jueves, 30 de septiembre de 2010

El puente suburbano Jorge Quiroga

Fragmentos de El Puente suburbano( Editorial La Bicicleta, Agosto, 2010)
En los rostros hay un signo del cual no pueden escapar.
Una construcción que se disipa. Ascienden la calle empinada
donde se despedirán.
La ciudad será un mirador nocturno donde se despiden.

La tinta traza su huella, ciertas cartas existen en su punto de partida. Los años acumularon los papeles en armarios. En sillas,
convirtiéndolas en envoltorios muy difíciles de remover. Seguro que su silencio se disuelve.

El día y la noche son dos momentos en los que se habla, y nadie vuelve atrás, pasando por el campo sembrado, mirándolo, con las piedras que cubren el tiempo (sólo una presencia)
que elige entre la ingenuidad y la desdicha.

En diminutas imágenes. El río es una superficie oscura en la noche, durante años ella miraba tercamente sus manos. La llevó hasta el mar para que dijera todo lo que tenía que decir.
La arena de la playa los consumía, mientras estaban callados.


Grandes tormentas en el cielo
y las imágenes de una pieza
desvalijada, donde se vive
Duermo y la noche es incontrolable
van llegando de uno a uno

La loca está tirada en la vereda, tomó su sopa sin preocuparse de la curiosidad de los demás.
Después se detuvo junto al paredón buscando encontrar algún indicio que la ahuyentara.
Acostumbrada al ruido de la ciudad, oye nebulosamente( no ve porque no puede ver) a ese hombre que se acerca y la toca. Se pone a pensar en que llegará la oscuridad.

En la plaza lo rodean para preguntarle sobre todo, revolotean los pájaros sobre los árboles. Después lejos parecen rostros y manos esperando que alguien los ayude. Cuando camina solo por el sendero, se sabe que terminará en el banco de madera. Los juegos se quedan desiertos cuando lo hacen, la hamaca se balancea pausadamente. Comienza por un relato que reanuda a cada momento y por eso conmueve. El horizonte de la plaza está cubierto, y remolinea la delgada arena del piso. Todos esperamos que venga porque sabemos del horario justo, uno que otro no se mueve, pero es atraído por esa voz que no se oye, que nos llama, que nunca finaliza. De la mano de uno de nosotros se pierde para no irse, tiene los ojos entrecerrados como añorando, se desliza por la hilacha de sol que entra en el patio, porque ha comenzado otro día más.


Jorge Quiroga publicó Cuaderno Nocturno (1991), Las otras historias,(1996), La casa Abandonada(2000) y El puente suburbano (Agosto,2010) es su último libro de poesía.
Jorge Quiroga: un agonista interesante, desde los tiempos de Literal El éxodo del peronismo inicial, tema tabú si los hay en la “ideología argentina”, el mismo tema al cual no temía abordar Osvaldo Lamborghini, en dos versiones incompatibles. Sekkupu fue mi respuesta.
La mayoría todavía no sabe o no quiere saber de qué se trata. Lo resolvió masivamente por la parodia y con distinta suerte.


Quiroga volvió al Génesis, o viceversa- a riesgo de petrificarse como otros en el mito- para comprobar el extravío de esos orígenes.
La noche se volvió incontrolable.
Ha ido construyendo una poesía seca, empecinada, que desplaza el origen del lenguaje hacia un punto fijo donde entre fragmentos y relámpagos vuelven memorias y voces que se van haciendo audibles a medida que son más silenciosas.
Para Quiroga el universo no culmina en un grito o en un sollozo sino en un resto de luz del Génesis que nos excede y ahí alguien comienza ha hablar con un ritmo y una voz que suena con una intensidad que la recepción estándar apenas si la oye. LT

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Nestor Perlongher. La parodia diluyente



Banda hispânica


Nestor Perlongher: la parodia diluyente
Entrevista conduzida por Miguel Ángel Zapata

- Tus poemas nos están diciendo una historia: personajes ficticios o reales se mueven como si tuvieran una máscara negra sobre el rostro: metáfora que baja el telón al lector: astucia de poeta, razón de ser de la escritura. El hablante, quien fuere, narra, pero no como una crónica histórica, sino como una crónica poética, donde, al parecer, no importa la existencia del personaje, es decir si existió como San Martín, el general, sino los impulsos poéticos que recibimos leídos atentamente los poemas. Con esto me refiero a Alambres, ya que no he leído Austria-Hungría; nos cabe hacer la misma pregunta que tú mismo te haces: ¿la historia es un lenguaje?
- Si la poesía es un eco de luces, un licor rumoroso, un perfume de sones, sueltos en la molecularidad flotante de su flujo, una de las astucias a la que se puede echar mano, para fijar el poema en su desesperación, es dejar deslizar la mirada o la memoria sobre los textos de la historia, que, en ese sentido, y respondiéndote, es, sí, un lenguaje (y más precisamente un lenguaje mítico). De esa mezcla tensional entre el vago foulard de la poesía, sus flecos empapados, y la picardía de la alusión montada sobre esas prosas que nos escriben desde un pasado siempre reescrito, los textos que yo llamo épicos de Alambres (y Austria Hungría, la "arquía bicéfala", es, aún más, una épica), pasan por una simulación, o parodia diluyente, de cierto género de "crónica poética", del que se reconocen otros maestros.
Creo que Enrique Molina es uno de los que van más lejos en esa poetización de la historia, en Una sombra donde sueña Camila O’Gorman, delira, alucina la historia. Por ese lado alucinante, se lo puede cruzar con el Reinaldo Arenas de La historia alucinante. La historia, desde la serpentina poética, se alucina. Y la historia oficial, crónica de las cartas, es una alucinación que deu certo, impuso con su dominación cierta ilusión de verdad, que es, al cabo, una ilusión del lenguaje.
- En los inéditos que me enviaste, que forman parte de Parque Lezama (libro inédito también), veo que el discurso poético se ha tornado más suelto en relación con las otras publicaciones que conozco. Digo más suelto, donde el ritmo mantiene su mismo paso, como de caballo alerta, hasta el final del poema. Ejemplo, el poema "La gruta". ¿Cómo trabajas ahora en comparación con tus libros anteriores, te sientes mejor al tratar de expresar algo nuevo: el Parque Lezama, los contornos, un paisaje que es cotidianeidad, que es descubrimiento?
- Yo no sé por qué los encuentras más sueltos (a los poemas de Parque Lezama) si para mí están más atados, en el molinillo riguroso del neobarroco, que he invadido porque me ha invadido. Me explico: Parque Lezama viene de la revoluciónn (de la perturbación) que fue para mí zambullirme en Lezama Lima, con la excusa de escribir un librillo inexistente. Esa imantación irresistible coincidió con que yo ya estaba en el Brasil. El efecto ha sido, creo, una desterritorialización devastadora, que tomó, gracias a los polvos vaporosos de Lezama Lima, la vía de una artificializaci6n extrema del lenguaje. Esa desterritorializaci6n de la lingüistería (la palabra es de Nicolás Rosa) es casi una marca constitutiva del neobarroco contemporáneo: mezcla de jergas que pueden proceder de cualquier parte (en Maítreya, de Sarduy, un chongo - chulo o bujarra del argot rioplatense - emerge en una playa caribeña), pasados por la soledad ambulante del exilio, interior o exterior. Y el efluvio de la nostalgia - si es que la hay - endulza o vivifica a la distancia ciertos recortes empedrados. Parque Lezama es, también, un parque de Buenos Aires, donde vaya si anduve... pastoreando, ramoneando... Y es justamente en el sitio hoy ocupado por ese parque donde se fundó la ciudad de Buenos Aires. Así que digo: fundación del lenguaje, fundación de la ciudad.
Escribiendo los poemas de Parque Lezama, me siento, si se puede decir así, como "abajo" de la historia, o de su narración. Digamos que hay muchos vericuetos para perderse antes que se pueda llegar a "contar" algo, contar las cuentas en la tasa. Los impulsos de cantar, la propia musicalidad de los sones evocados los deviene sirena en el estrecho. Y si hay un ritmo, es pulsional (cito a Osvaldo Lamborghini: A golpes de su verga lleva la cuenta de mis sílabas). Los ritmos pulsionales armando la métrica de la pasión, su fábula. Volviendo al Parque Lazama, me resulta muy elogioso que me digas que se mantiene el paso (el paso doble), porque eso me suena a que ese deseo de hacer pasar la cantaridina de la pulsión por las costuras del lenguaje, que tan encorsetado lo insignifican, consiguió crear (o al menos sugerir) su propio plano de consistencia, su anular de imantación o iridiscencia. Ese es el problema en el Parque Lezama: trabajar (como quien, al bordar, lancina o lancetea) la gramilla babosa de la lengua. Por eso que, tal vez, haya ahora menos referencias históricas que en Alambres, a lo sumo montajes sobre el folklore urbano o los jergones de la draga. Parque Lezama sería, se me ocurre, una especie de ancla portátil que consiente todas las desterritorializaciones, deja pasar todas las ondas, y sólo se aferra, al hundirse, a la rejilla rigurosa del barroco. Y otra cuestión es: cómo producir lo sensual, cómo hacer sensual una escritura.
- Volviendo a tus personajes. Estos, ¿responden a una visión del mundo desde tu ojo poético-filosófico, o parten de un yo personal, de la propia experiencia?
- Me hablas de personajes, antes me lo salteé, y nunca se me había ocurrido pensar de ese modo a las leves criaturas que, de vez en cuando, renguean por mis poemas. Son más bien (tomando el título de un libro de Leónidas Lamborghini), "episodios". Se los toma - a Rivera, a Moreira, a Lavalle y Rosas, a Ethel y a tantos otros - como suspendidos en un gesto, o moviéndose suavemente en el burbujeo del café instantáneo. lnsignificancias en sí, sólo toman sentido porque hacen mover la manivela del flujo, o del paisaje, desencadenar el chorro de alusiones, asociaciones, paisajes. Algunos "personajes", concedo, tienen más solidez, como la Evita del poema, "El Cadáver", de Austria -Hungría; pero, en este caso, ese vigor de la presencia es - argucia - un anclaje, para que la perturben, con más tranquila insidia, las cataratas de otros incidentes - en el ejemplo de ese poema, unos chongos de una villa miseria que me invitan a una casilla donde no me animo a entrar. Evita es, en ese sentido, un atajo: tanto un poema "político" (o micropolítico) sobre el atajo - que consistía, en la Argentina del 70, en encaramarse al peronismo para hacer la revolución -, como un atajo literario, un cortar camino para la reverberación de ciertas sensaciones "poéticas".
- Cuéntame de tu generación. Tú recién publicaste tu primer libro en 1980, por Ediciones Tierra Baldía). Tenías ya inéditos antes, ¿no querías arriesgarte a publicar anteriormente?
- Mi generación yo creo que casi no la hubo, porque fue cortada a (medio por ese festival sanguinolento de la dictadura. Hay, con todo, una figura marcante, que es la de Osvaldo Lamborghini y el grupo de la revista Literal (Luis Gusman, Germán García, Luis Thonis...) Pero es con el silenciamiento sepulcral de la dictadura que yo y creo que muchos otros empiezo a escribir más seriamente, o serialmente. Claro que escribo desde la adolescencia, innúmeras carpetas, mares de peplos en papeles. A pesar de los muchos borradores, Austría-Hungría es, realmente, mi primer libro. No es que yo no quisiera publicar, sino que era - y es - muy difícil publicar en la Argentina, sin autofinanciarse la edición (y eso a pesar de la enorme cantidad de poetas que por allí proliferan). Hubo un encuentro afortunado, con Rodolfo Fogwill que inauguraba en aquel momento la breve aventura de la editorial Tierra Baldía -, quien mucho me orientó, pues yo escribo a mares, y nunca sé muy bien qué es lo publicable, mis libros acaban siendo una especie de antología contrahecha. Austria-Hungría sale en el 80 silenciosamente, a no ser por una brillante crítica de Luis Thonis - y en el 81 comencé a partir. Fue un libro que caminó solo. Volviendo a los poetas, ya antes de emigrar conocí a Arturo Carrera, un amigo y un cómplice, en quien me inspiro incesantemente. Después, mis contactos con la Argentina han sido intensos, aunque espaciados. Se escribe mucho allá, florecen revistas que encarnan diversas "tendencias": Xul, Ultímo Reino - cuyo sello publicó Alambres- , Sitio, Innombrable y, ahora, Diario de Poesía. Yo diría que hay un verdadero boom de la producción poética en la Argentina.
- ¿Cuáles son tus poetas preferidos - vivos, muertos, en Argentina, en el mundo -?
- Exiges una respuesta innumerable. A algunos ya los he mencionado: Lezama Lima, Severo Sarduy, Osvaldo y Leónidas Lamborghini, Arturo Carrera; habría que agregar a Oliverio Girondo. Me sumerjo a menudo en los nacarados laberintos de Góngora. Leí todo Genet, Sade, mucho Bataille, y, ahora, Artaud. Entre los poetas contemporáneos, los neobarrocos: el uruguayo Roberto Echavarren, el cubano José Kozer, el argentino Héctor Píccoli. En el Brasil, Haroldo de Campos (sobre todo Galaxias), el Paulo Leminsky de Catatau, Paranoia de Roberto Piva. Entre los novísimos argentinos, Reynaldo Jiménez y Fernando Aldao.
- Los viajes que has realizado, ¿han influido en tu poesía?, ¿tu actual residencia en el Brasil?
- En realidad no me he movido mucho: nunca salí de Sudamérica. Ahora, el Brasil me ha afectado en demasía. La fuerza negra, esa sensualidad de los requiebros, mil territorialidades en tecnicolor y al mismo tiempo todo el horror - caminas por la calle saltando aire perezoso. Claro que el precio es alto: el portuñol; inútil resistir la aviesa interferencia. Sin embargo, esa tensión entre dos lenguas que son una el error cercano de la otra, es en sí poética: juego de la distorsión. Así que es más liviano entregarse y perpetrar, con el portuñol, la destrucción simultánea de dos lenguas. En algún alto nivel de delirio, el español y el portugués se juntan, se confunden: o recuperan su hermandad síamesa, o restauran, como quería Benjamin, una "lengua pura". Ahora, hay que estar muy alto para alucinar esa fluxión-fusión. Si, como dice Artaud, el espíritu reside en el hígado, se comprenderá que, la mayoría de las veces, los efectos de esa interferencia sean catastróficos: el español... se pierde... Lo exasperante de esa perdición ayuda a entender, quizás, la avidez con que ciertas expresiones son "cazadas" y engarzadas, en el fulgor de la distancia, como una piedra en el anillo.
- qué opinas de la crítica literaria y de sus buenos críticos...
- Me resulta difícil hablar de la crítica porque no soy crítico. Ricardo Piglia dice que detrás de cada escritura hay una teoría de la escritura. Pero tal vez esa teoría es la que los críticos extraen con sus demandas - otra vez, el problema del lenguaje, la traducción de la literariedad a un lenguaje que no es el suyo, que es el lenguaje de la crítica. Habría que preguntarse, con Barthes, si las escrituras intelectuales no son, al fin, una "paraliteratura". El problema del estilo debería ser trabajado, como lo hace Lezama Lima en sus ensayos, en el interior del propio texto crítico. Fuera de ello - no más que una expresión de deseos -, el aparato de la teoría literaria, en principio una dependencia académica, funciona - ¡y cómo! - en diversos sentidos: por un lado, como producción mítica que retraduce - al tiempo que circunscribe y clasifica las producciones "artísticas"; y, también, como una potente máquina abstracta de sobrecodificaci6n" (la expresión es de Deleuze) que, tan proliferante en sus garfios de absorción y retroalimentación, puede devenir también una "máquina abstracta de mutación, articulando las voces disidentes en la gran subversión del lenguaje, de los valores, de la vida. El problema de la creación crítica se disputa en el interior de ese campo. Hay obras críticas insustituibles porque montan una genealogía (por ejemplo, la relación entre Girondo y Oswald de Andrade, en Vanguardia y Cosmopolitismo de Jorge Schwartz) o porque marcan rumbos de sentido, alzando el vuelo del pensamiento a partir de la materia literaria, inventando otros viajes. Ahora bien, no sé si el poeta es más indicado que e( crítico para hablar de poesía, ya que su conexión con las otras escrituras es antropofágica, picnic de elixires nutricios; incorpora a los otros poetas en sus versos, no precisa tanto "pensarlos", que ése es el trabajo del crítico. Sería deseable que el criterio de valoración último fuese, como demandaba Nietzche, intensivo, estético.
- Cuéntame de tus planes para el futuro... ¿más inéditos? ¿tienes ya editorial?
- Tengo inédito Parque Lezama, y estoy escribiendo algo vagamente llamado "Hule", pequeños tratados poéticos sobre la superficie. Espero alguna oportunidad para publicar Parque Lezama en Buenos Aires. Hay una propuesta para publicar una plaqueta con poemas en prosa en el Uruguay. Nada firme, por el momento. E infinitas gracias por tu interés.

viernes, 24 de septiembre de 2010

Negarse a pensar el totalitarismo Claude Lefort


Conferencia pronunciada en el año 2000 con motivo de la instalación de los Archivos Hannah Arendt en Berlín.Primera edición en francés como “Le refus de penser le totalitarisme”, en C. Lefort, Le Temps présent. Écrits 1945-2005, París, Belin, 2007, pp. 969-980.Traducción del francés al español de Vania Galindo Juárez Titulé esta conferencia: negarse a pensar el totalitarismo. Me parece pertinente aclarar de inmediato mi propósito.

Desde su formación hasta su derrumbe, la naturaleza y la evolución del comunismo soviético fueron objeto de un debate incesante. Este debate movilizó las pasiones políticas y los argumentos de orden teórico. Los defensores de un Estado cuyo objetivo parecía ser la edificación de una sociedad socialista se enfrentaban a aquéllos que lo veían como un nuevo órgano de dominación dotado de todos los medios del poder. En general, los partidarios del régimen soviético, quienes lo consideraban, cuando menos, progresista, se ubicaban dentro de la izquierda, y sus adversarios dentro de la derecha. Sin embargo, observemos que, desde un principio, algunos grupos de extrema izquierda y algunos socialistas o socialdemócratas denunciaron la formación de una dictadura sobre el proletariado, oculta bajo la apariencia de una dictadura del proletariado.


Algunos alemanes, opositores de Hitler —pienso particularmente en Hermann Rauschning, un conservador—, fueron de los primeros en equiparar el sistema nazi al sistema soviético. Creo conveniente recordar que Léon Blum, el líder del Partido Socialista en Francia, calificó a los partidos comunistas de totalitarios a principios de la década de 1930, antes de adoptar la estrategia del Frente Popular. Por lo tanto, resulta un error creer que el concepto de totalitarismo es un producto de la Guerra Fría, pues los emigrados rusos y alemanes, en particular, ya habían introducido este concepto con mucha anterioridad. En cuanto al debate que puso en oposición a historiadores, sociólogos y politólogos, se puede decir que también es antiguo, pero se intensificó después de la Segunda Guerra Mundial. Las especulaciones sobre la evolución del régimen soviético tomaron un nuevo rumbo a partir de la época de la desestalinización. Por último, cosa digna de notarse, el derrumbe del comunismo no puso fin al debate. Aunque el concepto de totalitarismo ya no alimenta las pasiones políticas, sigue siendo ampliamente contestado, como bien se sabe; y, cuando éste llega a utilizarse, a menudo se hace con reservas, negándole una pertinencia científica.

Afortunadamente, la obra de Hannah Arendt goza de un interés creciente; sin embargo, apenas se toma en cuenta en los trabajos de los historiadores. He aquí lo que quisiera preguntarme: más allá de las divergencias o las oposiciones que ha suscitado la interpretación del fenómeno comunista, ¿acaso no hay una negación persistente a pensar el totalitarismo? Por “pensar” entiendo: enfrentar aquello que, como muy bien dijo Hannah Arendt, no tiene precedentes y nos abre una pregunta que, a diferencia de un problema que podría tener solución, se imprime a partir de ese momento en nuestra experiencia del mundo. Hace casi dos años, tras la publicación de un libro que intitulé La Complication [La complicación] (Lefort, 1999), asistí a algunas reuniones en las que siempre me interrogaban sobre el sentido de la frase inicial de mi prefacio: “el comunismo pertenece al pasado, en cambio la cuestión del comunismo sigue estando en el corazón de nuestro tiempo”.

La resistencia a la idea de que la aventura totalitaria, más precisamente comunista, no nos dejaba indemnes, tal resistencia, me pareció resueltamente tenaz. Desde hace algún tiempo se habla mucho del “deber de memoria”. Existen razones para sentirnos satisfechos por ello. Cuando se hace un llamado a no olvidar los crímenes contra la humanidad, se espera que el recuerdo nos mantendrá a salvo de reproducir las abominaciones del pasado. Sin embargo, el deber de memoria corre palpablemente el riesgo de resultar ineficaz si no está presente el deber de pensar. Ahora bien, lo que debemos pensar es en el renunciar a pensar, lo cual fue una de las condiciones para el establecimiento del totalitarismo, una de las características principales, tanto del comunismo como del nazismo y el fascismo. ¿Cómo no cuestionarse acerca de este prodigioso fenómeno? ¿Acaso podemos hablar de un nuevo tipo de poder, de un englobamiento de la sociedad por parte del Estado-partido, sin tomar en cuenta el hecho —perdonen la extraña expresión— de que algo le pasó al pensamiento? Este acontecimiento nos pone en alerta, sobre todo porque no estamos acostumbrados a vincular política y pensamiento. No tendríamos por qué sorprendernos, si pudiéramos conformarnos con creer que los dirigentes totalitarios disponían plenamente de los medios para sofocar la libertad de expresión y pensamiento. Nos bastaría con observar el progreso de la tiranía en los tiempos modernos. Sin embargo, el poder totalitario no se puede reducir a un poder tiránico o despótico. Hannah Arendt toca un punto esencial cuando describe una dominación que no sólo se ejerce desde el exterior, sino también desde el interior. Para dar cuenta de este tipo de dominación, recurre a la creencia en una ley de la historia o en una ley de la naturaleza, concebida como ley de movimiento, donde la sujeción a una ideología se concibe como “lógica de una idea” (Arendt, 1982 [1951]: vol. 3: 605), y a la inclusión de los ciudadanos en el proceso general de la organización. De cada uno de sus análisis, se desprende una conclusión: la inhibición del pensamiento.

Arendt descubre el origen de los principios que han guiado los movimientos totalitarios en las teorías o las representaciones que surgieron en el siglo XIX. No hablaré aquí de esta interpretación, pues ya lo hice en otro lugar. En cambio, lo que me parece pertinente señalar es que en el siglo XIX, precisamente, nace la sensibilidad hacia una dominación que se volvió invisible para quienes la padecen y que encuentra su motor en un renunciamiento a pensar y, más precisamente, en un negarse a pensar.

A mi parecer, esta sensibilidad se despierta como consecuencia de la experiencia de la Revolución Francesa. Las esperanzas que habían surgido con la creación de una sociedad en la que se reconocerían las libertades políticas, civiles e individuales, habían sido sustituidas, efectivamente, por la dictadura terrorista de un gobierno que se valía de la doctrina de la Salvación Pública y, después, tras un intermedio en el que se había restaurado un Estado de derecho, vino la dictadura bonapartista. Para los escritores que hicieron una importante contribución a la cultura política moderna, la gran pregunta es, en ese entonces, cómo se pasó de la libertad a la servidumbre. Estoy pensando particularmente en Benjamin Constant, en Guizot (al menos, en el periodo en el que fue líder de la oposición liberal durante la Restauración) y también pienso en Tocqueville, Michelet y Edgar Quinet.

Basta por ahora que me refiera a Tocqueville y a Quinet. Tocqueville se preocupa por los peligros que encierra la democracia, por el hecho de que los hombres ya no pueden reconocer, por encima de ellos, una autoridad política incontestable, sea por derecho divino, sea respaldada por la tradición, y porque son llevados a dejarse dominar por la imagen de su semejanza y a basar el criterio de sus juicios en el hecho de acomodarse a la opinión común. En uno de los últimos capítulos de La democracia en América, Tocqueville señala que “cada individuo tolera que se le sujete porque ve que no es un hombre ni una clase, sino el pueblo mismo, quien tiene el extremo de la cadena” (Tocqueville, 2001 [1835]: 634).† Imagina una especie de opresión que no se asemejaría a nada de lo que la ha precedido en el mundo. Dice buscar en vano una expresión que traduzca su pensamiento, ya que “las voces antiguas de despotismo y de tiranía no le convienen”. En un pasaje citado a menudo, describe la formación de un poder inmenso y tutelar que se encargaría de asegurar cada detalle de la vida de los ciudadanos, y completa esta imagen con las siguientes palabras: “¿por qué no quitarles de una vez la perturbación de pensar y la pena de vivir?” (Tocqueville, 2001 [1835]: 633).‡

La perturbación de pensar: en eso consiste, desde la visión de Tocqueville, el objetivo último de la nueva dominación, que aún no se alcanza, es verdad. La expresión es notable porque sugiere que el pensamiento sólo permanece alerta mientras el Sujeto pueda dejarse sacudir por la duda. En los primeros capítulos de La democracia en América, Tocqueville ya se mostraba aterrado por los nuevos medios de opresión del pensamiento, temibles por razones completamente distintas que aquéllos que había utilizado la censura bajo la monarquía: “En Norteamérica, la mayoría traza un círculo formidable en torno al pensamiento” (Tocqueville, 2001 [1835]: 260).§ De este modo, un escritor que cree poder expresar libremente sus pensamientos, se vuelve víctima de una exclusión tan grande que llega a perder hasta el deseo de pensar por sí mismo. Apenas es necesario precisar que Tocqueville no se imaginaba lo que sería un Estado totalitario. En realidad, este Estado no sólo se ocupa de adormecer a los ciudadanos, asegurándoles placeres apacibles que los distraigan de los asuntos públicos, sino que, por el contrario, quiere movilizarlos y disciplinarlos al servicio de la construcción de un nuevo orden social.

Por su parte, Edgar Quinet (1803-1875) demuestra estar tan atormentado como Tocqueville por la amenaza que pesa sobre el pensamiento de su época. Sin embargo, hace gala de una audacia singular al preguntarse lo que significa “no pensar”. Ése es el objetivo de varios pequeños capítulos que aparecen en la última parte de su gran obra, La Revolución, un tanto olvidada en nuestros días (Quinet, 1877 [1865-1867]).1 Sólo señalo de paso que escribía en la época del Segundo Imperio. En cierto momento, sostiene que no es tan difícil conducir a un pueblo, durante un tiempo, a abstenerse de pensar. Al parecer, ésta es la enseñanza que extrae de la época en la que los franceses, fascinados por Napoleón, le atribuyeron un saber infalible que los dejó en “cierto estupor”. Sin embargo, en otro momento, rechaza la hipótesis de una especie de parálisis del pensamiento. La “bestialidad” moderna, lo que él llama la “simpleza”, no le parece una propiedad exclusiva de las masas, sino también de los intelectuales. Piensa que esta simpleza, en su primer grado, se manifiesta en el nuevo reino del sofisma (Quinet, 1877 [1865-1867]: 351-356). Ya no habla de un abandono del pensamiento, de un estado de cosas en el cual ya no se quiere pensar, sino de una voluntad de no pensar, que va acompañada de una movilización de la inteligencia: lo que se observa en la creación de teorías diversas, guiadas por el menosprecio del individuo. Una vez, Quinet se pregunta: “¿Acaso es menor la servidumbre porque sea voluntaria?” (Quinet, 1877 [1865-1867]: 320). Desde luego, Quinet le otorga la importancia debida al miedo que suscita la dictadura, pero precisa que ésta crea una “ceguera voluntaria” (Quinet, 1877 [1865-1867]: 324). Probablemente, la noción de servidumbre voluntaria se tomó de Étienne de La Boétie. Este autor había escrito una obra extremadamente subversiva, Discurso de la servidumbre voluntaria, alrededor del año 1550 (La Boétie, 1986 [1550]). Montaigne, tras la muerte de su amigo, emprendió el proyecto de insertar este Discurso en el corazón de sus Ensayos; tuvo que renunciar a él, por miedo a servir a los intereses de los protestantes, que utilizaban la obra como un panfleto, y por miedo a contribuir a la crisis del reino. En resumen, La Boétie se cuestionaba acerca de los fundamentos de la dominación, cuando ésta no era producto de una conquista, ni se mantenía únicamente por la fuerza de las armas. No respondía a sus propias preguntas, absteniéndose así de ocupar, con respecto a sus lectores, la posición de autoridad que confiere la posesión de la verdad. La Boétie se sorprendía e incitaba a sorprenderse de que los hombres se mostraran dispuestos a darle todo al príncipe: todo, sus bienes, sus padres o allegados, incluso su vida. ¿Acaso será, preguntaba, que los hombres sucumben al encanto del Uno y ven en el cuerpo del príncipe la imagen de un gran ser colectivo del cual ellos serían los miembros? Permítaseme citar estas cuantas líneas, todavía tan perturbadoras para un lector de nuestro tiempo: Éste que os domina tanto no tiene más que dos ojos, no tiene más que dos manos, no tiene más que un cuerpo, y no tiene ni una cosa más de las que posee el último hombre de entre los infinitos que habitan en vuestras ciudades. Lo que tiene de más sobre todos vosotros son las prerrogativas que le habéis otorgado para que os destruya. ¿De dónde tomaría tantos ojos con los cuales os espía si vosotros no se los hubierais dado? ¿Cómo tiene tantas manos para golpear si no las toma de vosotros? Los pies con que huella vuestras ciudades, ¿de dónde los tiene si no es de vosotros? ¿Cómo tiene algún poder sobre vosotros, si no es por obra de vosotros mismos? ¿Cómo osaría perseguiros si no hubiera sido en confabulación con vosotros [s'il n'avait intelligence avec vous]? (La Boétie, 1986 [1550]: 14) Al forjar el concepto de servidumbre voluntaria, La Boétie nos confronta con un enigma, nos incita a reconsiderar el fenómeno totalitario. Ni la aceleración del cambio que hace surgir una historia por encima de los hombres, una historia cuyo movimiento hace ley, ni la formación de ideologías, tales como el marxismo o el darwinismo, ni el éxito del modelo de la organización social, derivado de la ciencia y la tecnología, son suficientes para explicar las características del nuevo sistema de dominación. Éste tiende a obtener, y durante un tiempo lo consigue, la sumisión a la omnipotencia de un dirigente supremo y, al mismo tiempo, la participación activa de una gran parte de la población en la realización de objetivos homicidas. Pongámonos de acuerdo sobre este punto: es indudable que hemos conocido formaciones políticas, como el nazismo o el comunismo, que se beneficiaron de semejante devoción, de tal resolución, por parte de muchos de los que se sometían a ella, de darle todo, incluyendo su vida, al poder.

El régimen comunista requiere una atención particular, no sólo en razón de la dimensión de los crímenes cometidos en la época del estalinismo (no olvido que el genocidio de los judíos marca un grado extremo en la escala de la criminalidad), sino porque creo que existen otras dos razones. La primera es que el terror se ejerció, en gran medida, sobre una masa de gente ordinaria, que obedecía las órdenes recibidas, y que las víctimas se sometieron a la regla de la confesión, hasta el punto de renunciar a su inocencia: ejemplo extremo de la servidumbre voluntaria. La segunda razón es que —aquí me sumo a la fina observación de Quinet— esta servidumbre estuvo acompañada, entre los militantes comunistas, de una movilización de la inteligencia, de una extraordinaria proliferación de argumentos sofísticos. Harold Rosenberg, un escritor que formaba parte de la izquierda liberal estadounidense, señalaba con un humor sombrío (en uno de los ensayos de The Tradition of the New [La tradición de lo nuevo], publicado en la década de 1950) que el militante era un intelectual que no tenía necesidad de pensar (Rosenberg, 1960: 184). Intelectual, en el sentido de que se mostraba capaz de hacer razonamientos artificiosos para explicar o justificar, en cualquier circunstancia, la línea del partido. Ahora bien, señalémoslo una vez más aquí: cualquiera que sea la seguridad que la ideología le provee al militante, ésta sólo le otorga un saber muy general. Con todo, le hace falta, al entrar en contacto con los acontecimientos y frente a lo arbitrario de las decisiones de los dirigentes, demostrar cierta inventiva para explicar lo que parece inexplicable. Solzhenitsyn dio ejemplos convincentes de este arte de desbaratar las objeciones del sentido común o de negar las evidencias. No se piense que al evocar a La Boétie, o bien a escritores del siglo XIX, pretendo subestimar la novedad del fenómeno totalitario. Este fenómeno sólo puede aparecer en el mundo moderno, un mundo que no sólo ha sido transformado por la Revolución Industrial, de donde surgieron técnicas de movilización y reclutamiento de las masas en el partido y técnicas de propaganda inéditas, sino un mundo que también ha sido transformado por la revolución democrática. Esta última arruinó todas las jerarquías tradicionales y destruyó las divisiones características del antiguo espacio social. La posibilidad de establecer un régimen capaz de conseguir la integración de los múltiples sectores de actividad al Estado, la unificación de las normas que rigen las relaciones entre los hombres en toda la sociedad, la posibilidad de establecer un régimen capaz de borrar las huellas de la división entre dominantes y dominados, tal posibilidad se delineó en una época en la que, en las democracias, se afirmaba la soberanía del pueblo, al mismo tiempo que se reconocía la pluralidad de intereses y de creencias. Algunos historiadores intentan explicar el origen de los regímenes totalitarios poniendo en evidencia la coyuntura que éstos aprovecharon: la de una crisis social, económica y nacional. Sin embargo, por justificado que esté y por fecundo que sea el estudio de los hechos, no nos exime de enfrentar el enigma de un poder que logra aparecer como una emanación del pueblo y el agente de su depuración, el creador de un cuerpo social sano, liberado de sus parásitos, trátese de los pequeños burgueses en Rusia o de los judíos en Alemania. Aquí está la prueba, se ha dicho, de que la gran arma de los movimientos totalitarios es la ideología, la teoría de la raza superior o del proletariado misionero. Sin embargo, lo que se conoce como ideología sólo es eficaz gracias a la creación de un partido de un nuevo género: un partido que rompe con todas las demás formaciones políticas, se libera del marco de la legalidad y se fija como objetivo la conquista del Estado. El modelo del Partido bolchevique resulta particularmente instructivo porque se acompaña de una ideología mucho mejor articulada que la del nazismo. Existe la tentación de imputarle a la doctrina marxista la causa principal de su gran influencia. Al hacerlo, nos estamos cegando ante la transformación de la doctrina, dado que ésta se inserta en una organización que se caracteriza por la estricta disciplina que se impone a sus miembros. Sus principios son muy conocidos: división del trabajo revolucionario, profesionalización de la militancia, exigencia de dedicación incondicional de cada uno a la causa del Partido. La organización tiende a encontrar en sí misma su propio fin, en razón de su identificación con el proletariado. En su interior, se opera un proceso de identificación del militante con el dirigente supremo. El Partido no se reduce, como se ha supuesto, a la función de un instrumento al servicio de la aplicación de una doctrina. La doctrina se modela conforme al imperativo de una absoluta unidad del Partido. Fuera de sus fronteras, ningún acceso a la verdad es posible, ninguna participación en la lucha revolucionaria es posible. Para retomar una fórmula de Quinet (1877 [1865-1867]: 322): “el pensamiento sólo está autorizado para producirse á condicion de someterse á ciertas máximas impuestas”.* Por consiguiente, el marxismo se encuentra depurado, liberado de cualquier elemento de incertidumbre. Su enseñanza está circunscrita a los límites de la definición que dio Lenin. En síntesis, de la obra de Marx y de Engels, ya no queda más que un solo lector. De este modo, se van combinando un cuerpo colectivo, el grupo de los militantes fusiona. Dos unos con otros, y un cuerpo de ideas, un dogma. El que los militantes sean creyentes es un hecho seguro, pero sólo lo son en la medida en que creen todos juntos; donde para cada uno, el Yo se pierde en el Nosotros. Una vez que el partido está en el poder, el principio de la organización se difunde a toda la sociedad. Por supuesto, no es posible obtener la disciplina característica del Partido en todo el conjunto de la población. No obstante, en cada sector de actividad, se exhorta a los individuos a ajustarse unos a otros, a considerarse como los agentes de un aparato.

Este espectáculo de una sociedad completamente consagrada a la organización es, precisamente, el que inspira a Arendt para plantear la idea de una dominación desde el interior, es decir, una dominación de tal naturaleza que aquellos que la padecen se prestan a integrarse en un sistema que encubre la violencia del poder. Sin embargo, si sólo nos atuviéramos a este fenómeno, estaríamos ignorando el proceso de incorporación de los individuos dentro de un ser colectivo, proceso que me esforcé por esclarecer, en el marco del Partido. Este proceso tiende a reproducirse a gran escala, sin jamás, es verdad, alcanzar su objetivo. Efectivamente, a todo lo ancho de la sociedad vemos surgir una inmensa cantidad de colectivos que tienen, cada uno, la propiedad de representar una especie de cuerpo cuyos miembros están regidos por un mismo fin: sindicatos profesionales, movimientos de jóvenes, agrupaciones culturales o deportivas, uniones de escritores o de artistas, academias de ciencias, asociaciones de todo tipo, que están controladas por el Partido. Al considerar esta inmensa red de organismos en los que están atrapados los ciudadanos, se mide la novedad y la amplitud de la empresa totalitaria. Se mide también la atracción que proporciona el hecho de pertenecer a una comunidad que forma un solo bloque, que ofrece la imagen del Uno. ¿Acaso no podemos añadir que, por medio de estas múltiples incorporaciones, se impone la creencia en la gran comunidad del pueblo, la cual se refleja en el cuerpo visible del dirigente supremo? Me inclino a pensar que, en lo más profundo, la imagen del cuerpo es la que mantiene la fe en el Uno. Mientras que la organización puede ser objeto de discurso, y celebrarse su virtud, la imagen del cuerpo se ancla en el inconsciente, su eficacia simplemente es más fuerte; persiste aun cuando la organización se haya estropeado. Entonces, ¿cómo no admitir que la negación a pensar se encuentra en el corazón del sistema totalitario? En este sistema, pensar consistiría en aceptar el riesgo de sentirse excluido de la comunidad. Evidentemente, el miedo suscita el renunciamiento a pensar. ¿Quién podría subestimar el efecto que tiene el miedo bajo el reinado de un poder terrorista, o bien, cuando éste se ha moderado, de un poder policiaco?

Sin embargo, existe otro miedo que debe tomarse en cuenta: el de perder la seguridad psíquica que provee la pertenencia a un colectivo. No quisiera que se creyera con esto que la facultad de pensar puede desaparecer en un régimen totalitario. El comunismo dio origen a una élite compuesta por individuos de todas las condiciones, en su mayoría anónimos, pero, entre ellos, hubo unos cuantos que no tuvieron miedo de darse a conocer: hablo de la élite de la disidencia. No existe mejor ejemplo en nuestros tiempos de la resistencia indestructible del pensamiento. Por otra parte, no hemos podido terminar de evaluar el desastre que provocó la larga educación para no pensar que recibió la gran mayoría.

El nacionalismo, en su forma más agresiva, la del odio hacia un supuesto enemigo, tratado como una especie de subhumanidad, sustituye al comunismo en la Rusia de Putin o bien en la Serbia de Milosevic. En gran medida, los occidentales permanecieron ciegos frente al sistema totalitario que se estableció en Rusia.

Según una tesis, el proyecto de edificar una sociedad sin clases se ejecutaba de acuerdo con los principios del marxismo, pero se enfrentaba a dificultades que la teoría no permitía prever, ya que la revolución proletaria se había producido en un país donde el capitalismo todavía no desarrollaba plenamente las fuerzas productivas; la dictadura del Partido y el recurso al terror eran resultado del estado de retraso en el que se encontraba Rusia, del fracaso de la revolución en Alemania y de la hostilidad de las potencias capitalistas. De acuerdo con una segunda tesis —la de los trotskistas—, los fundamentos del socialismo se habían establecido a través de la estatización de los medios de producción, pero, por las razones que acabo de mencionar, se había injertado provisionalmente en el poder una burocracia parasitaria de esencia proletaria. De acuerdo con una tercera tesis, la formación de una clase de managers provenía de las transformaciones características de cualquier sociedad industrial moderna. Otra tesis más combinaba la idea de una sociedad burocrática con la idea de un capitalismo de Estado: este fenómeno, aunque Marx no lo previó, resultaba inteligible en el marco de su análisis. Por diferentes que fueran para algunos estas interpretaciones, o incluso opuestas, tenían en común el efecto de apartar la pregunta que planteaba la llegada de un régimen de una naturaleza desconocida, es decir, apartar la cuestión de lo político y enfocarse, sea en un encadenamiento de acontecimientos, sea en los fenómenos puramente sociales y económicos. Para mi propósito, resulta más significativa la concepción de un tipo de régimen totalitario cuyas características se definen a partir de criterios empíricos, con respecto al tipo que constituiría la democracia liberal. Carl Joachim Friedrich fue quien introdujo estos criterios y, grosso modo, los adoptó Raymond Aron (Aron, 1965). Parecería que esta concepción tiene los atributos de un análisis político. Sin embargo, ¿acaso es suficiente, para captar la novedad del Partido Comunista, tratarlo como una variante, que fue muy particular, del partido único?

¿Acaso basta con observar que el Partido dispone del monopolio de la actividad política, que está armado con una ideología cuya autoridad es absoluta, y que el Estado detenta el monopolio de los medios de coerción y de propaganda y que somete la mayoría de las actividades económicas y profesionales? Reducirlo a una dominación completamente exterior no es pensar el totalitarismo sino negarse a pensarlo.El derrumbe del comunismo, decía yo al inicio, no puso fin al debate. Hace algunos años, dos obras de historiadores eminentes, El pasado de una ilusión de François Furet y La tragedia soviética de Martin Malia, trazaron un nuevo esquema de interpretación. Estos dos autores explotan una rica documentación y tienen el mérito de volver a colocar el fenómeno comunista en los horizontes del mundo moderno. Se dieron a la tarea de combinar la primera tesis que mencioné, la de una edificación del socialismo expuesta a obstáculos imprevistos, con la de un Estado todopoderoso que merece el calificativo de totalitario. No obstante, la primera tesis se modifica de manera fundamental: a diferencia de los defensores de la causa del socialismo, estos historiadores piensan que la conducta de los dirigentes soviéticos estuvo guiada constantemente por una ilusión (Furet, 1995) o una utopía (Malia, 1994). Todos estos dirigentes habrían creído en el socialismo, todos, incluido Stalin, pero el socialismo no habría sido más que una quimera. Así, su política terrorista se esclarecería si se admitiera que, momento tras momento, se enfrentaron a las “consecuencias no deseadas” de medidas que no habían tomado en cuenta la realidad y que se vieron obligados a radicalizar sus métodos para no renunciar al objetivo final. En resumen, François Furet y Martin Malia, al constatar la descomposición del régimen, obtienen la prueba de su inconsistencia y, al mismo tiempo, le reconocen una coherencia: la de su ideología. No me detendré a criticar esta concepción de la historia del comunismo. Se trata de una historia, si nos atenemos a la letra, idealista; es decir, completamente regida por ideas —una historia desde arriba que descuida el análisis de una nueva estructuración de las relaciones sociales y, en primer lugar, el análisis del funcionamiento del partido—. La ingenuidad consiste en tomar al pie de la letra el discurso de los dirigentes. La simplificación consiste en hablar del bolchevismo como de la expresión directa de la utopía revolucionaria, sin tomar en cuenta los múltiples movimientos que han compartido la creencia en una transformación radical de la sociedad. Lo único que importa destacar es la voluntad de reducir el totalitarismo a un episodio sin consecuencias, una digresión. En términos de Furet (1995), el totalitarismo sólo fue un paréntesis en el transcurso del siglo XX y, hoy en día, ya está cerrado. En términos de Malia (1994), el hecho de que el totalitarismo se haya desplomado como un castillo de naipes demuestra que nunca fue más que un castillo de naipes (sic). En resumen, según la visión de ambos, nuestro tiempo es el de un regreso a la realidad. Pero no se preguntan por qué una ilusión o una utopía, tan ampliamente compartida, pudo surgir del mundo real del siglo XX, cuya marcha se supone que debemos reanudar; por qué la creación de sistemas totalitarios fue imprevista y, durante mucho tiempo, desconocida tanto por la derecha liberal, como por una amplia fracción de la izquierda, siendo que los occidentales tenían “los pies sobre la tierra”; y, finalmente, por qué el modelo comunista ejerció tanta influencia en todos los continentes.

Circunscribir el comunismo en un espacio y en un tiempo es querer creerse protegido de acontecimientos que pueden socavar los fundamentos de nuestras sociedades. No obstante, el hecho de que estos acontecimientos se hayan producido debería volvernos más sensibles a lo imprevisible. Debería hacernos sospechar de la idea de que la democracia ya no tiene enemigos y de que, por sí misma, no es el foco de nuevos modos de opresión del pensamiento, de nuevos modos de servidumbre voluntaria, cuyas consecuencias ignoramos. Correspondencia: Centre de Recherches Politiques Raymond Aron/École des Hautes Études en Sciences Sociales/105 Boulevard Raspail/75006 París/Francia/correo electrónico: paccaud@ehess.fr (pendiente pedir autorización de traducción y publicación). communication@editions-belin.fr; † [Traducción corregida: la edición del FCE dice “Cada individuo sufre porque se le sujeta (…)”; el original en francés dice: “Chaque individu souffre qu'on l'attache (…)”. Nota del editor; cursivas nuestras.] ‡ [Traducción corregida: la edición del FCE dice: “se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir”; el original en francés dice: “que ne peutil leur ôter entièrement le trouble de penser et la peine de vivre?”. Nota del editor; cursivas nuestras.] § [“Mayoría” en contraste con “minoría”, es decir, por mayoría ha de entenderse la parte que triunfa en una votación. Nota del editor.] 1 Nueva edición en francés con un prefacio de Claude Lefort: Quinet (1987). [Nota del editor: se cita por la traducción al español del siglo XIX: Quinet (1877)]. * [Nota del editor: conservamos la ortografía original del siglo XIX.] Bibliografía Arendt, Hannah (1982) [1951], Los orígenes del totalitarismo, versión española de Guillermo Solana, Madrid, Alianza, 3 vols. Aron, Raymond (1965), Démocratie et totalitarisme, París, Gallimard. Furet, François (1995), El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX, trad. de Mónica Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica. La Boétie, Estienne de (1986) [1550], Discurso de la servidumbre voluntaria o el contra uno, estudio preliminar, trad. y notas de José María Hernández Rubio, Madrid, Tecnos. Lefort, Claude (1999), La Complication. Retour sur le communisme, París, Fayard. Malia, Martin (1994), The Soviet Tragedy: A History of Socialism in Russia, 1917-1991, Nueva York, The Free Press. Quinet, Edgar (1987) [1865-1867], La Révolution, pref. de Claude Lefort, París, Belin. (1877) [1865-1867], La revolución, precedida de la crítica de la misma, trad. de Mariano Blanch, Barcelona, La Anticuaria. Rosenberg, Harold (1960), “The Heroes of Marxist Science”, en The Tradition of the New, Nueva York, McGraw-Hill, pp. 178-198. Tocqueville, Alexis de (2001) [1835], La democracia en América, pref., notas y bibliografía de J. P. Mayer, introd. de Enrique González Pedrero, trad. de Luis R. Cuéllar, México, Fondo de Cultura Económica. Fuente: DDOOSS. Asociación Amigos del arte de Valladolid

sábado, 18 de septiembre de 2010

El Matadero: drama y construcción




Luis Thonis

La combinación de estilos preconizada por Víctor Hugo en su prefacio al Cronwell será una de las vertientes del romanticismo con las que Esteban Echeverría tuvo contacto durante su estadía en París.
Las jerarquías clásicas son sustituidas por cierta dispersión de las unidades, la acentuación de lo individual, la coexistencia de lo sublime y lo grotesco. En 1830, Echeverría retorna a Buenos Aires: es uno de los principales inspiradores de la Asociación de Mayo y en 1837 escribe La cautiva, obra que inicia cierta forma de nacionalismo literario pero bajo el peso de tópicos europeos.
Respecto de El matadero, primer relato de la literatura argentina donde la realidad contextual es el efecto privilegiado, se cruzan una serie de instancias que afectan a la narración. Hay un "drama" del relato no en el sentido psicológico sino en el literal de acción, que remite a los límites y posibilidades de su construcción.
La traducción consiste en la relación entre el relato y un código ideológico, entendido éste como un conjunto cerrado de enunciados –las Palabras Simbólicas de Mayo- y en la mutación que la narración efectúa en la lengua que acusa la tensión entre la revolución y la restauración, entre lo colonial y lo europeo.
Echeverría, en una carta a Juan María Gutiérrez, dirá que él, entonces, pensaba en "francés" y aquí se abre un interrogante entre lo geográfico y lo lingüístico si se toma en cuenta el lugar cultural que ocupaba Echeverría: París. Aunque lo mismo acontecería si esa misma frase hubiera sido enunciada en la Argentina: Echeverría, se nos dice, era argentino, luego La cautiva y El matadero son obras argentinas. Esto supone reconocer lo mismo en lo mismo, evitar la tensión y la crisis que afecta al autor entre La cautiva y El matadero, legible en el propio texto: "En fin, la escena que se representaba era para ser vista, no para ser escrita".
El matadero es inenarrable en tanto lugar de encuentro catastrófico. Desde esa mirada uno piensa que La cautiva para ser cantada tiene sólo que adaptarse, leerse desde sus referencias románticas – Byron - y reconocer la universalidad de lo particular.
La cautiva está precedida por citas de Hugo y Lamartine como si se continuara esa literatura desde este lado del mundo. Las lecturas marcadas por el hispanismo le reprocharán no tanto que su lengua traduzca ciertas ideas previas –francesas para el caso - sino que esas ideas francesas tengan expresión en una lengua española deficiente. Así, Calixto Oyuela escribe: "Precisamente por haberse apartado Echeverría de lo español y castizo más de lo que nuestra naturaleza contiene, no supo ser suficientemente americano".
Calixto Oyuela deja de lado las condiciones literarias, políticas y éticas en que la obra fue escrita. De haberse atenido a su juicio, respetando estrictamente el castellano peninsular, Echeverría no habría escrito El matadero. De otro modo, quienes se limitan a constatar que el autor es el mismo en La cautiva y El matadero, dejan de lado las transformaciones –ostensiblemente genéricas - que sufrió un escritor y que en sus posiciones van más allá de un pasaje de lo lírico a lo narrativo.
Nos preguntamos qué clase de escritor argentino era quien vio algo inenarrable, un encuentro que no empalma con su anterior literatura y hace pensar que es precisamente americano por haberlo asumido en sus consecuencias respecto de lo que hasta entonces se legitimaba con el único sello de lo literario: el de lo español.
El género también plantea interrogantes. Quienes definen el cuento como una sucesión temporal que apunta a un efecto preciso verán en El matadero cualquier cosa menos un cuento, pues su heterogeneidad escapa a tal definición.
Este drama en cuanto punto concurrente de instancias disímiles no es el que conscientemente pudo afectar a su autor en una época donde la literatura es inmediatamente política, acción, y no dispone respecto de ésta de una mínima autonomía que la plantee como problema.
El relato será el esbozo de ese planteamiento, pues si nos atenemos a su conclusión, esta enunciación de una construcción nueva se clausura en una intención de denuncia. Prima, finalmente, lo político. Pero la versión de su escrito es tan potente que su autor –en muchas lecturas políticas - será asimilado a este relato antes que a sus ensayos decisivos: El dogma socialista (1839) y Mirada retrospectiva (1846). Con respecto a las instancias en pugna, hay que señalar que la traducción no se agota en localizar ideas anteriores. Existe una traducción en el cuerpo mismo del relato y está en el pasaje de la enunciación narrativa a la denuncia ideológica. ¿Dónde están las "ideas francesas", el "pensamiento" de Echeverría separado del estilo?
La perspectiva hispanista es para este caso mítica: en el siglo XIX la autonomía de las lenguas nacionales se corresponde con el sueño de una lengua "pura"; esto lleva a la filología a remontar invariablemente el origen: los griegos, al parecer, no hablaban su lengua materna, su voz era la Voz misma del Ser.
Tal el mito. Ocurre que Grecia es una traducción de Roma, y ésta del cristianismo: tramas retrospectivas e impuras. De no ser así, "nuestra" lengua sería reflejo de la de los conquistadores, es decir, los no americanos: no habría habido literatura argentina. Esto toca a su vez a los nacionalistas que asimilan lengua y territorio. Echeverría inició una literatura nacional rompiendo las convenciones de su época; ahora, desde un nacionalismo no menos petrificado –como el hispanismo que reinaba cuando escribió - se lee lo suyo como una expresión más.
El hispanismo, en el fondo, le reprocha la ausencia de marcas que connoten "lo español" –adjetivos, prosodia - en tanto la sintaxis queda silenciada, es que piensa notarialmente lo escrito como la expansión de algo ya dicho. Algo que –desde otro lugar- el nacionalismo acusa, pasando por algo el modo de negación respecto de un contexto donde el autor afirma que sólo se puede ver, no escribir.
Todas esas coordenadas se fusionan en el nacimiento de su escrito. Y en cuanto al género, que El matadero no sea un cuento en sentido estricto supone una atribución retrospectiva, sea desde Poe o desde Borges. Añado: la perfección supuesta del cuento cuando no se trata de ellos – Poe , Borges - suele ser deprimente. El matadero es, por cierto, un relato "vivo": narración de cierto centro y cierto crimen.
Asistimos a una multiplicidad de paradojas de las cuales ninguna obra lograda se excluye. La denuncia por el drama –de un contexto, de una realidad puntual- habla del drama de esa misma construcción narrativa, de su génesis.
Este texto ejemplar en nuestra literatura se construye bajo el deseo de no querer ser un relato, quisiera proponerse a imagen de lo inenarrable. Echeverría nos dice que hace historia, que la "realidad" se puede "ver" y no escribir. Relatar es ya una deuda con cierta realidad anterior, y supone su sacrificio.
Hay cierto sacrificio del relato que decreta la vanidad del mismo ante lo que se describe, en ese aspecto es un testamento –Echeverría no escribirá más narrativa- y lugar redoblado de iniciación: El matadero por retrospectiva aparece en la génesis de la literatura argentina.
Hay otro sacrificio. Si mártir quiere decir "testigo", el relato no sólo tratará del sacrificio de un mártir –el unitario comparado con Cristo- sino también de su deseo de sacrificio como relato: El matadero es una puesta en escena que recorrerá la cultura argentina, socavada por divisiones y antinomias irresolubles. La tentación del sermón se reflejará en la profesión de fe del intelectual que cree poder sobrevolar sus líneas.
Anticipación, para el caso, de una violencia donde las víctimas se tornan victimarios y así sucesivamente. Echeverría, no sin cierto eco en la Biblia, habría querido decir algo acerca de cierto "crimen inicial" que debe permanecer mudo para que toda una genealogía haga historia.
Y en efecto: en este encuentro catastrófico con lo real, como algo no inscripto –que, sin embargo, posibilita la literatura- damos con una historia que tiene una apariencia de círculo recurrente donde el crimen es nombrado como el efecto de un discurso del Bien preestablecido. El sermón ocupa su lugar ahí.
En El matadero está esa atmósfera enrarecida que anticipa crímenes a los que se quiere poner remedio mediante otros crímenes todavía más acentuados hasta que los cuerpos mismos desaparecen. Lógica circular. Diría que El matadero toma a la cultura argentina en una forma lógica de estructura suicida.
La prédica final vale como una oración fúnebre de esta autogestión. El sacrificio poco tiene que ver con el suicidio. Es más bien su contrario. El sacrificio es una institución, escena donde se cede una parte al todo – divinidad - para recibir algo a cambio en un sistema ya codificado. El sacrificio es una forma de economía, que para los griegos quiere decir "gobierno de la casa". Nada parecido ocurre con el suicidio; si me suicido no puedo hablar de suicidio; si hablo de suicidio no me suicido, significa la paradoja del suicida, alguien que gira solo, alocado, sobre sí mismo. Pero esta paradoja no es ajena a la literatura.
Del mismo modo que el sacrificio, la literatura es una institución; ahora bien, el intercambio en la literatura, a diferencia del sacrificio, es ambiguo: el "valor" es el juego de unas reglas que sin cesar se inventan.
El matadero es un intento de descripción; Litrée dice que uno de los sentidos de "describir" es "cazar" e implica la reapropiación de un lugar que signifique y condense todos los lugares posibles: el foco, el centro, el matadero. Como si al nombrar ese lugar mediante lo escrito la cosa imposible de decir tocara a término, evitando una reconciliación falsa, la cual lo único que hace es preparar la vuelta de lo mismo.
El relato comienza: "A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes...", señalando el deseo de ruptura con la tradición anterior, creándola al mismo tiempo, ya que esa tradición no existe literariamente, y afirma una separación: el arca es el lugar mítico donde los seres y las cosas pueden reunirse.
Hay un origen perdido: "la patria que vosotros habéis asesinado infames"; que recurre en el insulto que es, a su vez, un recuerdo de otro código, el de las Palabras Simbólicas.
La referencia ideológica, abrumadora, no debe dejar escapar el eco, lejano, que recurre, respecto de la jerga popular y el relato de tipo costumbrista esbozado en El matadero. Como si el propio Echeverría hubiera entrado a escena en un aparte.
Si los federales llevan luto por la muerte de su heroína, el unitario les responde, según la creencia romántica en una ley del corazón, que el único luto se dice en esa profundidad, esa otra pérdida, la de la patria, la superficie misma del relato es el luto y la mancha de la pérdida del fundamento originario que no está en la Tierra sino en Mayo, extraviado por Rosas . Perdido el origen, muerta la patria, sólo queda por localizar, narrar el efecto de esa pérdida que es la Federación, algo que Echeverría por cierto no nació para contar... surge la fatalidad y la impotencia de lo que está dado de hecho y los ecos bíblicos impregnan el relato: "Entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco de tormento como los sayones a Cristo". La ruptura con lo español obliga al rechazo de una forma de pensar y de escribir, esa ruptura le descubre a Echeverría la posibilidad de otra genealogía. Eso se da en el momento de la escisión misma.
Lo que hemos llamado narrador puede despejarse en tres figuras: el narrador irónico, que sabe algo y que desde la perspectiva de un cuadro de costumbres produce una forma nueva; el narrador idealizante, que introduce el personaje del unitario y que suprime en un mismo trazo ideal y según la lógica que le es implícita; el narrador ideológico, es decir, la voz que concluye, más próxima a la oratoria, del punto de vista de Echeverría.
Me refiero a quien pronuncia "infames". El primero enuncia el contexto histórico, concreto, de un modo homológico, costumbrista; el segundo incluye lo romántico en tanto negatividad –Hegel piensa lo romántico como forma de lo negativo-, y el último, en una apódosis, en el tiempo de concluir* del relato, traduce las modulaciones anteriores a un binarismo donde cesa la heterogeneidad anterior y no se enuncia sino que se denuncia simplemente: los federales son el Mal que no sabe de sí mismo en tanto que los unitarios son las Luces. Baudelaire decía que el mal es fácil de hacer; lo difícil, parece responder Echeverría, es escribirlo y, apuntamos, mantenerse en la escritura sin apelar a la filosofía.
A las Luces.
¿Por qué esta traducción no tiene que ver con ideas anteriores, las del Dogma, sino que es interior al mismo relato?
Es que las Luces se han vuelto sombras: ahí está la figura del juez corrupto, silenciosamente cómplice, y un tipo de "educación" donde los muchachos se adiestran en el uso del cuchillo y un heroísmo que culmina en el degüello de un niño por accidente. Matasiete es el héroe de un coro donde zumba la mazorca. Echeverría se ha dado cuenta ante ese espectáculo de que escribir un cuento para denunciar a los federales sería irrisorio. Bastaría un panfleto y otros lo hacían mejor que él. Sin embargo, se apura en concluir. Porque si bien es cierto que los tres narradores no son puros y la denuncia palpita y contamina los varios niveles del relato, la declamación final resulta en demasía excéntrica, marcando, sin equívoco, el valor que una época concede a lo narrativo: narrar no basta y es necesaria una palabra conminativa. Quien inaugura un arte de narrar, en esa complejidad de origen, cae en un cierto "suicidio" narrativo.
Esta construcción nacida prematuramente reniega de sí misma: la imposibilidad decretada de escribir la escena que sin embargo se escribe se envuelve en una misma lógica con la necesidad final de traducir lo escrito.
Esta complejidad evidencia lo vago de reducir a un "panfleto" un relato que al intentar suprimir su singularidad en favor de lo general –lo ideológico, las palabras rectoras de Mayo - inscribe esa singularidad, su marca y su huella, en su tentativa de supresión como relato.
Hay una guerra de atribuciones. La descripción se tiñe de una sustancia, una naturaleza insufrible, a la vez odiada e imposible de odiar. Kierkegaard ha dicho que es imposible juzgar a "todos los hombres" porque sólo se juzga a individuos.
Esa imposibilidad deviene impotencia en el relato de Echeverría cuando habla del "cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos". Pero ¿no era esa chusma la que tenían por objeto educar las Luces como a una carne sin memoria?
Tampoco se juzga a bestias, decía Kierkegaard, sino a individuos. Si los matarifes son bestias no pueden ser cínicos: a éstos nada de lo que es humano puede serles ajeno. Echeverría no lo ignora y por lo tanto sus personajes serán el objeto del juicio. Cuando los matarifes lanzan su anatema contra el "salvaje unitario", el otro es ya una insoportable alteridad. Echeverría ha ido hacia el centro donde palpita el corazón del Mal y ve en éste miembros fantasmas que pululan por todos lados.
En ese espacio palpitan diversos grados de violencia que preludian el desencadenamiento final. Hay una indeterminación en cuanto al sexo del animal que se resiste a ser pialado: no se sabe si es un novillo o un toro. Los matarifes sugieren una analogía política ante su obstinación: "-Es emperrado y arisco como un unitario –Y al oír esa palabra mágica todos a una voz exclamaron: - ¡Mueran los salvajes unitarios!".
Y hay vivas para Matasiete, el "degollador de unitarios", para que se encargue de él. El lazo se desprende del asta cuando quiere enlazarlo y cercena por accidente la cabeza de un niño. Atónitos por un instante, los matarifes se ocupan más de la huida del toro que del niño degollado. El sarcasmo festivo renace cuando luego de cortarlo en pedazos reconocen sus órganos genitales.
La aparición de las patillas del unitario se da en radical contraste con ese ámbito tribal, caldeado y de humor truculento, descrito con exasperación y admirable perspicacia por parte del narrador: la escena del escape del toro con todos sus incidentes tiene un sabor antológico por su ágil contundencia.
Pequeña república en el interior de la república –perdida como patria para el narrador-, el matadero es el lugar donde acontecen en el lapso de unas horas ciertos rituales de sacrificio. Una farsa sacrificial donde toda la sangre que corre no basta para saciar al idolatrado dios de la Federación, que alude a Rosas.
La imagen misma del unitario es una injuria ante esa credulidad. Quieren tusarle el cabello a la federala. Otra vez se reclama a Matasiete. El juez los contiene: piden que no lo degüellen. El degüello era entonces una “institución” en la época de Rosas: el humor negro decía que lo había impuesto para ahorrar gastos con el verdugo. Mientras en rito se repara, suena la música de la mazorca: "un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas, cantaba al son de su guitarra La Resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales. Cuando la chusma, llegando en tropel al corredor de la casilla, lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.
"-A ti te toca la resbalosa - gritó uno."
Los giros, populares en los matarifes y librescos en el unitario, al chocar acentúan la violencia. Él los llama "infames sayones". El juez trata de calmarlo, como alguien acostumbrado a convalidar tales oficios:
"-¡A ver –dijo el juez-, un vaso de agua para que se refresque!"
"- Uno de hiel te haría yo beber, infame."
Intentan desnudarlo en una escena no ajena a formas de tortura. El chorro de sangre que brota del unitario ante quienes "sólo querían divertirse" no irrealiza la escena inenarrable: es la constatación del narrador de que el mal, ahí, en ese centro desplazado, nunca será del todo dicho y que no puede, al fin, juzgarlos a todos.
Eso lo separa por una línea tenue del personaje que, en un contexto de tipo costumbrista, hace resonar como grotesca su oratoria solemne –"primero degollarme que desnudarme"; prefiere perder la cabeza, o el corazón, antes que desnudar su cuerpo: es la suya una muerte "inverosímil" que lo sustrae a la versión "realista" que coincidiría con su humillación.
En cierto modo, El matadero entra a la literatura sacrificando lo romántico en lo imaginario. El héroe de El matadero muere "mal". La analogía de los matarifes con los sayones y del unitario con el Cristo hace de este texto también un sacrificio. Estas analogías son un toque de ridículo que impregna la crueldad grotesca. Es una muerte demasiado simple para ser un sacrilficio. El habla y los giros de los matarifes se ajustan al contexto en que viven y no a un repertorio codificado por la oratoria. Su habla irrumpe con fuerza dialectal. El crimen palpita en el divertimento. Pero también en la indignación. Ocurre como si dos literaturas cruzaran sus orillas sin tocarse pero el relato las hace jugar en senderos que se bifurcan.
Así, las gotas que recorren la frente del unitario son "perlas" de sudor, en tanto que todo lo que connota a los otros se resuelve siempre en lo bestial, es decir, lo inenarrable. El juez del matadero, en tanto funcionario al servicio del régimen que desconoce toda ley que no sea la fuerza del poder al que sirve, tendrá larga data en la historia argentina. .
La diferencia y el choque de atribuciones en el relato se da en el plano de las figuras, pues por metonimia el matadero es identificado con la Federación y, por una metáfora trucada, el Restaurador, con su mismísimo dios. La metonimia y el símbolo son las dos figuras rectoras de lo instrumental en la cultura argentina: “la ideología” consiste cómo implementar su fetichismo.
El delirio "ideal" del unitario se corresponde con la construcción del relato: quisiera señalar la escena de una realidad aplastante e irreal. Su lenguaje se limita a la oratoria o al estallido de sangre. El narrador es quien toma su lugar: juzga por el juez corrupto y habla por su personaje en el final.
Es en esa posición múltiple del narrador donde estriba la fuerza y la permanencia de este texto: en que extravía el "centro" de la Federación al querer encontrarlo dejando la mácula de sangre de un sacrificio equívoco.
El drama tiene otra flexión: el manuscrito no verá la luz por las condiciones de censura existentes y será rescatado por Gutiérrez; Echeverría estará entre los primeros escritores que experimentan una separación ante un público: no sólo está “censurado” sino que ese público ni siquiera existe.
El "drama" en lo literario no parece ser el actual.
En un Cortázar o un Borges, en referencia al cuento, el problema no se plantea entre una lengua que todavía no tiene literatura y la presión del pasado hispánico ni en ese tipo de cierre final que hace resonar por un recurso oratorio las ideas previas. El problema es más bien de transliteración: no hay un código cerrado, ideológico, que regule y cierre el relato sino tensión entre lenguajes. Pero uno diría que algo de lo inenarrable prosigue... hay ahí que devolver El matadero a la diferencia que lo constituye, a su drama, para leerlo como interrogación, acontecimiento de apertura y cierre, punto ineludible entre otros signos que va trazando una literatura.

Revista Pluma y Pincel, 3/10/1977.
Este fue mi primer trabajo publicado en una revista de la época: el tema refleja la violencia de los tiempos. No hay una solución pero el problema sigue vigente. Rosas quiso restaurar hábitos de la colonia, los unitarios buscarán reencontrar al Mayo que soñaron. Habrá que esperar a Alberdi para que encuentre una ley que ponga fin a la guerra civil que retorna desde los lugares más imprevistos. Me concedo el mérito de haber captado - contra Heidegger- de entrada que el "fundamento" de la nación no está en la Tierra o el Ser sino en la "escritura" de una constitución, que es imposible sin un consenso cívico.
No hay vuelta al Origen sin extermino: precisamente la constitución "constituye", instituye, es el desplazamiento del Origen mismo, un acto de separación de lo tribal que coincide con la libertad misma.

martes, 14 de septiembre de 2010

Bel Ami - Sofía González Bonorino

Bel Ami: frases y silencios remiten a una gramática imposible. Pena, pero fugaz. El tiempo se detiene, ajeno. Ya escrita: la vida, ahora, es de los otros.. Melancolía física. Maupassant rema. Cae el universo, se apagan las estrellas en el lento movimiento de sus brazos. El cuerpo es la Naturaleza, una imagen quieta para decir lo divino. Y la incomodidad del pensamiento que se enerva.

Desesperación sin voces, sin palabras.

Ahorcada por el ideal. Camino entre sombras, me escapo de la angustia que ilumina, como un gran sol enloquecido, mi vida entera. Me hundo en las pupilas de los otros. La realidad es una ráfaga que pasa, geografía sin cuerpo, sin efectos. Deambulo, calles grises. Ideas fijas, visiones que se repiten. Liszt y la Rapsodia Húngara N. 5 .

Una idiota alienada a la música.

Bel Ami se incrusta, sin mancharse, en las ciudades nocturnas.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Diciembre - Sofía González Bonorino

Un latido, del corazón, desde el fondo, una voz, voces que se abren paso, a latigazos, una fuerza que irrumpe, que empuja, un viento. Algo, un espasmo del corazón que se derrama, se enrosca, o se dispara, erecto, como una flecha hacia el vórtice de mí, en lo que imagino un centro, árido, pesado. Las flores del cerezo en mi cabeza, corona que enluta la tarde, ésta, de Buenos Aires yo, la frente inclinada sobre el papel, la lapicera en la mano, las voces que son como latidos, campanadas negras que sacuden la sangre y vuelven, desandando el camino. Oleaje triste de un mar que se despliega, inmóvil, hacia un mismo horizonte. Las voces, afiladas, retornan al lugar de origen y se estiran, se disparan, se consumen. En mis arterias, un fuego. Algo por decir, por inventarse. Trazo imposible que se desgrana y me ocupa entera. Me lloro sin decirme. Voy cayendo en el cuerpo como en un abismo. Las voces se me enroscan, tirabuzones de letras sin sentido. En el silencio estéril, un latido, lejos.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Generación Literal





Página 12.
Nota de tapa: Radar libros. Indice. Generación literal: los tiempos no eran mansos. En pleno 1973, armados de anonimato, un grupo de jóvenes...

Domingo, 17 de noviembre de 2002


Generación Literal por Héctor Libertella







Revista de culto si las hubo, Literal, como Martín Fierro en la década del ‘20, ejerció una extraña influencia en la Argentina de los setenta. Traía una novedad perversa: el lento destilado del psicoanálisis en la literatura, que unos años antes, de la mano de Oscar Masotta, producía la hibridez de un cruce entre el inconsciente y la letra. El resultado fue una propuesta extrema de la que muchos bebieron para esclarecer las cosas y producir textos. El secreto de “la generación Literal” (como luego los iba a bautizar la crítica académica) fue sencillamente retórico: desplazar fuerzas en el campo de las argumentaciones.Sus integrantes eran un grupo de muchachos casi más sospechosos que aquellos jóvenes del Salón Literario de 1837. Los tiempos no eran mansos: la turbulencia de Cámpora en el poder, el regreso y muerte de Perón, el golpe militar del ‘76. Los antepasados ilustres estaban anunciados por Osvaldo Lamborghini en lo que él llamó “la casta del saber y de la lengua”, a saber: Macedonio, Girondo, Borges.Germán García publicaba un epílogo a El fiord de Lamborghini, sí, pero lo hacía encubierto tras su segundo nombre (Leopoldo) y su segundo apellido (Fernández), acaso para no complicar el juicio por obscenidad contra su novela Nanina. El propio Lamborghini prometía escribir un invisible libro de imaginación crítica que nunca escribió. Su título coincide con el de este prólogo. Desde París, Sarduy lanzaba la más hermética definición del barroco: “Todo por convencer”, y Lacan completaba la propuesta con aquella magistral y no menos hermética clase sobre el barroco que apareció en la revista.Con la cerviz inclinada sobre su escritorio, el editor Alberto Alba -”el negro dos veces Alba”, como lo llamaría Juan-Jacobo Bajarlía–, encargado de los primeros números, redactaba como cabalista el único libro que puede escribir un editor: su catálogo. Los avisos de ese catálogo sostenían, aquí y allá, como las piernas de un Yeti, la estructura financiera del conjunto. Los nombres que nutrían ese catálogo y esos avisos eran, poco más o menos, parecidos a los de la revista, en un canje donde adentro/afuera quedaban superados como diseño: El frasquito, de Gusmán; Telémaco, de César Guillermo Sarmiento; De este lado del Mediterráneo, de Tamara Kamenszain; Sebregondi retrocede, de Lamborghini, la Biblioteca de Psicoanálisis “Tiresias”...La propuesta Literal duró apenas cuatro años y sólo aparecieron tres volúmenes. (“Las especies más sofisticadas –observaría algún Darwin– tienden más rápido a la extinción.”) Pero desde el número 1 y por las barras de los números 2/3 y 4/5 iba haciendo salto de rana una Argentina política, social y económica que hoy parece interminable. En este sentido, y sólo en éste, se podría calcular que Literal fue más longeva que Sur.La composición de los sucesivos comités de redacción y dirección fue variando desde García, Lamborghini, Gusmán y Lorenzo Quinteros a Lamborghini, García, Gusmán y Jorge Quiroga, y a García solo. Esos comités, se podría decir, cambiaban como cambiaban ellos la arquitectura de la mirada. Otra velocidad de la luz del ojo. No al espejo: “La apología del ojo que ve y refleja el mundo funda el imperio de la representación realista”. No al realismo: “La literatura es posible porque la realidad es imposible”. Y, sin embargo, táctica de tácticas en el ghetto literario, en ninguna parte aparece la palabra vanguardia.Muchas frases eran apodícticas: parecían saberlo todo. Detrás de ellas despuntaba sin embargo el gesto cómico del que quiere ser cortés con su interlocutor y prueba versos varios, variedad de retóricas. Una especie de actitud esforzada, heroica, que Lacan iba a recuperar del inglés para bautizar como “mock heroism”. Es decir, una forma grotesca de ser amable en el interior de una cultura, sin saber cómo serlo. Ni quererlo.Alberto Alba tuvo que abandonar su participación y entonces lo reemplazó un editor de audacia y prestigio en el mercado argentino: Horacio García. El filósofo Eugenio Trías llegó de España y también perdió su firma entre las páginas de la revista. Dos colaboradores murieron en el trayecto (Marcelo Guerra y Horacio “Pepe” Romeu). Hubo muchas peleas personales porque nadie se reconocía en su lugar y todos cultivaban el célebre verso de Rimbaud: “Yo es otro”.
La política de tachar los nombres propios en la revista Scilicet –que dirigió Lacan en París– hacía lejano eco en Literal. Pero aquí se parecía más a esa leyenda criolla de las pancartas que después iban a invadir el casto urbano: SOMOS LA RABIA. Como francotiradores con pasamontañas en la cabeza, estos jóvenes cultivaban el anonimato (y esta antología da cuenta sobre todo de esa voluntad de NN). Aquí el anonimato no es hijo de ninguna tradición medieval que diga que el nombre es propiedad de Dios y nadie puede usurparlo. No. Aquí podría remitir a una cuestión de naturaleza tribal que la antropología estudió con máxima sofisticación.C. L.-S. (a quien, para respetar también su anonimato, no llamaremos Claude Lévi-Strauss) cuenta de esta manera una investigación suya de campo: “Para ser Alguien, en aquella tribu todos hablan al mismo tiempo y se canjean unos por otro. Allí, el que calla y no se canjea es Nadie”. Y para respetar todavía más el anonimato constitutivo de la revista, no diremos que Josefina Ludmer y Lamborghini analizan treinta y cinco versos de “Elena Bellamuerte”, o que Germán García escribe “Por Macedonio Fernández” sin firma, porque acababa de aparecer su libro Macedonio Fernández: la escritura en objeto, y para qué duplicar.
O que Lamborghini y García engendraban a cuatro manos “El matrimonio entre la utopía y el poder”, con el curioso procedimiento que consiste en escribir uno la frase del otro. O que Gusmán hacía intervenciones puntuales para transformar en un terceto ese dueto.
La ficción podía ser firmada o no, porque el imaginario –como dice François Wahl– es lo único real del texto, y a partir de ese soporte poco importa que exista o no el ornato de un apellido.He aquí esa constelación de imaginarios, para un hipotético Diccionario del Who’s Who: Julio Ludueña / Ricardo Ortolá / Oscar Steimberg / Susana Constante / Oscar del Barco / Héctor Libertella / Eduardo Miños / Edgardo Russo / Luis Thonis / Alberto Cardín / Cristina Forero / Aníbal Goldchluk / Antonio Oviedo / José Antonio Palmeiro / Pablo Torre. (Para el listado exhaustivo, ver en este volumen “índice de índices de la revista Literal”.)El tiempo en literatura es otro: se pliega literal, tal cual plegamos las páginas de un libro que estamos leyendo. Un Lewis Carroll puede estar agazapado en posición fetal en el vientre del Quijote, y en esa posición lo actualiza, le da juventud y longevidad. Los capítulos que siguen se recuperan en su versión original, sin ningún tipo de intromisiones gramaticales. Contienen de todo: manifiestos, poemas, homenajes, relatos, polémicas, sueños. Son páginas que pueden ser plegadas como si hubieran sido escritas hoy o, acaso, como los restos de un futuro que vuelve.Buenos Aires, 2002








miércoles, 1 de septiembre de 2010

Baudelaire o el comediante papal


Luis Thonis




Sobre Pobre Bélgica de Charles Baudelaire. Traducción : Luis Echávarri. Introducción, revisión y notas : Américo Cristófalo y Hugo Savino. Editorial Losada, I999, 242 páginas.

En 1859, Baudelaire escribió en Mi corazón al desnudo : “ De niño, quería ser unas veces Papa, pero papa militar; otras, comediante. Goces que me producían estas dos alucinaciones.”
En sus escritos sobre Bélgica, hacia I864, recopilados en la reciente edición de Losada, este estado alucinatorio tiende a ser literal y el poeta llevará a cabo una pequeña guerra de religión como comediante papal.
Cuando la guerra de religión pasa a primer término sustituyendo a la política la consecuencia es el fascismo o el fundamentalismo. Pero aquí no se trata de ninguna cruzada sino de la aventura de un sujeto singular. Baudelaire descubre una modernidad acelerada y con ella la imposibilidad de alegorías. Bélgica asoma como futuro en bruto, menos como la tierra de los ciegos de Brueghel que como una sociedad de pájaros de ojos amputados. La caracterización de los pobres, las viejas y los niños, que en la mayoría de las culturas aparecen como incontaminados, constituye una de las conclusiones más terribles del libro porque confirma que el otro no puede aparecer como prójimo: “ La miseria, que en todos los países conmueve tan fácilmente el corazón del filósofo, no puede aquí más que inspirarle la repugnancia más irresistible... tan marcada por la bajeza y el vicio incurable está la cara del pobre!”
“ La infancia, linda en casi todas partes, es horrible, tiñosa, sarnosa, mugriente y merdosa. La anciana misma, el ser sin sexo que en todas partes tiene el gran mérito de conmover la mente sin inmutar los sentidos, conserva aquí en su rostro toda la fealdad y toda la necedad con que fue marcada la niña en el vientre materno. No inspira, en consecuencia, cortesía, respeto ni ternura”.
Ante el sopor belga, Baudelaire no puede generar una alegoría, desterrada, ridícula y sublime, de esta revelación como lo hizo el El Cisne donde el ave- emblema que escapa de la jaula da lugar a un pasaje de la cautividad al exilio final. El poema trivializa magistralmente los emblemas clásicos y el lugar de lo adánico en la tierra, donde el cisne alude a la ciudad remodelada, es decir, destruida, Victor Hugo u Ovidio, políticamente exilados, o el mismo Baudelaire que asiste a la asincronía que entre el spleen- la bilis negra de lo real - y el ideal cada vez más inalcanzable.
Tampoco puede reencontrar las marcas enigmáticas del mal dosificadas por el tiempo de sus poemas Los siete viejos o Las viejecitas.
El giro tout à coup - “de pronto surgió ante mí un anciano cuyos amarillentos harapos...”- que anticipa para el paseante un encuentro imprevisible- con el cisne, viejos o viejas, la desconocida o el atardecer -, le está vedado en su música, como si en Bruselas no hubiera posibilidad de resonancia.
El crítico más influyente de la época, Sainte Beuve, consideró a los Paraísos -I851- una obra de mayor envergadura que Las Flores del Mal, 1857, a las que Baudelaire agrega poemas como El Viaje cuatro años después. Pero su libro sobre Bélgica ha sufrido algo peor que el desatino : la desaparición que hace que los lectores contemporáneos de Baudelaire- hablo de Verlaine o Mallarmé- no pudieran conocerlo. De la historia de sus ediciones dicen algo Américo Cristófalo y Hugo Savino. La abundancia de sus notas constituyen una viaje por toda las referencias de Baudelaire, además de añadir poemas no traducidos sobre Bélgica.
Ejemplos: cuando Baudelaire llama a Rubens “ granuja vestido de raso”, las notas nos recuerdan su elogio en Los Faros, o cuando se refiere a Namur se nos aclara que ahí existió una antigua sociedad, los pinzoneros, que ejercían la práctica de arrancarles los ojos a esos pájaros con el pretexto de que así cantaban mejor.
Bélgica deshabillé - título original, que alude a un país sorprendido en paños menores - , no fue escrito para ser editado en sentido contractual sino por la imposibilidad de publicar que fue, además de las conferencias y mantenerse lejos de los acreedores, el objetivo de su viaje y éste es un elemento importante en la rescisión del contrato social. Es diferente no sólo a su obra sino exterior a un siglo y constituye uno de los textos más contundentes por parte de quien leía Tartufo de Molière como un panfleto.
Después de Sainte Beuve- que terminó siendo senador - hubo un Paul Valéry que leyó su obra como la aplicación de las teorías de Poe, la torpeza surrealista y la voluntad sartreana de querer disolver el talento en cuestiones de conciencia que influye en las interpretaciones a partir de los sesenta. Habría que hacer la historia de las lecturas de Baudelaire, que no pocas veces han coincidido con la apertura de un proceso. Hoy la orden del clero mediático es : no pensar demasiado, no formular ningún problema intelectual. Mithos y thanatos la emprenden contra eros y logos. Lo de Sartre, en comparación, suena a osadía. Las lecturas de Georges Bataille y Walter Benjamin se han negado a darle una solución. Este último nos dice que no hay que tomar demasiado en serio el satanismo de Baudelaire. ¿ Por qué no hacerlo?
Leamos Las Letanías de Satán, donde el poeta le ruega al demonio que se apiade de él: “ Pere adoptif de ceux qu’ en su noire colere/Du paradis terrestre a chassés Dieu le Pére/ Oh Satán, prends pieté de mi longue misere!”
El demonio en las letanías ya suena a evocación, como cosa del pasado: mi hipótesis es que el demonio murió de aburrimiento, acaso refugiado en una iglesia, por la devaluación de la mercancía alma que era su preciado objeto de caída y desvelo.
O tal vez el demonio fue asesinado, como escribió Stevens, o fue un blanco entre otros de ese ejército que en El Porvenir de la Ciencia Renán anuncia que marcha invencible a la conquista de lo perfecto. Ese ejército del progreso no tiene en Bruselas, a diferencia de París, ninguna resistencia. El problema no es la muerte misma del demonio- que existió en tanto encarnaba en los cuerpos - sino su resurrección no teológica: la que da lugar a ese puritanismo exacerbado que es el nazismo que derivó en el tópico de la banalidad del mal, comentado en el prólogo de Cristófalo y Savino: “El hombre del progreso convertido en difamador. El artista bien informado, el que sabe cotizar. La rabiosa religión de la lámpara de gas que recae en ilusión, en mito y que encima cree haber alcanzado la cima de lo antireligioso.”
Bélgica es una tierra donde no florecen las flores del mal. Está lejos de Jeanne Duval, la negra alcohólica, que siempre reaparece como obsesión única entre las otras mujeres, que no sólo lo engaña y lo considera un fracasado sino que no valora su obra en lo má###ínimo, haciendo eco con el director del diario que le corrige los versos y académicos que le temen o se burlan de él. La poesía que considera verdadera es desechada en Francia y lo expresa a su amigo Laconte de Lisle: “todos los elegíacos son canallas”.
Tal vez pensaba en la vulgaridad de Jeanne cuando escribió: “ La mujer es lo contrario del dandy. Por lo tanto, ella debe producirle horror. La mujer es natural, es decir, abominable.” Eso contrasta con cartas de amor a diversas musas que aparecen.
En Bélgica, tampoco está Ancelle, “ la llaga de mi vida”, el notario que retiene sus fondos y cuyas preguntas - “ ¿ Quiere usted a su madre? ¿ Cree usted en Dios? Hay un Dios, ¿ no es verdad?” le causan ataques de nervios. Está ante pequeños burgueses como Ancelle, que “ conoce tanto de literatura como un elefante de bailar boleros”, pero en un estado terminal que hace imposible agredirlos.
Sus peleas anteriores son imposibles en un país donde no tiene relevancia el principio de arlequín o de la uniformidad de Leibniz enunciado por el personaje de comedia: todo es como aquí en todas las cosas. Nada, comprueba Baudelaire, es como aquí, pero está en vías de serlo. Es un lugar de cultivo para el ideal humanitario de un Victor Hugo y el ocultismo de un Alan Kardec. Siempre ha sido así, hasta la New Age: cierto progresismo ha sido complementario de ocultistas y espiritistas.
Este lugar tan de excepción por su necedad está a punto de convertirse en medida y esto - la idea de que el mundo será belga- es lo que fascina a Baudelaire hasta hacerlo retornar a Namur para terminar su libro. Ahí se vuelve afásico y sufre un ataque de apoplejía fatal.
La sensibilidad de Baudelaire es antipuritana y antigótica. Lo advertimos en su repugnancia por Brujas: “Ciudad fantasma, ciudad momia, más o menos conservada. Huele a muerte, Edad Media, Venecia en negro, los espectros rutinarios y las tumbas”, en su recurrente caracterización de las iglesias, en la afirmación de lo jesuítico, especialmente en Amberes, ciudad que le encanta. En Sade la naturaleza no puede satisfacerse sino en su propia destrucción. Flaubert piensa que para destruirla hay previamente que exaltarla. En los cuadernos, Flaubert reconoce que Sade “ representa “la última palabra del catolicismo” en tanto responde al “ espíritu de inquisición, al espíritu de tortura de la Iglesia de la Edad Media, el horror de la naturaleza, ¿ han observado que no hay ni un animal ni un árbol en Sade? El goce y el horror de la naturaleza le parecen tan íntimamente ligados que uno supone fatalmente el otro”.
En La leyenda de San Julián el hospitalario, Flaubert retoma la vena sádica de la leyenda medieval. Julián comprueba en su frenesí contra las cosas que ellas no pueden destruirse infinitamente cuando por error mata a su madre y a su padre, cumpliendo una profecía: el héroe de la crueldad tiene que destruirse a sí mismo y esto coincide con la santidad de un heroísmo premoderno que no distingue al protagonista de un sonámbulo que sin embargo anuncia un posterior malestar. El héroe premoderno se enfrenta a la ley o reconcilia con Dios, pero el héroe moderno se extravía en un laberinto de controles y de normas. Balzac ya compadecía a las mujeres que querían tejer sus historias amorosas. Esto le resulta imposible en una civilización que hace consignar la entrada y salida de carruajes, cuenta las cartas y pronto tendrá el país “ catastrado hasta en su mínima parcela”.
Es Benjamin, en su análisis del héroe moderno, quien examina la red de controles que se acentúa con la revolución y va coartando cada vez más la vida burguesa. Afirma que en los barrios proletarios hubo resistencia a que se numeraran las casas. Baudelaire -escribe Benjamin- se hallaba perjudicado como un criminal cualquiera por ese empeño. París ya no es la patria del flâneur y en pocos años tiene catorce direcciones: no trataba sólo de escapar de los acreedores .
El vagabundeo acontece en el resguardo de la multitud donde nadie está del todo claro para el otro ni nadie es al mismo tiempo del todo impenetrable. Hausmann es el “urbanista” que termina con las barricadas: la arquitectura responde a la mirada del jefe de policía.
La anchura de las calles establece el camino más corto entre los cuarteles y los barrios obreros. Benjamin se refiere a la experiencia belga de Baudelaire en las Iluminaciones: “No hay escaparates en las tiendas. El callejeo, tan grato a los pueblos dotados de imaginación, es imposible en Bruselas. No hay nada que ver y los caminos son imposibles. Baudelaire amaba la soledad, pero la quería en la multitud”
En los Paraísos leemos la confesión siguiente: “Por regla general, los pocos individuos que me han resultado antipáticos en este mundo eran personas que tenían una posición económica próspera y gozaban de buena reputación. Por el contrario, recuerdo a todos los sinverguenzas que he conocido, que no han sido pocos, con agrado y con ternura”.
En Bruselas, lejos de los simpáticos personajes de la bohemia, su editor extravagante, Poulet- Malassis que termina más arruinado que él o el admirado aguafuertista Meryon al que intenta ayudar en vano, tropieza con un perpetuo purgatorio de una decencia que es la fachada torpe de la impostura. A un belga - escribe - no puede ocurrírsele que el elogio de un hombre por otro sea desinteresado porque carece de la facultad de admirar. Tienen, en cambio, una profunda credulidad para la cual cualquier cosa puede ser objeto de culto. Nos habla de librepensadores que creen en los aparecidos, de los ejercicios de retórica militar que cuentan batallas imaginarias, del rey que echa al médico cuando lo alerta acerca de la muerte, de crímenes más atroces y estúpidos que en otras partes, mujeres que insultan si le les ofrecen flores, de su familiaridad y desprecio por el hombre célebre, de la venalidad de las costumbres electorales y lo barato que cuesta comprar bancas en la cámara de diputados a diferencia de otros países : “ Esta gente sólo piensa en montón. Relatáis una anécdota cómica: os miran con ojos tristes y aire afligido! Os burláis de ellos, se sienten halagados y creen que los felicitan! Curiosidad por los asuntos ajenos. Goce con las desdichas del otro. Un obrero francés es un príncipe en comparación con un aristócrata belga. La pobreza es una gran deshonra. Barbarie de los juegos infantiles. Pájaros atados con una pata a un palo. No estar conforme es un gran delito. Nada de latín ni de griego. Nada de filosofía. Nada de poesía. Estudios profesionales. Educación para hacer ingenieros o banqueros”.
Baudelaire se declara espía, parricida y pederasta. Por esa confesión, sus anfitriones concluyen que Wagner también debía de serlo. Detalla una cultura sordamente infantilizada, donde la renuencia contra la muerte y el desconocimiento del crimen son signos de una progresiva imbecilidad : “ Las personas que llaman a Booth criminal son las mismas que adoran a la Corday”.
Arthur Power dijo que a Joyce le fascinaban los pubs que rodeaban la Christ Church porque le recordaban las “tabernas medievales en que se codean lo sagrado y lo obseno”. Baudelaire, en cambio, se encuentra ante una arquitectura donde hay jarrones de flores en los frontones y caballos sobre los tejados : es lo que denomina estilo juguete. Son tiempos sombríos para el libertinaje.
Reina la moral de las nuevas inquisiciones colectivas.
Baudelaire se declara incompetente con las belgas. Es el gótico el que torna a las jóvenes y bellas en doncellas ya viejas. El mal en la tradición gótica es afantasmado, nunca hecho a sabiendas. Nada evoca a esa mujer, la prostituta de su poema Alegoría sobre el que giran todas las flores del mal. Las citas de la prensa belga permiten inferir a lo que se enfrenta: “Los hombres son solidarios, deben unirse en el gran principio de la mutualidad y rechazar cualquier idea extrahumana que no tiene fundamento en parte alguna. Guerra a Dios! El progreso consiste en eso!”
“De toda la política sólo entiendo una cosa: la revuelta”, escribió Flaubert, expresando en prosa lo que en Baudelaire, blandiendo un arma en una esquina de París, era grito: ¡abajo el general Aupick! Ese espíritu de bohemia coexistía con lo que Marx llamaba conspiradores profesionales “que dedican su actividad a la conjura y viven de ella”
Nada de eso es posible en Bélgica: “Nunca he comprendido tan bien como al verla la necesidad absoluta de convicciones. Añadamos que cuando se les habla de revolución seriamente se espantan. Viejas doncellas virtuosas. Por mi parte, cuando consiento en ser republicano, hago el mal a sabiendas. ¡Si! ¡Viva la Revolución! Siempre a pesar de todo! ¡Pero no me engaño, nunca me engañé! Di¡viva la Revolución como diría viva la destrucción! Viva la expiación!, viva el castigo!, Viva la Muerte! No sólo me alegraría de ser víctima, sino que no aborrecería ser verdugo, para sentir la Revolución de dos maneras!”
La Revolución no asume el nihilismo que lleva en sí. Las convicciones son las que lo aproximan al dogma de la iglesia, a la encíclica de 1864 y al Syllabus de Pío IX, donde se condena al socialismo, al liberalismo y a los nuevos cultos.
Baudelaire no es un reaccionario ultramontano, en el sentido de su admirado Joseph de Maestre- “no se atacan las ideas si no se ataca a las personas”- , aunque como él en la crisis de soberanía que asalta Occidente delega todo en Papa. Este reaccionario es un sujeto moderno y por lo tanto complejo: capta el nihilismo en el mismo progreso. La reacción ante la estupidez no apunta a restaurar fetiches. Reacciona ante una sordera estratificada. Como si el rechazo de esas nuevas devociones lo llevara a afirmarse en el dogma y eso tuviera que ver con la posibilidad misma del sujeto. Con la misma sonrisa: “La sonrisa es prácticamente imposible. Los músculos de sus rostros no son lo bastante 0flexibles para prestarse a ese movimiento suave”.
Están citados los diarios belgas, los discursos parlamentarios, los entierros patéticos y desopilantes.
Hay que detenerse en La renegación de San Pedro, poema donde se prueba que hay que renegar- o blasfemar- bien: el otro, Dios o el diablo, como diría Artl, no dejan de responder a esa resonancia. En Bélgica la blasfemia, la invectiva y la invocación se vuelven tan superfluas como el spleen o la poesía.
En Bélgica el discurso del Bien - donde el mal es la diferencia, la singularidad, el arte- poco tiene que ver con la definición de Baudelaire del bien como un arte. La doxa belga no es ajena a un estado productor de ficción que reproduce el suicidio de las instituciones republicanas. El belga las considera una Naturaleza: la simplificación de su complejidad deriva en el populismo- bonapartismo-se da por partida doble. Baudelaire no podrá ver con sus ojos la caída del segundo imperio tras la vergonzante capitulación francesa en Sedán en 1870. El parlamento es un lugar de compraventa de votos y El affaire Dreyfus está en el horizonte.
Leemos en el Brumario de Marx: “ Cuando los puritanos se quejaban en el concilio de Constanza de la vida licenciosa de los Papas...tronaba contra ellos el cardenal Pierre d’ Aille: sólo el diablo en persona puede salvar a la Iglesia católica y vosotros reclamáis ángeles”.
La burguesía francesa no dice exactamente eso: todavía el diablo está en los detalles. La Revolución social es la apoteosis de la mitología burguesa: tal es así que la conjunción del saber de la Ilustración con la revolución será la vía directa para llegar al Gulag y a los campos de concentración soviéticos que se extienden a tres continentes.
Leemos una antología de frases extemporáneas, impronunciables en una amable cena: “Bélgica no quiere ser invadida, pero quiere que se desee invadirla”.
Tiranía de los débiles: “Las mujeres y los animales, es lo que constituye la tiranía de Bélgica en la opinión europea”. No está a favor de la anexión: ya hay demasiados tontos en Francia, dice. Está a favor de una invasión a lo Atila :”Todo lo bello podría ser llevado al Louvre. Todo eso nos pertenece más legítimamente que a Bélgica puesto que ella no entiende nada de eso”. Bélgica nunca haría la guerra, su ejército: “es mayor, comparativamente que otros ejércitos europeos, pero nunca hace la guerra: ¡singular empleo del presupuesto! “. Sin embargo, los únicos valores que reivindica están en el ejército: “Más cortesía en el ejército que en el resto de la nación. En todas las partes la espada ennoblece y civiliza.” Baudelaire anticipa una Europa sin soberanía: la que trató de apaciguar a Hitler, la que dejó que sus hermanos del Este fueran llevados a los campos de concentración, la que cree que la guerra en Medio Oriente se debe al colonialismo de Israel, la que argumenta que la Gran Jihad tiene como objeto la defensa de los pueblos oprimidos.
Una Europa dispuesta a indignarse más que selectivamente con sofismas de salón cuando la libertad debe defenderse con armas o sufrir la vergüenza – Churchil decía- de convertirse en un montón de ratas amontonadas. Nadie ha dicho que en Baudelaire el dandy coexiste con el guerrero: “Desearía de buena gana ser un ejército.”
La delegación de la soberanía en el Papa es el gesto cómico del poeta en el crepúsculo de la Ilustración. La Iglesia no estará a la altura de su exigencia.
Bélgica es un lugar descarnadamente natural: un país donde la lucha de clases es sustituida por la de los lugares y donde la abdicación del individuo es total. No se trata de la clásica burguesía francesa a la que apuntan utopistas y conspiradores que de pronto se reflejan en el trapero o el poeta. No es descabellado argumentar que todo lo que va a acontecer en el siglo XX, desde las carnicerías de la primera guerra hasta el pacifismo suicida- hoy reaparecido ante el fundamentalismo- de los apaciguadores de Munich ante Hitler, llegando hasta los campos de concentración, sin olvidar la fascinación por la Cheka de Lenin y el silencio ante el genocidio de Mao en el Tibet, la tortura refinada de los estados modernos, la inminencia mortífera de una lengua única, la postulación de seres correctamente genéticos, subyacen en germen en los hábitos de estos avanzados muertos-vivientes.
También que en la aldea planetaria, con su lógica implícita está “viva” esta Bélgica de fines de siglo en pequeña escala.
La burguesía se presenta en un estado terminal: piensa a sus enemigos como a su propio reflejo incluso cuando no hay espejo. Por un lado la guerra a Dios y por otro el espíritu de revuelta que se vuelven indistintos en el nihilismo que los opone al lenguaje, a la prueba misma del verbo. Pobre Bélgica es el testamento de Baudelaire, un libro político- que trabaja delicadamente en la estrecha frontera de lo democrático y lo teológico político- que nos dice que la poesía es posible, sólo que su exigencia nace de la imposibilidad misma de la alegoría en una modernidad cuyas dos caras son la subjetivación y la racionalización que Baudelaire, lejos de intentar resolver, vive en carne propia desde un lugar asocial.
Algunos no pasarán por alto que en muchas frases del libro se puede sustituir argentino por belga sin forzar analogías.

Diario de Poesía N 57 Otoño de 2001