miércoles, 1 de septiembre de 2010

Enfática criatura. Luis Thonis



Supongo que el soldado inexperto, reclutado de súbito y sin la preparación necesaria –tampoco con el arma adecuada-, ante el avance de un enemigo más poderoso en número y medios de destrucción, al gatillar vanamente, privado incluso del consuelo de caer disparando, termina por encomendarse a Dios, con un llamado que pone todo su ser en juego.
Y si antes no había creído, ahora atisba que no se trataba de eso, y todo en el resplandor de un instante, el de su proferimiento –sucedáneo de un disparo-, que roba su cuerpo al enemigo al arrancarlo de contexto por eso que llamamos ruego.
El soldado también puede revelarse, hacerlo en nombre del derecho natural aunque no sepa nada del mismo ante una orden que por convicción considera de imposible cumplimiento- la tortura, por ejemplo- y tal vez porque aunque no haya leído a Pascal, resuena su sentencia: nada es más cobarde que hacerse el valiente contra Dios.
Incluso si no cree en su existencia.
Este tema está en el corazón de la cultura occidental y se lo suele eludir respecto al lugar del Estado donde se concentra el poder mismo.
La democracia liberal se sostiene no sólo en la división de los poderes que se autocontrolan limitando al Soberano sino en la hipótesis de la existencia de un ser superior, Dios, del que proceden los "derechos naturales" que resguardan al individuo ante los abusos de otras personas o del Estado mismo.
El debate respecto a otras ideas de Estado está lejos de haberse agotado. Tanto el nazismo- en nombre de la raza- como el marxismo- en nombre de una clase determinada- negaron la existencia de derechos naturales.
Las consecuencias están a la vista: el nazismo exterminó seis millones de judíos y un millón de gitanos, en tanto que el marxismo leninismo tranformó a cada una de las sociedades donde reinó en campos de concentración, asesinado millones de personas, fusilando y encarcelando a otras sin derecho a la defensa, sólo por ser sospechados de enemigos de clase, algo que los propios partidarios que se oponían a los abusos sufrieron de primera mano.
También está el caso de las dictaduras de derecha que hicieron lo contrario de los supuestos derechos que decían defender mediante la represión ilegal o las sociedades que discriminan entre musulmanes y no musulmanes, sean cristianos o de determinadas etnias.
Volvamos al soldado: tanto ante la muerte inminente como ante la posibilidad de dar muerte bajo la orden de una ley que ya no es tal, el soldado se encomienda o refiere inevitablemente a Dios.
Aquí, en esta escena hipotética, la creencia y su reverso han pasado a segundo plano. No se trata de creer o no creer en el sentido filosófico sino de desear que la vida continúe en el mundo.
No siempre acontece: a menudo se cree como esos supersticiosos habitantes que comenta Michel de Certeau. Ellos no creen en brujas, pero que las hay las hay...esto significa creer. Y la mayoría cree porque hay muchos que dicen que otros dicen que creen... entonces... en alguna parte hay un Interlocutor que legitima la tradición.
Así un pueblo puede ser arrastrado al delirio colectivo en función de un enemigo inexistente.
La dicha es siempre un contacto con un origen múltiple consumado en el instante donde la criatura se descubre en la palabra. Es un desplazamiento de los orígenes de los ídolos de la raza y de la tierra, esos a los que un Heidegger quiso retornar a través de un Ser anterior a la poética de la Biblia.
Es en el arte donde los rostros se multiplican y en la música barroca tropezamos con la exclamación de un Pélleas –"¡Todas las estrellas caen!"-, o con el Orfeo de la ópera de Litz, quien renuncia a su pasada taumaturgia por algo que no sabemos qué será, lo seguro es que tendrá una coloración ética, la que sucede a toda renuncia y corte en el tiempo.
Las sinfonías de Debussy y de Litz dejan entrever que la música no resucitará a los muertos, pero sus ligazones armónicas nos traen el recuerdo de la cosa más banal y sublime de esta tierra: que toda criatura ha venido al mundo para decir algo, aunque a veces construya su vida para renegar de ello.
Baudelaire, léaselo en su poema Le reniement de Saint Pierre, nos invita a pensarlo cuando expresa que éste renegó bien –"Saint Pierre a renié Jésus... il a bien fait!"-; hacerlo así crea necesariamente un efecto de réplica.
En un Lautréamont esta trama se extrema. Maldoror blasfema de una manera nueva, no negativa –"si esta afirmación fuera acompañada de una parcela de miedo, no sería una afirmación", escribe-, y se entiende por qué para Meister Eckhart "quien blasfema contra Dios, lo alaba".
Dichas en un desierto del ser, blasfemia y plegaria tienden a ser idénticas.
Por resonancia riegan un mismo lirio del campo.
Ahora quisiera referirme al caso singular del escribiente Bartleby, uno de esos adanes de una segunda llegada al mundo que Melville fraguó en ficción, personaje que vino al lenguaje a sostener un solo enunciado: preferiría no hacerlo. Melville piensa en esa segunda llegada a la inversa del Dostoiesvsky del Gran Inquisidor.
Si Jesús volviera habría que matarlo otra vez, parece decirnos el Gran Inquisidor de Dostoievsky: sería una molestia para la codificación que la religión- que no aparece sino mucho después en el libro del Génesis que trata solamente de la creación.
No importa que el inquisidor se traicione a sí mismo liberándolo, lo que importa es su razonamiento. Melville, se vuelve hacia el Génesis para poner en escena el retorno de Adán.
A sus personajes- Billy Budd, Bartebly- tampoco les va muy bien.
En el caso de Dostoievsky se trata de la institución pero en Melville como en pocos escritores la Creación misma entra en escena: esa que Achab, producto de un puritanismo delirante- ¿que otra cosa ha sido el nazismo?- quiere matar en el extremo del nihilismo: destruir su propia tripulación.
Hermann Melville concluyó Moby Dick en 1851. Después de más de tres décadas de silencio-1889- publica Billy Budd, sailor, recién aparecido en 1924.
La impresionante demora podría dar lugar a una novela protagonizada por un exégeta literario del autor.
El "Marinero bonito" a quien un oficial no se cansa de provocar y tratar de humillar finalmente reacciona y de pronto se da cuenta que se ha convertido en criminal desde el punto de vista de las leyes.
Billy no se mete ni molesta nadie. No se sabe porqué despierta la hostilidad de un oficial, Claggart, el maestro de armas. Billy parece la inocencia misma, Adán en persona, su belleza lo destaca y su ingenuidad se gana la simpatía de la tripulación. Claggart lo tiene entre ojos, in video, es decir, lo envida y esto lo lleva a un extremo que el capitán Vere llamará misterio de la iniquidad.
Claggart es la Tentación: ¿así que sos inocente? Aquí estoy yo, que convirtiéndote en criminal voy a mostrarte el peso de la Ley.
Está al acecho y cuando tiene una oportunidad- un hecho confuso, al que Billy es ajeno- lo difama ante el capitan Vere, un modelo de ecuanimidad.
Lo adánico en Billy Budd no es ajeno a la furia de la Creación misma, reacciona como una Naturaleza que se siente ultrajada, ofendida, y sin premeditación tira un golpe que termina con la vida del oficial.
Es como si el derecho natural hubiera dicho: aquí estoy yo ante un derecho positivo, que se ha pervertido y que ahora en el colmo de la hipocrecía se sincera consigo mismo y no le queda sino cumplir las leyes de rigor y ahorcar al reo.
El capitan Vere, que es lo contrario de un hipócrita se encuentra impotente ante las leyes escritas: sabe que Billy es inocente desde el punto de vista del derecho natural, especialmente por que se da cuenta de que Billy reaccionó sin intención de matar. Pero se trata de la Armada Imperial inglesa, amenazada por motines y en un momento de tensión. Todas las circunstancias se acomodan para que haya una sanción "positiva".
Billy Budd es condenado a la horca.
Su reacción sin embargo no es incompatible con la creación, en donde a veces no queda sino repeler la agresión, aunque su acto es más reflejo que intencionado. Billy, a diferencia de los niños, no era incapaz de comprender lo que es la muerte. "Billy era en escencia un bárbaro", escribe Melville y lo compara con los cautivos británicos a quienes se hizo desfilar como trofeos de guerra en Roma luego del triunfo de Germánico y que se convertirían al cristianismo.
Al Papa no le pasaron desapercibidos: al ver su tez rosada y sus rizados cabellos rubios y dijo Angles. ¿Había querido decir "ingleses"? Y agregó: "porque se parecen tanto a los ángeles". Y Melville comenta: "En tiempos posteriores, uno habría creído que el Papa pensaba en los serafines de Fra Angélico, arrancado manzanas en los jardines de las Hespérides, esos que tienen la sutil tez de capullo de rosa de las más bellas muchachas inglesas."
Más alla de las innumerables definiciones de la belleza en general hay que decir que la belleza en particular- incluso si no se cree en ella, como en el caso de Dios- es algo que hace signo. Afecta tanto al maestro de armas, Claggart, como al Papa, pero no tienen la misma respuesta: uno la asimila a un acto de traición- inventado un código, como legislador paranoico-, el Papa, como intuyendo que ese diferencia puede avivar las pasiones, la vuelca en los ángeles de la tradición, convirtiéndo de golpe a los prisioneros en guardianes.
Bartleby parece manejarse con una lógica ajena a la factual- la de lo verdadero y lo falso- y su paradoja es la de encarar una preferencia incondicional, en especial cuando puede hacer uso de su frase que se irá volviendo única.
Lo cual puede sonar a una broma negra para el conatus de Espinosa por el cual toda criatura tiende a perseverar en su ser.
Bartleby no persevera, prefiere- o elige- perseverar en su preferencia, lo que atenta directamente contra la conservación del ser.
El nihilismo, en este caso, es un juego de lógica: puedo preferir la milanesa al pollo pero no puedo preferir siempre no comer.
Del dicho al hecho significa que voy a dejarme morir.
La preferencia funciona aquí como un imperativo de terror.
Llama la atención porque no está "loco", tan solo tiene una relación lógica y única –es decir fatal- con la verdad; en eso está en la vía de Sócrates. La verdad para Sócrates es una reminiscencia, algo que ya existe y que se devela por el diálogo.
La diferencia reside en que la verdad, el ser o la locura –compatibles a veces- no están en disputa ni en juego para el Escribiente. Los dos tienen en común que por distintas vías- suicidio, dejadez- se dejan morir sin ceder ante lo que consideraran capital, sea verdad o preferencia.
Bartebly sólo prefiere preferir este enunciado–no hacerlo- que lo va sustrayendo a toda acción y supone una indiferencia ética- hasta su fin.
Sin embargo, vivió hasta dar con alguien a quien decirlo, encontrar a su empleador –narrador de la historia- que padece con él hasta su agonía, sin poder ensayar, entre desesperadas exasperaciones, otra solidaridad que la de cerrarle los ojos.
Respeta su alteridad, es decir, ese único dicho, y ahí está su impotente grandeza: la de constituirse en prójimo de alguien que excluye todo otro, no por tal o cual intención sino por su modo de hablar el mundo, que es ya un afuera de todos los lenguajes.
Tener en cuenta estos dichos es "arremeter contra los límites del lenguaje" –según Wittgenstein, quien llega a hablar de "milagro"-, y es a partir de los mismos que es posible hablar menos de verdad que de un tono, un énfasis que nos informa que a la verdad –como los buenos paisanos con las brujas- el Señor Todo el Mundo la cree en demasía.
Precisamente por eso no damos con un Sócrates y, en cambio, nos las habemos con el sentido común de Descartes que no es sino el reparto de la verdad entre los hombres. Tan ecuánime que ese sentido es una de las cosas menos comunes y la verdad parece definitivamente erradicada del horizonte. No me refiero a la verdad en el campo de la ciencia, siempre provisoria. Ni en el de la metafísica, objeto del filósofo.
Me refiero a la verdad que en Baterbly o Billy Budd concierne a criaturas adánicas, enfáticas, del mismo modo que Raskolnikov en Dostoievsky nos enfrenta a la promesa apocalíptica de una separación entre la criatura y el verbo, la abolición final de la "maldición" del lenguaje- posterior a la caída- en función de una Verdad final que coincidiría con la misma nada.
Dicho de otra manera: la verdad erradicada del horizonte reparece en los fanatismos colectivos, en sujetos cuyo lenguaje es el Templo mismo...fanum quiere decir del templo.
El fanático es aquel que lleva al templo consigo, su verdad es la negación de todo efecto de retorno en el lenguaje, que siempre supone lapsus y equívocos. ¿No afirmó Wittgestein que el Tractatus se inspiró en una frase escuchada en una comedia?
De Job, expuesto ante el Otro a los personajes de Beckett - esos expulsados antes de haber entrado a escena- escuchamos a una tradición de expósitos.
El expósito sería la antítesis del fanático: Kafka afirmó que escribía para salir de las filas de los asesinos.
Nietzche fue el primero en señalarlo: la mujer tiene poco que ver con la verdad que plantea la filosofía sino con un juego de máscaras y esta no verdad sólo puede tratarla en arte en tanto potencia de lo falso. Que no hay que confundir con la mentira o la falsedad que refuerza la creencia en el origen en tanto que toda obra que nos sacude reencuentra su origen múltiple. La "herejía" de la literatura que tuvo un punto de inflexión fuerte en el Ulises de Joyce supone siempre un intenso, vertiginoso desplazamiento de los orígenes. Como si se empezara a hablar de nuevo, otra vez la radiante luz del Génesis...
No obstante, éste puede ser un espejismo entre otros de un desierto más poblado. Y tanto más vencido por el énfasis que renuncia a ser enfático, como ese tipo paradojal de no acción en que persevera la pintura –el conatus- de un Bram Van Belde, para quien, ante todo, "es necesario dejar obrar el no obrar".


1 comentario:

Carlos Suchowolski dijo...

¡Ja... no me di cuenta que esto estaba justo "antes" y te contesté por mail en lugar de "depositar" el comentario aquí. Bueno, por fin esto ha dado de sí un derivado que saldrá (corregido y ampliado come il faut)en mi blog de la Botella...
Chau de nuevo.