo.
Se la tome en serio o en jauja, la "historieta" de la redención acontece nada menos que entre dos ángeles, el de la perdición y el de la anunciación, y entre dos mujeres, Eva y María. El Ángel de la Anunciación en el Nuevo Testamento le declara a la Virgen: "O Kirios meta sou" (El señor está contigo). Por una palabra que no tiene su causa en el vientre, y que perturbaba la naturaleza de la genealogía, ella no puede asimilarse a la Mujer –el gran Todo, es decir, a la Gran Madre, común a las idolatrías en las que el verbo es algo secundario-. Ella es "hija de su hijo", como no deja de recordarlo Dante.
Cuestión que tiene una vertiente matemática: San Pablo enuncia cuán ínfimo es el pecado original en comparación con la gracia recibida. Esto remite a otra lógica, la de Duns Escoto con su articulación de la infinitud, que será descubierta retrospectivamente por Georges Cantor, hacedor de los números transfinitos.
Pienso ahora en una referencia cultural centrada: Il Sogno de Miguel Ángel que presenta a un joven acechado por todos los pecados capitales y a quien la trompeta punzante de un ángel mantiene en perpetuo despertar. Otra, ineludible, está en los sonetos de Shakespeare y concierne a la decepcionada sinécdoque entre la mujer y el ángel: ella, ciertamente, en tanto oscura dama de los sonetos es una de las "fairest creatures" de los encomios de inicio, pero luego va adquiriendo los matices de lo negro y lo infernal, que llevan al poeta –cuando se le muestra como el reverso de lo que ha jurado- a multiplicar sus invectivas: "For I have sworn thee fair, and thought thee bright / Who art as black as hell, as dark as night" (Soneto CXLVII). El soneto CXLIV, tan excepcional como controvertido, ocurre en un canje de ángeles. El amante no sabe cuál habrá de arrancarlo de su infierno: "I guess one angel in another's hell".
Fue Kierkegaard quien argumentó que la mujer está constituida como una broma. Lo que no dice es cuál es el momento de la sanción: un chiste es un chiste cuando es considerado tal. Con el ángel sucede algo análogo: no puede ser tomado al pie de la letra. Lo inquietante palpita, irrumpe, cuando uno se pregunta por las figuras y los tropos de su desplazamiento. Sus posibles metáforas.
Si los ángeles han pasado de una lengua a otra, coexistido con el malestar de la cultura y visitado diversas tradiciones estéticas, es porque lo real –en tanto retorno de lo reprimido, aun en un lapsus- excede la representación, su delicado y perezoso equilibrio.
Citaré a tres autores que nos sitúan en tres lenguas y tres tradiciones culturales, que sus escritos excentran.
En el capítulo V de Sartor Resartus, Thomas Carlyle se refiere al único amor de su biografiado, el vulnerable profesor Teufelsdröckh. Este, representante de las aporías del romanticismo, retomadas con cáustico humor por el autor, asimilaba en su juventud, cuenta, a las mujeres con seres celestiales. Su imaginación les confería el plumaje de los ángeles. No hay adolescente bien provisto, asegura Carlyle, que no sueñe una Eva y un Edén correlativos. Narra Carlyle la historia del excéntrico profesor con Blumine, su Reina de Corazones y Mensajera del Cielo –"The Heavens Messenger! All Heavens blessings be hers!"- y la diferencia de esos ángeles celestiales, que son las mujeres, por cuyas venas circula poco fuego. El profesor no sabrá encenderlo. Blumine quería a un hombre de genio que suspirara por ella; él lo hacía, antes de conocer su existencia. Un toque de serafín los empuja al momento del beso. La orgullosa timidez de Teufelsdröckh y las convenciones sociales favorecen la separación. Blumine, previsiblemente, se casará con un hombre más concreto y de mejor situación. El pensador muy tarde se dará cuenta de que estuvo próximo al mismo Edén que soñaba y apenas se percató de ello.
En su poema Reversibilidad, Charles Baudelaire extiende esta sobria interrogación retórica: "Ange Plein de gaîté, connaissez-vous l'angoisse / la honte, les remords, les sanglots, les ennuis, Et les vagues terreurs de ces affreuses nuits / Qui compriment le coeur comme un papier qu'on froisse?" Ni el odio, ni los remordimientos, ni la fiebre, ni los muros del hospital o el miedo a la vejez parecen reflejarse en el ángel. No hay esa posible reversibilidad de esferas que se infiere en Donne, y no hay comunicación con los ángeles. Baudelaire es católico y ortodoxo en este punto, y considera que los ángeles no pueden acceder a las penurias o los secretos del corazón. En Baudelaire, el ángel no es el ser que pueda dar la medida del horror o identificarse, como en Rilke, fuera de la jerarquía de su descendimiento, a una criatura cómicamente siniestra.
En las Elegías del Duino, el poeta toma el punto de vista de un ángel ciego, que vacila entre el arrebato y el aniquilamiento: "Wer, wenn ich schriee, hörte mich denn, aus der Engel Ordnungen?" La pregunta: "¿Quién, si gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?" tiene una equívoca respuesta: el desvanecimiento del poeta –y de la misma palabra- ante su presencia poderosísima. Los ángeles responden a los designios inextricables de un dios que Rilke ha dejado de concebir como cristiano.
Es un dador de una gracia restringida, inaccesible al sentido común o la religión tradicional. En su ensayo Puppen ("Muñecas"), Rilke, con cierta afinidad con Kleist, constata no sin horror que las marionetas han adquirido una vida independiente: asegura que el odio es parte de nuestras relaciones con ellas. Implícita está la analogía con el ángel. En las Elegías hay una reversibilidad entre el poeta –y Rilke insiste en esta denominación porque considera que explora una zona riesgosa para el hombre común- y las marionetas. Ambos danzan en lo desconocido. Los ángeles parecen saber en demasía, pero pertenecen a una zona invisible, situada fuera del lenguaje. Sólo el canto –la elegía- puede intersectarlos, con el riesgo de ser despedazado como Orfeo. La vía de Rilke es órfica, extraña a la redención que Baudelaire ofrece a la heredera de su obra, la pecadora de su poema Alegoría. Rilke excluye lo femenino.
Su obra quiere confundirse con lo invisible, y, si hay un descenso del ángel, será sólo para extirpar despojos: "Engel und Puppe: dann ist endlich Schauspiel" ("Ángel y marioneta: al fin es Comedia").
Estos recorridos registran diversas flexiones del ángel en tradiciones trabajadas por un soporte teológico o estéticas diferentes: el puritanismo –calvinismo- de Carlyle, el catolicismo de Baudelaire, el orfismo de Rilke.
A veces, el ángel se asimila al "hacer" del enunciado que tiene el obrar del mismo mensajero como su modelo. Algo que se infiere de la exégesis del tratado Chabat, que Emmanuel Levinas hace en su Quatre Lectures Talmudiques. El tratado del Talmud parte de una lectura del Éxodo: "Cuando los israelitas se comprometieron a hacer antes que a entender, seiscientos mil ángeles descendieron y ataron a cada israelita dos coronas, una para el hacer, otra para el entender. Desde que Israel hubo pecado, un millón doscientos mil ángeles exterminadores descendieron y se llevaron las coronas porque fue dicho -Éxodo, 33, 6-: 'Los niños de Israel renunciarán a sus adornos a partir del monte Horeb'". Levinas relaciona este castigo de los ángeles exterminadores con la tentación de las tentaciones: el saber, común al faustismo occidental. Por medio de los ángeles, Dios le pide a su tribu obrar como ellos y no paralizarse en lo reflexivo. Levinas se empeña en explicar cómo eso poco tiene que ver con la oposición del bien con el mal, con la ingenuidad o con la inocencia, pero no llega a justificar por qué la cantidad de ángeles dadivosos se dobla en ángeles exterminadores. Acaso porque al pueblo de la Biblia le es necesario un renunciamiento: a Moisés no se le quitan ni añaden coronas. Cualquiera sea la interpretación de la escena, ésta remite a una alianza, incesantemente renovada, entre Dios y la tribu.

En los Cantos de Maldoror abundan los ángeles actores. Engendran escenas con quien escribe –"Lautréamont"- que es también espectador y actor: el pseudónimo de Ducasse no siempre coincide con su personaje Maldoror. Sus ángeles poco tienen que ver con el Dios de los patriarcas o los filósofos, pero sí con un dios negro de folletín romántico que invierte, traspone, desplaza la dupla tradicional bien/mal hacia sentidos imprevisibles. Cada ángel deja su impronta en Maldoror, cuyo objetivo es una perpetua lucha contra ese Creador y su producto, el hombre.
Un extraño combate tiene lugar en una iglesia, después de que Maldoror ha celebrado su himno a las matemáticas, asegurando que "sus modestas pirámides durarán más que las pirámides de Egipto, hormigueros elevados por la estupidez y la esclavitud".
Ellas le han aportado a su espíritu una "frialdad excesiva, una prudencia consumada": en su infierno o paraíso ocupan el lugar que en Dante tiene la teología como "pan de los ángeles". En la iglesia, Maldoror combate contra un ángel, que, ante su decisión, comienza a perder energía. Cuando le tuerce el cuello, el ángel se va tornando negro como el carbón: despide miasmas pútridos y su cuerpo se convierte en "una inmensa llaga inmunda".
El mismo Maldoror termina por asustarse y huye de la iglesia. Afuera atisba una forma negruzca. Le llega el olor de alas quemadas que levantan vuelo. El ascenso los cruza en el encuentro de una mirada "que los unió en amistad eterna" y en la que se espejan: el ángel sube a las alturas del Bien, Maldoror "desciende a los abismos vertiginosos del Mal".
Lautréamont transforma la concepción tomista del ángel como sustancia simple: hay un interior del ángel envuelto en miasma y podredumbre. Pero no se queda en la mera inversión. Su humor va más lejos: precisamente cuando retorna a la concepción tradicional –el ángel va hacia el bien, Maldoror se queda en el mal- con cierta duda irónica: se extraña de que "el Creador pueda tener misioneros de alma tan noble", y por un momento cree haberse engañado, preguntándose si debió seguir la ruta del mal.
A inicios del Canto III, recordará a los seres que forman parte del horizonte encantado de su juventud, cuando un recuerdo de infancia se entremezcla con seres que pertenecen al arte y la ficción: "Recordemos los nombres de esos seres imaginarios, de naturaleza angelical, que mi pluma, desde su segundo canto, ha extraído de un cerebro que brilla con un fulgor emanado de ellos mismos. Mueren desde su nacimiento, como esas chispas que, por su rápida desaparición, el ojo apenas puede seguir sobre el papel ardiendo. Leman!.. Longherin*!... Lomano!... Hozler!"
Otro ángel es objeto en los Cantos de una versión grotesca: el "ver luisant", la luciérnaga del Canto I, que evoca la del Apocalipsis –18, 21- que arroja una gran piedra sobre la Prostituta que simboliza Babilonia. La diferencia con el texto bíblico es que Maldoror aplasta la luciérnaga y se apiada de la prostituta, ya exculpada al ser presentada elegantemente como una bella mujer desnuda. El Canto comienza con este anuncio: "Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden en las familias".
Lautréamont nunca deja de traficar con símbolos católicos o bíblicos, pero en ningún momento el Apocalipsis aparece referido o aludido. Se diría que "castiga" la orientación del texto sagrado para exponer su concepción de la caridad.
Su humor negro reside en tener más piedad por la luciérnaga que por el Creador, que luego aparecerá en la figura de un borracho. Al no haber menciones directas del Apocalipsis, es lícito preguntarse si es parodia, algo que hoy se juzga el único modo de dialogar con otro texto, a veces imponiéndola a la fuerza. En este autor no es posible asimilar en un mismo plano enunciativo imitación y parodia, cita y plagio, transposición y amplificación. Esos aspectos coexisten mediante una transposición condensada, pero nunca se declaran: y así su humor le escapa a todo voluntarismo gracioso.
Un ángel descendente aparece al final del Canto Tercero. Tanto viene a tierra que aparece en un lupanar que antes "había sido convento", y donde pululan unas monjas que lavan sus cabellos con escupitajos. La historia es narrada por un cabello que el ángel ha dejado en el lecho donde hubo lujuria. El cabello se queja de que su dueño lo haya olvidado, luego de haberse envuelto en abrazo con la mujer, y explica que se desprendió porque sus raíces se debilitaron en el momento del coito. Cuenta algo más: que el ángel quiso arrancarle los músculos a la mujer, pero "como era mujer la perdonó" y se contentó con hacer pasar a alguien de su mismo sexo, al que termina por desollar vivo. A partir del relato que hace el cabello abandonado, Maldoror y quien lee descubren que ese ángel no es sino el mismo Creador que se ha hecho una escapada al bajo mundo para tirarse una cana: al partir, a su rostro lo humedecen una gota de esperma y una gota de sangre.
El mismo Satán usuprando el lugar de Dios que se manifiesta escandalizado al enterarse de tanta crueldad, y piensa que lo suyo ha sido una ligera rebeldía en comparación con los actos que culminan con una confesión por parte del omnipotente ángel sexuado: "Soy el Gran Todo, y, sin embargo, permanezco inferior a los hombres que he creado con un puñado de arena". El mismo Creador se encarga de formular el interrogante que flota en las súbitas transiciones morales de los Cantos.
Como en Sade, se atisba la identidad de la perversión y de la ley: "¿Cómo los hombres van a obedecer estas leyes severas, si es el legislador mismo el primero que se niega a ceñirse a ellas?". El Creador ha decidido recuperar su cabello: luego de una larga exposición en el burdel, por la que lo instruye sobre cómo miente a los hombres con la plena satisfacción de éstos, el Creador y su creación, el cabello, se abrazan como dos viejos amigos. Y el humor de Lautréamont alcanza su clímax.
El "infantilismo" que se le suele atribuir se explica porque para Lautréamont, Dios está tan vivo como un padre terrible: a diferencia de la histérica, que se esmera en probar que todo padre es impotente, juega con él, y lo convierte en un actor de guiñol. Por eso Lautréamont está en las antípodas de los totalitarismos que también animan al Uno fuera de toda lógica, como viviente, con una política perversa del padre que finalmente quisiera escribirlo "todo" y que deriva necesariamente en terror.
El autor de los Cantos lucha contra el Gran Todo, esa ilusión que en sus nombres emerge como sinonimia del horror. De ahí la singularidad de un escrito que no puede cuantificarse ni traducirse a lo social, quedando "condenado" a una perpetua ilegibilidad.
La poesía de W. H. Auden le ha encontrado una nueva resonancia a la palabra caridad (charity) en sus primeros libros, recientemente traducidos por Rolando Costa Picazo, quien refiere el encuentro del poeta con Dios, a fines de los años treinta en Nueva York: "Estaba viendo una película alemana que resultó ser propaganda nazi. Aparecieron unos polacos en la pantalla, y Auden se espantó al oír que algunos espectadores gritaban: 'Mátenlos'. Sintió tanto terror ante la negación de todo valor humano que se refugió en una iglesia".
En su poema The Creatures no trata de ángeles sino de su ausencia. El amor y el odio al oponerse tan perfectamente se han vuelto indiferenciados, y ahora no son sino los guías de "todos los reformadores y todos los tiranos".
Está la amenaza de perder la visión y la huella de la criatura, cuyo representante por excelencia es Jesús.
En un poema de los años treinta se enuncia la irrupción de una nueva soberbia –que le hará descubrir a Wallace Stevens en su Esthétique du mal que el mismo demonio ha sido asesinado por una mano anónima, sin firma-; ésta tiene ahora el rostro de una fatua y calculada humildad, propensa a la demagogia, y es tanta que para Auden hay que extraer no de ella sino del mismo orgullo la caridad, no la predicada sino la ejercida en actos concretos, no necesariamente públicos.
El universo poético de Auden, atento a las coincidencias diabólicas que se urden en la época de los fascismos, no puede realizarse ni en Edén ni en Utopía: es imposible reencontrar el Paraíso; y la Revolución, por definición finita, no es el sustituto apropiado. En su poema Oxford esa caridad preservada por el orgullo palpita en todo un orden de criatura; también se hace referencia a un pecado gravísimo para algunos teólogos, la acidia o incredulidad voluntaria.
En la ciudad ruidosa donde los minerales "desafían a los exaltados estudiantes con su belleza irreflexiva", los ángeles, solitarios y desfallecientes como otras tantas criaturas en deriva, lloran: "And over the talkative city like any other / Weep the non-attached angels". Estos ángeles ya no están sujetos a un orden celestial o teológico. No portan ningún mensaje. Están solos y sus sollozos dicen que también desean ser escuchados. Pertenecen a la poesía y propician un "encuentro fértil con la muerte", reivindicado por Georges Steiner ante la barbarie política y la servidumbre tecnocrática. Así se lee en Oxford: "Aquí también el conocimiento de la muerte / es amor que consume".
Esta poética resiste la incredulidad voluntaria o acidia, pero también el extremado voluntarismo de una sola fides, esa fe sin caridad ni solidaridad que para Pier Paolo Pasolini desemboca en el fascismo y el stalinismo. Precisamente Pasolini, en su libro El Testament Coran (1947-52), con júbilo erótico asemeja los ragazzi a los ángeles: "Alleluja, alleluja, alleluja / Chi sente la voce degli Angeli / E chi sa il tormento di un povero? / Chi sente il canto degli Angeli? / E chi sa il mio nome: Chino Canor? Chi crede negli Angeli". Algo que resultará trágicamente paradójico: uno de esos ángeles habrá de asesinarlo.
En su ensayo sobre Duns Escoto, Hannah Arendt habla de una "primacía del querer", a la cual distingue de la preeminencia que el intelecto tiene en Santo Tomás. Esta primacía del querer es tanta que puede resultar en que el hombre llegue a "hate God and find satisfaction in such hatred", pues una delectatio acompaña tal volición.
Dudoso comienza a resultar que todos los hombres quieran ser felices, que tengan como meta la eudaimonía –esa felicidad de Aristóteles, común al objetivo de la polis, retomada por Santo Tomás para una ciudad de Dios-, aunque tampoco es seguro que quieran ser desdichados. Prefigurado quedaba el interrogante freudiano, todavía abierto, acerca de la destrucción en la pulsión: cómo el deseo puede querer su propia muerte.
Escoto distingue dos clases de querer: el natural (ut natura), referido a necesidades e inclinaciones, y el inspirado en la razón (ut libera) o querer propiamente dicho, no determinado ni determinable, conectado con la infinitud, y con completa independencia de las cosas. Escribe: "In potestate voluntatis nostrae es habere nolle et velle, quae sunt contraria, respectu unius objecti".
Un querer o no querer, respecto de un mismo objeto, que posibilita –argumenta Arendt- elegir entre cosas diferentes o revocar la elección que ha sido hecha. Este querer, por libre, puede estar suspendido y volverse "indiferente". Supone otra elección y en algunos casos la habilidad del sujeto para sortear una coercitiva determinación exterior.
El querer, singularizado, puede ser un lugar de trascendencia: "voluntas trascendit omne creatum". Una pluralidad de causas –distinta de la cadena de causación de los seres de Aristóteles- engendra la textura de la realidad humana. En Escoto, la necesidad y la libertad no tienden como en Hegel a su momento diferido y sintético, sino que pertenecen a distintos órdenes.
Esa primacía del querer no deriva en un voluntarismo. Responde a la misma concepción escotista de la redención. Algo que Arendt, acaso por su tradición, soslaya, especialmente en cuanto al lugar que tuvieron las teorías de Escoto en el dogma de la Inmaculada Concepción, recién establecido en 1849 por Pío IX. Tal vez porque el lugar que ocupa la Virgen –y esos dos ángeles, porque aquí bastan dos- no entra en la mira de la filosofía que suele eludir la economía del goce.

Decisivamente influirán las teorías de Duns Escoto en la última etapa de la obra de Gerard Manley Hopkins. Este servidor de la Compañía de Jesús,. Que había comenzado siendo admirador de The Prelude de Wordsworth y confeso discípulo de la estética de Pater, encontrará en los Ejercicios de Loyola y en Escoto sus referencias definitivas. En el luminoso estudio que dedica a su obra, Von Baltazar cita sus palabras de 1887, cuando, al descubrir a Escoto, lo invade "una nueva ola de entusiasmo" porque ha reconocido un mismo pulso: "Precisamente, cuando captaba en mí alguna forma íntima (inscape) del cielo o del mar, pensaba en Escoto".
La haecceitas escotista, en tanto "forma individual", hace eco con la singularidad (oneness) que para el poeta palpita en cada forma, y en la que ausculta y cifra la gloria de Dios. Hay que escuchar cómo en sus poemas suena la palabra wild, adjetivo aplicado a María en tramas nominativas –"World mothering air; air wild"- en un paisaje agreste o tormentoso. Su límite extremo serán las aguas encrespadas, estruendosas, que en el Naufragio del Deutschland representan y llaman a la venida de Cristo.
Sin transición, del alborozo al estrépito, transcurre en Hopkins la naturaleza. Es una pira que despide fuegos otoñales, más intensos que la diafanidad de la primavera: "la naturaleza es fuego heraclíteo y consuelo de la resurrección". En su ensayo sobre Proust, Walter Benjamin ha señalado que en su obra el sufrimiento responde a una experiencia y una travesía análogas a los Ejercicios de Loyola.
También en Hopkins podría constatarse. El hombre se asume como caído –"pedazo de arcilla, remiendo y viruta"- pero en él habita esa forma interna por la cual puede convertirse en "diamante indestructible" (inmortal diamond). Su concepción estético-teológica del inscape supone una interioridad de las cosas, la cual ilustra en sus exámenes de un jacinto o de la estructura de una hija de castaño. Si bien esta creencia en la interioridad de las cosas es lingüísticamente objetable, deslumbra en lo propiamente poético mediante contraposiciones diatónicas abruptas.
La concepción escotista de la adductio atrae a Hopkins: cómo un acontecimiento único del tiempo angélico puede coincidir con el tiempo cósmico.
Las palabras de Escoto, citadas por Von Baltazar, sitúan a la mujer vestida de sol en el origen de una trama "excesiva" de la redención, la cual difiere de la versión tomista del pecado original: "Digo, pues, que ya antes de la encarnación y antes de que Abraham 'fuese', en el origen del mundo, pudo Cristo tener una verdadera existencia temporal en forma sacramental. Y si esto es así, se sigue que la eucaristía pudo haber sido antes que la concepción y la formación del cuerpo de Cristo en la purísima sangre de la bienaventurada Virgen".
Para Escoto el pecado original no podía ser condición, ni ocasión, ni causa final de la redención. Objeta la necesidad del mismo, su versión condicional que hace de él una causa cuando se enuncia: si Adán no hubiera pecado, no habría habido redención. El de Adán fue un acto humano que debe ser redimido, y no la condición de la redención.
La aducción de Cristo y María en el mundo angélico hace de ella una corredentora. En la poesía de Hopkins, emerge en la naturaleza que brota entre lo salvaje y lo sobrenatural. Tiende a arrancar a los seres de su mismidad natural y abrir por la palabra el reconocimiento de lo singular, que no ha de confundirse con un himno en alabanza propia. El jesuita Hopkins nunca se alejará de los problemas concretos de los hombres: dirá que la mayor ofensa que pueden sufrir éstos es la desocupación. Explorará en la mismidad del semblante y del rostro humano un sí incoativo que vale por un suspiro: el intress y el inscape, lecturas estéticas de la naturaleza, se encuentran en su arte con la gracia.
Como sacerdote se ocupará de las almas. No pocas veces la tempestad visitará la suya. Esto es legible en esa resurrección en la muerte del Naufragio, uno de los poemas decisivos del siglo. O en Epitalamio, poema donde las rocas y las raíces danzan en el paisaje, y la espuma aflora mientras alguien, invisible, que no sabemos quién es, desciende por la ribera. El abajo se espeja en el arriba, las hojas descienden en olas como lanzadas a un lugar indeterminado desde la misma frescura de la sombra. Ni la tierra ni las raíces pueden ceñir las crecientes olas de hojas: "Rafts and rafts of flake-leaves, dealt so, painted on the aire, Hang as still as hawk or hawkmoth, as the stars or as the angels there. Like the thing that never knew the earth, never off roots". Algo nunca conocido en la tierra, sin raíces y hacia lo cual la misma tierra tiende en su aire salvaje, y que remite a una "encarnación del símbolo en lo carnal", según Kathleen Raine.
Una "presencia real" que hay que diferenciar de la interpretación de Lutero, que ve en el sacramento sólo el signo –lo cual funda la hermenéutica- y que niega la presencia del cuerpo de Cristo en la eucaristía. El ángel de Hopkins no es otro que el figurado por el cernícalo, cuyo descenso no acontece en una verticalidad lineal sino en espiral abierta. Es precisamente en el momento límite de la tempestad, cuando afloran esas alas: alondra alada. Su mejor encarnación son las monjas del barco que se hunde, el Deutschland, que van al fondo del mar, mientras sus rezos, sin sujeción a la tierra, ascienden a ritmo de salto y vibran en una ola de gracia.
En la historia de la música el ángel está en vínculo con la vox celesti que la entona y estará en acorde con una estética que, pese a sus logros, es de corte autoritario por la segregación de la mujer.
En las iconografías del siglo XIV, la organización grave del canto gregoriano se hace en la schola cantorum, instituida por el llamado consul Dei, Gregorio I: se puede constatar en los intérpretes que la voz del ángel nunca está destinada a la mujer, no obstante su ductilidad para los tonos agudos. Meri Franco Lao –compositora ítalo-argentina, autora de la canción del filme La Ciudad de las Mujeres de Federico Fellini- rastrea estas pautas al indagar el lugar de la voz femenina en la música occidental. Refiriéndose a este siglo, escribe: "Por lo que nos transmiten las artes figurativas, que se despueblan de mujeres, se diría que la música es prerrogativa de los sacerdotes y de los ángeles".
Por mucho tiempo el coro –y según la forzada interpretación del precepto paulino "mulieres in ecclesiis taceant"- queda confinado en sus tonos agudos a los pueri cantores. En la organización del bassus del canto gregoriano hay un borramiento logrado de la diferencia sexual.
En el siglo XVII, el Sacerdote Rojo, Vivaldi, propicia una vuelta sobre lo agudo, que incide en el vértigo barroco de las identidades. Aunque no está autorizada por la Iglesia, la mujer ya puede tener una voz y hasta una profesión artística: Vivaldi introduce en sus coros a una cantante francesa, y ella intercambia y "compite" en sus acordes con el apogeo de los emasculados, los castrados, que se deslizan hacia el travestismo: hay cierta rivalidad y no pocas inversiones de roles. Las mujeres a veces sustituyen a los castrados; ellos imitan a las mujeres. Hay argumentos –hasta tratados, incluso- que aducen que los castrados son superiores a las mujeres por motivos anatómicos y fisiológicos. El supuesto estado de gracia, la eterna infancia de los castrados es, se dice, un elemento decisivo en su performance artística. Es el dilema -formulado a medias por Diderot, admirador de los emasculados- de quién puede representar mejor la vox celesti de los ángeles: "!La fascinación y el amor, que son característicos de esta voz angélica, vierten en los sentidos y el corazón tal encanto que incluso la persona menos sensible a la música difícilmente lograría resistirlo".
En toda una época, la mujer es sustituida por las blancas voces infantiles; ahora, por las seductoras ambigüedades de los castrati. ¿Se habrá pensado que la voz de la mujer por ser demasiado parecida a la del ángel era lo menos apropiado, a causa de su cuerpo nunca del todo "castrado"? Las homonimias entre la voz de la mujer y la del ángel acaso residen en que sus nombres carecen de un lugar fijo –de un sentido- en cada lengua: cada estilo los despliega a una nueva escucha por la cual no son ceniza volátil.
¿Qué ocurre hoy –dejo flotando la pregunta- con la vox celesti de los ángeles, luego de la polifonía, la complicación de lo agudo y lo grave -audible en María Callas o en Laurie Anderson, o en la voz "hablada", sin alturas de sonidos fijos del Pierrot Lunaire de Arnold Schönberg, admirablemente articulados por Rosa Domínguez en la versión reciente de Gerardo Gandini-, ante la vuelta del canto gregoriano, de lo grave.

Una de las novelas que han tratado con belleza contrita el topos que concibe como un ángel a un niño no nacido, abortado o prematuramente muerto, es Tristeza y Belleza, de Yasunari Kawabata.
Oki Toshio, escritor célebre, vuelve a Tokio para reencontrar a su amante de hace veinte años, Ueno Otoko, ahora destacada pintora, que fue la inspiradora de una de sus novelas a los dieciséis años. Oki no sabe exactamente por qué va a Tokio. Tiene ese impulso. Se dice que para escuchar las campanas de fin de año directamente y no en boca de locutores, recorrer los viejos monasterios, las piedras sepulcrales y las efigies de Jizó, protectoras de los viajeros.
La novela tiende su retrospección desde el presente: Oki abandonó a la joven cuando ella iba a dar a luz a una niña, y ni siquiera contribuyó a los gastos del hospital. Otoko pierde a la criatura: no podría amar a otro hombre. Venera a Oki en medio de muchos reproches, entre ellos, su recuerdo cree descubrir ciertas humillaciones eróticas.
Oki se encuentra ahora en una nueva situación: Otoko vive con Keiko, su amante y discípula en pintura, que se promete sin consulta previa vengar a Otoko. Desde su impactante belleza, seduce primero a Oki y luego a su hijo Tachiro. Cuando Oki lo advierte, ya es tarde. Keiko se interesa de veras en el inexperimentado Tachiro: la relación es prohibida tanto por sus padres como por Otoko. Todos sospechan un desenlace dramático de esa historia, el cual finalmente se cumple: se vuelca la canoa en la que pasean por el mar. Keiko es salvada por un yate. Tachiro muere. La venganza prometida se cumple azarosamente, cuando Keiko se arrepiente, revelándole a Tachiro su seno izquierdo, que nunca se había dejado tocar por ningún hombre.
La novela suma contrapuntos estéticos: desde la historia con Otoko que Oki inmortalizó en un best-seller, al interés de Tachiro por el pasado japonés, y los intentos de Keiko por pintar, casi siempre fallidos, y que para ella son una excusa para estar próxima a Otoko.
Cuando el dramatismo inadvertido de la acción crece, Otoko decide pintar un cuadro: "Ascenso al cielo de un niño". Planea darle una belleza distinta a la de los querubines tradicionales, que hable de la belleza de su niña muerta y que al mismo tiempo exprese la tristeza de su amor por Oki. En ese momento Keiko le pide un retrato que la represente: Otoko lo titula, antes de pintarlo, "Retrato de una Virgen", y se pregunta su no es una imagen de sí misma la que busca pintar, si no es ése el motivo por el que está unida a Keiko.
Estas obras simultáneas se proyectan en el curso de la acción. Tratan por el arte de dar una respuesta –o abrir un interrogante- a la mutua exclusión del deseo y el amor. No impiden que casi como un ángel muera el joven Tachiro, quien ante las piedras milenarias le había dicho a Keiko que hasta las tumbas son efímeras.

Ángeles. A muchos teólogos los ocupó una cuestión de privilegio: si Dios creó a los ángeles antes que a otras criaturas. No pocas herejías brotarán de este problema de origen. En el Concilio IV de Letrán se acudirá al símil del Eclesiastés: todas las cosas fueron creadas conjuntamente y no en forma separada. Se hará coincidir en la vulgata la palabra cielos con los ángeles.
Otro problema: si los ángeles separados, caídos, recibieron o no la gracia santificante antes del pecado de Adán. La ortodoxia se inclinará por la afirmativa; los herejes abundarán en los segundo: el demonio y sus secuaces cayeron en pecado antes de recibir la gracia santificante, luego, son inocentes.
Otra cuestión: si los ángeles pueden o no encarnare en alguna clase de cuerpo, o si son una sustancia etérea, invisible a los ojos humanos.
San Bernardo y Pedro Lombardo sostendrán argumentos a favor de la forma corpórea. La pura espiritualidad e invisibilidad de los ángeles será afirmada por Hugo de San Víctor.
Estas posiciones se intrincarán, predominando una u otra en lo que podemos llamar historia de los ángeles. Para Escoto, sólo en Dios puede hallarse o concebirse hasta cierto punto una pura espiritualidad o invisibilidad. Los otros seres están formados por alguna materia: incluso los mismo ángeles. Santo Tomás polemiza con Escoto, comparando su posición a la de los filósofos árabes. En el centro del problema –arduo de desenvolver aquí- está la división de la materia signata, de la potencia y del acto. Santo Tomás concibe al hombre como un compuesto de forma y materia, de alma y cuerpo. El ángel es una sustancia simple.

Los ángeles de Santo Tomás, a diferencia de los de Escoto y los de San Buenaventura, no pueden adquirir nuevas especies inteligibles por propia actividad. En Santo Tomás el intelecto es activo y pasivo: el activo abstrae la idea de fantasma entre mente y cuerpo, y la trabaja como forma. Por eso, el inteligir de los ángeles sólo puede tener como objeto lo espiritual. Ellos no pueden tener entendimiento activo, es decir, fantasma, aunque sean objetos de fantasía. Tienen conocimiento de su ser por medio de su esencia, sin necesidad de especie inteligible. Se conocen mediante esta especie, infundida por Dios. Ahí están sus límites: por carencia de intelecto activo no pueden tener fantasías ni conocer los futuros contingentes. Al identificar el intelecto activo con el orden del discurso, Santo Tomás sitúa a los ángeles en lo puramente intuitivo.

Hace poco se ha podido ver un film de Wenders, Las Alas del Deseo, donde uno de los ángeles se atreve a volverse hombre por la tentación de una mujer que es su reversible llamado. Ambos son el prisma donde viene a generarse una historia inenarrable, la del nazismo, que hizo escribir a Paul Celan: "Ein Wort –du weisst-: eine Leiche (Strette). Traducido: "La palabra, sabes, es un cadáver". Estos ángeles son espectadores del mundo del espectáculo, donde el único vértigo reside en el trapecio en que se balancea la mujer.

A buen ángel, escribió Lezama Lima, mejor testigo. Lo expresa al comentar los últimos ángeles de Picasso de quien no omite color. Insiste en que los ángeles no le dan tregua al artista que acepta el desafío. Su empecinada frontis está a su altura.
En el Corán y en la épica árabe del Libro de las Batallas encontramos al ángel Gabriel- Jibril- que le aparece a Mahoma en visiones nocturnas. La función es profética : reside en preparar a los suyos para la batalla contra el infiel, asegurándoles la victoria. La réplica a esta figura aparece en la Chanson de Roland en la que responde al topos tradicional del mensajero que anuncia el combate. A veces puede encomendar una misión específica, que el emperador puede aprobar o no, pero a diferencia del ángel árabe no le asegura la victoria. En el Poema de Cid, Gabriel está más próximo a la tradición islámica
Leemos en el Diario de Witold Gombrowicz: "Mis raíces se hunden en un jardín a cuya puerta permanece un ángel armado con una espada resplandeciente. No puedo penetrar en él. Nunca lograré entrar en él. estoy condenado a perpetuidad a dar vueltas en torno al sitio donde se celebra el ritual de encantamiento".
Advertimos aquí que ese ángel trastoca su función de custodio, y pasa a ser carcelero de los orígenes del sujeto: es metáfora de un despojo cultural y un desafío a reinventarlos como origen múltiple.

Poco observados, abundan los ángeles en Nôtre Dame des Fleurs de Jean Genet, cuya osadía sexual resultará, temo, insufrible a los bien pensantes. Nôtre Dame por su sensibilidad ritual está en las antípodas de la "loca" convencional, fácilmente traducible a la generalidad del estereotipo.
Mediante su historia, Genet urde un auto sacramental como novela. Narra su Pasión, que culminará en ejecución-crucifixión, ceremonia donde viene a reflejarse el crimen constitutivo de toda sociedad, nunca asumido en su trama filistea.
Con un erotismo que es vano juzgar: sucede en escenas de transubstanciación tránsfuga –por el semen- y los ángeles, varios, rozan los cuerpos, se pasean para interrogar por qué el ateísmo es tan poco erótico. Permiten que su autor bautice a Nôtre Dame a pie de patíbulo como "Inmaculada Concepción".
En Pompas Fúnebres, el personaje que busca la santidad por las vías más insólitas, al palpar el sexo de Erik –soldado alemán de la ocupación- descubre que el poder que significa es más fuerte que su deseo ardiente: "La verga que yo tocaba no era sólo la de mi amante, sino la de un guerrero, un demonio, un ángel exterminador. Cometía un sacrilegio y tenía conciencia de ello. Esa verga era también el arma del ángel, su dardo. Formaba parte de esos mecanismos terribles que lo colmaban, era su arma secreta, el VI detrás del cual descansa el Führer". Un ángel muy distinto a ese coro de serafines que en su extenso poema Le Condamné a Mort acompaña el ascenso del alma de su amigo aguillotinado, un niño melodioso "mort en moi bien avant que me tranche la hache".
También están los ángeles en tropos de ausencia o en formas no reconocidas, que se niegan al testimonio y abren paso a la muerte.
Otro ángel planea en Dejemos hablar al viento de Juan Carlos Onetti: el artista marginal recibe un mandato –no sabe si proferido por su abominado Brausen o un ángel-, la orden de pintar un rostro que, descubierto en la muchacha vagabunda y preñada, se cubre al pintarlo de un "vaho frontal", se desvanece manteniendo un "tenaz diálogo silencioso con el enemigo invisible, con ángeles que persistían en no asomarse, en no estar".
El cuadro finalmente se pinta y sirve para pagar el aborto de la inspiradora, y ahí es donde resuena la tradición que identifica a un ángel con un niño.

Desde otra mira, se pude decir que un ángel es un ángel si está plenamente ceñido, sujeto a la piedra. Su mejor representación será el Arca del Tabernáculo: dos radiantes jeroglíficos –dos iod de un mismo Aleph- que, altaneros, cumplen su función tutelar. La transmisión de los estigmas de San Francisco de Asís recuerda el argumento de Santo Tomás en cuanto a que los ángeles son sustancias simples: cuando se les añade algo –así sea una simple coloración- cobran un cariz demoníaco.

Chesterton la ha contado como pocos: cuando el inaudito serafín se le apareció al santo como un crucifijo en llamas, San Francisco supo de ese vértigo que lo hizo danzar cabeza abajo en el campanario, y que lo llevará a entonar el Canto de las Criaturas. Valió por una revelación.

El informado, sugerente y polémico libro de Stuart Schneiderman, Pasa un Ángel, cuenta cómo los ángeles estuvieron erradicados de las formas culturales luego de la peste negra de 1350, una plaga terminal que dañó su fama de férreos custodios. A esto cabe sumar la Reforma y su desprecio por los sacramentos y la simbología católica –considerada superflua- y con ella los mismos ángeles.
Retornarán en la Contrarreforma, por ejemplo, en las Meditaciones de Gracián, que escribe en clave barroca la escena entre el ángel –al que llama Paraninfo- y María, acentuando la conturbatio: las vacilaciones de ella ante el ángel.

Vuelven en descensos reinventados por un nombre propio que ha de estar a su altura, y que en un golpe de dados afina su relación a un siempre faltante, por desplazado, objeto del deseo.
Es inevitable por eso referir a la lectura de Jacques Lacan de Santa Teresa de Bernini, que llama a descifrar algo que concierne a lo femenino: un goce más allá del falo, de su traza diferencial. La propia santa en su "escribir a muchas manos" cuenta cómo el ángel le atravesó el corazón más de una vez, penetró en sus entrañas, la dejó ardiendo... no le dio tregua al arrrebatarla, como tampoco lo hizo el ángel que despojó a Gombrowicz de sus raíces, hasta traerlo a las orillas del Plata.
Nótese que se trata de flexiones gramaticales en el límite del sujeto. En cuanto al fantasma, cabe retomar a Santo Tomás que postula –mejor que cientos de manuales de ortopedia psicológica- que "el intelecto toma de afuera su primer inicio de conocimiento, porque no puede concebir sin un fantasma", que sitúa en su compuesto de alma y cuerpo. Este fantasma tenderá –en su lógica- a ser sojuzgado por el registro cartesiano donde la separación extrema alma-cuerpo será un conjuro para toda posición de objeto.
Un objeto que se hace presente, incluso por ausencia, cuando un ángel suscita un conflicto entre lo activo y lo pasivo, cuya medida de origen está dada por el patriarca Jacob, en su combate con el ángel del que obtiene el nombre de su pueblo: Israel, y una marca que lo constituye como íntegro, concediéndole –según Levinas- la Temimouth, la rectitud del paso.
Y así es posible continuar con el Libro de las Visiones de la iletrada pero muy pródiga en dones de lengua Ángela del Foligno –transcripta por su "secretario"- que se ve llamada a amar a los demonios hasta alcanzar esa zona mística de inanidad del deseo, donde ella misma se vuelve angélica, para entrever ese "no sé qué que no tiene nombre en ninguna lengua", donde la mujer y el ángel resuenan en una zona innombrable.
Con las reminiscentes criaturas de Rafael Alberti –"¡Nostalgia de los arcángeles! Yo era... miradme"- o los ángeles que para Hopkins existían antes del mundo junto a su flor primera. Muy distintos de esos ángeles saboteadores de Sinesio de Rodas del Fabulario de Juan José Arreolas.
O escuchar esos tres ángeles callejeros e inadvertidos de la canción de Bob Dylan.
Enrostrar por una vez ese "ángel de Dios" del relato de Melville, Billy Budd, nombre de una segunda llegada adánica frente a la locura más peligrosa porque no se distingue de la cordura, y emerge de pronto para mostrar cómo la belleza injustificada tiene que ser destruida.
Es el mal injustificado, realizado paradojalmente en nombre del Bien absoluto, que identifica al otro como el Mal en persona: ese misterio de la iniquidad que anticipa el actual reino de los crímenes en serie, por parte de los hombres que llevan el templo consigo.
En su Introduction a l'Apocalypse de 1946, Paul Claudel, citando a San Juan, comenzará evocando a "todos los inocentes inmolados desde la creación del mundo", las "miríadas de torturados y masacrados", en referencia a las matanzas nazis de Polonia y Turingia, prefiguradas en la Bestia.
El "¿hasta cuándo, Señor?" encuentra su respuesta en el séptimo ángel, que aparece en ese lugar donde no hay más tiempo ni sucesión, y donde puede escucharse un verbo que habita las síncopas de su poesía.
Escribe en La Maison Fermée de 1908: "Mais dejá l'Ange aux paupieres baisees se dirige vers le peuple défunt avec le vase d'or qu'il a pris sur l'autel".
El ángel puede ser sinónimo de catástrofe pero también de creación de tiempo. En 1940, en su texto -que será testamento- Uber den Begriff der Geschichte (Sobre el Concepto de Historia), Walter Benjamin en vía mesiánica va a jugar su escrito entre dos tiempos, el presente –olam hazeb- y el tiempo por venir –olam haba-, marcado por la recurrente catástrofe. Benjamin está situado ante el advenimiento de una demencial pero razonada voluntad de curar, que intenta "matar" la segunda muerte, la del alma, y de la cual el materialismo no puede dar ni remota cuenta: demasiado ocupado como está ante la catástrofe de las matanzas del estalinismo.
En lo estrictamente político, Benjamin llega a entrever en el Programa del Gotha los gérmenes que luego aflorarán en el fascismo. En lo histórico responde al aplastamiento de la revolución en Alemania, algo de lo cual la izquierda nunca se recuperó ya que no tuvo líderes como Rosa Luxemburgo, crítica del estado total postulado por Lenin. Se resiste a reducir la Erlösung, la redención, al trabajo, y desliza objeciones al optimismo acrítico de la socialdemocracia: "La chance del fascismo no consiste en última instancia sino en que sus opositores consideran al progreso una norma histórica". Esto no significa leerlo al revés, es decir, desde un reverso leninista que hizo de la socialdemocracia una bestia negra que arrasó toda posiblidad de democracia y empujó al marxismo a dictaduras de partido único.
El concepto hegeliano- marxista- leninista de historia no puede constituir un potencial de historia y más que “desconstruirse” cabe desintegrarlo, porque cuando estuvo integrado generó el totalitarismo más criminal del siglo veinte junto al nazismo, que Benjamin sospecha en sus diario sobre Moscú. No sabremos que historia habrá de despuntar como un angelus novus –efecto Klee- de las ruinas acumulativas del progreso indefinido : por ahora sólo atisbamos una voluntad de negacionismo que sólo apunta perversamente a servir al goce del Otro- el viejo y renovado estanilismo - para reconstruir la utopía de ese Otro como tal.
Una chispa de esperanza –Funken der Hoffnung- se enciende, y quien lea como ángeles los circulares mensajeros de El Castillo de Kafka vislumbra esa Rettung der Vergangenheit –la salvación del pasado- y sus usos respecto de las alegorías que exceden la modernidad.
Es el lapso de un tercer tiempo que no viene sin su virgen –la Shekhinah, a la vez madre, esposa e hija de Dios-. Su ángel, lejos de la función de guía que se le aparece a Moisés en medio del fuego, o de obstáculo para el paso de Balaam, para que Dios hable en boca de su asna, es un testigo sin mensaje cruzado por diversas líneas de tiempo. Planea sin posarse en torno del presente (el Jetztseit), y puede –arriesgo- leerse como salida de los relatos de los fines: la lógica lineal, concentracionaria de los totalitarismos –que derivaron en la irrealidad de la muerte y de los campos- ayer, y hoy de los fundamentalismos, restauradores de las guerras de religión: desde una lengua única del odio.
"Carta" que llega a su destino histórico siempre demasiado tarde, pero que se suspende en la lectura por hacer de los Namenlose, los faltos de nombre y sus capítulos anónimos.
Ángel: agujero en el tiempo –conjeturo- que reabre un nombre en la memoria. Criatura sin nombre que desde Jacob permite renovar los nombres como estigmas, colores, transmutaciones.
Por ser el mejor testigo, un ángel nunca es seguro. Por ser por excelencia el mensajero, es posible que el mensaje llegue en forma invertida y el mensajero sea el mensaje mismo: una catástrofe para la cual no cuenta la terateia de los griegos y sólo se descifra con posterioridad en interpretaciones contrapuestas.
La posmodernidad estaría discutiendo efectos anunciados hace siglos por los ángeles creyendo haber superado la cuestión de los sexos de los mismos, una de las más capitales que se ha formulado en la diferencia que interroga su indistinción.
Angel. Puede ser ese viejo con alas que aguarda a Kafka a término de la ciudad interdicta.

O llegar por la vía de la metamorfosis, en ese cómico apocalipsisis de Apollinaire, que escribe: "Un aigle descendit de ce ciel blanc d´archanges".

Imagen admirable, ante la cual enfundo las alas que no tengo, y pongo un punto que no será definitivo: tampoco para los ángeles habrá solución final.