sábado, 18 de septiembre de 2010

El Matadero: drama y construcción




Luis Thonis

La combinación de estilos preconizada por Víctor Hugo en su prefacio al Cronwell será una de las vertientes del romanticismo con las que Esteban Echeverría tuvo contacto durante su estadía en París.
Las jerarquías clásicas son sustituidas por cierta dispersión de las unidades, la acentuación de lo individual, la coexistencia de lo sublime y lo grotesco. En 1830, Echeverría retorna a Buenos Aires: es uno de los principales inspiradores de la Asociación de Mayo y en 1837 escribe La cautiva, obra que inicia cierta forma de nacionalismo literario pero bajo el peso de tópicos europeos.
Respecto de El matadero, primer relato de la literatura argentina donde la realidad contextual es el efecto privilegiado, se cruzan una serie de instancias que afectan a la narración. Hay un "drama" del relato no en el sentido psicológico sino en el literal de acción, que remite a los límites y posibilidades de su construcción.
La traducción consiste en la relación entre el relato y un código ideológico, entendido éste como un conjunto cerrado de enunciados –las Palabras Simbólicas de Mayo- y en la mutación que la narración efectúa en la lengua que acusa la tensión entre la revolución y la restauración, entre lo colonial y lo europeo.
Echeverría, en una carta a Juan María Gutiérrez, dirá que él, entonces, pensaba en "francés" y aquí se abre un interrogante entre lo geográfico y lo lingüístico si se toma en cuenta el lugar cultural que ocupaba Echeverría: París. Aunque lo mismo acontecería si esa misma frase hubiera sido enunciada en la Argentina: Echeverría, se nos dice, era argentino, luego La cautiva y El matadero son obras argentinas. Esto supone reconocer lo mismo en lo mismo, evitar la tensión y la crisis que afecta al autor entre La cautiva y El matadero, legible en el propio texto: "En fin, la escena que se representaba era para ser vista, no para ser escrita".
El matadero es inenarrable en tanto lugar de encuentro catastrófico. Desde esa mirada uno piensa que La cautiva para ser cantada tiene sólo que adaptarse, leerse desde sus referencias románticas – Byron - y reconocer la universalidad de lo particular.
La cautiva está precedida por citas de Hugo y Lamartine como si se continuara esa literatura desde este lado del mundo. Las lecturas marcadas por el hispanismo le reprocharán no tanto que su lengua traduzca ciertas ideas previas –francesas para el caso - sino que esas ideas francesas tengan expresión en una lengua española deficiente. Así, Calixto Oyuela escribe: "Precisamente por haberse apartado Echeverría de lo español y castizo más de lo que nuestra naturaleza contiene, no supo ser suficientemente americano".
Calixto Oyuela deja de lado las condiciones literarias, políticas y éticas en que la obra fue escrita. De haberse atenido a su juicio, respetando estrictamente el castellano peninsular, Echeverría no habría escrito El matadero. De otro modo, quienes se limitan a constatar que el autor es el mismo en La cautiva y El matadero, dejan de lado las transformaciones –ostensiblemente genéricas - que sufrió un escritor y que en sus posiciones van más allá de un pasaje de lo lírico a lo narrativo.
Nos preguntamos qué clase de escritor argentino era quien vio algo inenarrable, un encuentro que no empalma con su anterior literatura y hace pensar que es precisamente americano por haberlo asumido en sus consecuencias respecto de lo que hasta entonces se legitimaba con el único sello de lo literario: el de lo español.
El género también plantea interrogantes. Quienes definen el cuento como una sucesión temporal que apunta a un efecto preciso verán en El matadero cualquier cosa menos un cuento, pues su heterogeneidad escapa a tal definición.
Este drama en cuanto punto concurrente de instancias disímiles no es el que conscientemente pudo afectar a su autor en una época donde la literatura es inmediatamente política, acción, y no dispone respecto de ésta de una mínima autonomía que la plantee como problema.
El relato será el esbozo de ese planteamiento, pues si nos atenemos a su conclusión, esta enunciación de una construcción nueva se clausura en una intención de denuncia. Prima, finalmente, lo político. Pero la versión de su escrito es tan potente que su autor –en muchas lecturas políticas - será asimilado a este relato antes que a sus ensayos decisivos: El dogma socialista (1839) y Mirada retrospectiva (1846). Con respecto a las instancias en pugna, hay que señalar que la traducción no se agota en localizar ideas anteriores. Existe una traducción en el cuerpo mismo del relato y está en el pasaje de la enunciación narrativa a la denuncia ideológica. ¿Dónde están las "ideas francesas", el "pensamiento" de Echeverría separado del estilo?
La perspectiva hispanista es para este caso mítica: en el siglo XIX la autonomía de las lenguas nacionales se corresponde con el sueño de una lengua "pura"; esto lleva a la filología a remontar invariablemente el origen: los griegos, al parecer, no hablaban su lengua materna, su voz era la Voz misma del Ser.
Tal el mito. Ocurre que Grecia es una traducción de Roma, y ésta del cristianismo: tramas retrospectivas e impuras. De no ser así, "nuestra" lengua sería reflejo de la de los conquistadores, es decir, los no americanos: no habría habido literatura argentina. Esto toca a su vez a los nacionalistas que asimilan lengua y territorio. Echeverría inició una literatura nacional rompiendo las convenciones de su época; ahora, desde un nacionalismo no menos petrificado –como el hispanismo que reinaba cuando escribió - se lee lo suyo como una expresión más.
El hispanismo, en el fondo, le reprocha la ausencia de marcas que connoten "lo español" –adjetivos, prosodia - en tanto la sintaxis queda silenciada, es que piensa notarialmente lo escrito como la expansión de algo ya dicho. Algo que –desde otro lugar- el nacionalismo acusa, pasando por algo el modo de negación respecto de un contexto donde el autor afirma que sólo se puede ver, no escribir.
Todas esas coordenadas se fusionan en el nacimiento de su escrito. Y en cuanto al género, que El matadero no sea un cuento en sentido estricto supone una atribución retrospectiva, sea desde Poe o desde Borges. Añado: la perfección supuesta del cuento cuando no se trata de ellos – Poe , Borges - suele ser deprimente. El matadero es, por cierto, un relato "vivo": narración de cierto centro y cierto crimen.
Asistimos a una multiplicidad de paradojas de las cuales ninguna obra lograda se excluye. La denuncia por el drama –de un contexto, de una realidad puntual- habla del drama de esa misma construcción narrativa, de su génesis.
Este texto ejemplar en nuestra literatura se construye bajo el deseo de no querer ser un relato, quisiera proponerse a imagen de lo inenarrable. Echeverría nos dice que hace historia, que la "realidad" se puede "ver" y no escribir. Relatar es ya una deuda con cierta realidad anterior, y supone su sacrificio.
Hay cierto sacrificio del relato que decreta la vanidad del mismo ante lo que se describe, en ese aspecto es un testamento –Echeverría no escribirá más narrativa- y lugar redoblado de iniciación: El matadero por retrospectiva aparece en la génesis de la literatura argentina.
Hay otro sacrificio. Si mártir quiere decir "testigo", el relato no sólo tratará del sacrificio de un mártir –el unitario comparado con Cristo- sino también de su deseo de sacrificio como relato: El matadero es una puesta en escena que recorrerá la cultura argentina, socavada por divisiones y antinomias irresolubles. La tentación del sermón se reflejará en la profesión de fe del intelectual que cree poder sobrevolar sus líneas.
Anticipación, para el caso, de una violencia donde las víctimas se tornan victimarios y así sucesivamente. Echeverría, no sin cierto eco en la Biblia, habría querido decir algo acerca de cierto "crimen inicial" que debe permanecer mudo para que toda una genealogía haga historia.
Y en efecto: en este encuentro catastrófico con lo real, como algo no inscripto –que, sin embargo, posibilita la literatura- damos con una historia que tiene una apariencia de círculo recurrente donde el crimen es nombrado como el efecto de un discurso del Bien preestablecido. El sermón ocupa su lugar ahí.
En El matadero está esa atmósfera enrarecida que anticipa crímenes a los que se quiere poner remedio mediante otros crímenes todavía más acentuados hasta que los cuerpos mismos desaparecen. Lógica circular. Diría que El matadero toma a la cultura argentina en una forma lógica de estructura suicida.
La prédica final vale como una oración fúnebre de esta autogestión. El sacrificio poco tiene que ver con el suicidio. Es más bien su contrario. El sacrificio es una institución, escena donde se cede una parte al todo – divinidad - para recibir algo a cambio en un sistema ya codificado. El sacrificio es una forma de economía, que para los griegos quiere decir "gobierno de la casa". Nada parecido ocurre con el suicidio; si me suicido no puedo hablar de suicidio; si hablo de suicidio no me suicido, significa la paradoja del suicida, alguien que gira solo, alocado, sobre sí mismo. Pero esta paradoja no es ajena a la literatura.
Del mismo modo que el sacrificio, la literatura es una institución; ahora bien, el intercambio en la literatura, a diferencia del sacrificio, es ambiguo: el "valor" es el juego de unas reglas que sin cesar se inventan.
El matadero es un intento de descripción; Litrée dice que uno de los sentidos de "describir" es "cazar" e implica la reapropiación de un lugar que signifique y condense todos los lugares posibles: el foco, el centro, el matadero. Como si al nombrar ese lugar mediante lo escrito la cosa imposible de decir tocara a término, evitando una reconciliación falsa, la cual lo único que hace es preparar la vuelta de lo mismo.
El relato comienza: "A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes...", señalando el deseo de ruptura con la tradición anterior, creándola al mismo tiempo, ya que esa tradición no existe literariamente, y afirma una separación: el arca es el lugar mítico donde los seres y las cosas pueden reunirse.
Hay un origen perdido: "la patria que vosotros habéis asesinado infames"; que recurre en el insulto que es, a su vez, un recuerdo de otro código, el de las Palabras Simbólicas.
La referencia ideológica, abrumadora, no debe dejar escapar el eco, lejano, que recurre, respecto de la jerga popular y el relato de tipo costumbrista esbozado en El matadero. Como si el propio Echeverría hubiera entrado a escena en un aparte.
Si los federales llevan luto por la muerte de su heroína, el unitario les responde, según la creencia romántica en una ley del corazón, que el único luto se dice en esa profundidad, esa otra pérdida, la de la patria, la superficie misma del relato es el luto y la mancha de la pérdida del fundamento originario que no está en la Tierra sino en Mayo, extraviado por Rosas . Perdido el origen, muerta la patria, sólo queda por localizar, narrar el efecto de esa pérdida que es la Federación, algo que Echeverría por cierto no nació para contar... surge la fatalidad y la impotencia de lo que está dado de hecho y los ecos bíblicos impregnan el relato: "Entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias, arrastraron al infeliz joven al banco de tormento como los sayones a Cristo". La ruptura con lo español obliga al rechazo de una forma de pensar y de escribir, esa ruptura le descubre a Echeverría la posibilidad de otra genealogía. Eso se da en el momento de la escisión misma.
Lo que hemos llamado narrador puede despejarse en tres figuras: el narrador irónico, que sabe algo y que desde la perspectiva de un cuadro de costumbres produce una forma nueva; el narrador idealizante, que introduce el personaje del unitario y que suprime en un mismo trazo ideal y según la lógica que le es implícita; el narrador ideológico, es decir, la voz que concluye, más próxima a la oratoria, del punto de vista de Echeverría.
Me refiero a quien pronuncia "infames". El primero enuncia el contexto histórico, concreto, de un modo homológico, costumbrista; el segundo incluye lo romántico en tanto negatividad –Hegel piensa lo romántico como forma de lo negativo-, y el último, en una apódosis, en el tiempo de concluir* del relato, traduce las modulaciones anteriores a un binarismo donde cesa la heterogeneidad anterior y no se enuncia sino que se denuncia simplemente: los federales son el Mal que no sabe de sí mismo en tanto que los unitarios son las Luces. Baudelaire decía que el mal es fácil de hacer; lo difícil, parece responder Echeverría, es escribirlo y, apuntamos, mantenerse en la escritura sin apelar a la filosofía.
A las Luces.
¿Por qué esta traducción no tiene que ver con ideas anteriores, las del Dogma, sino que es interior al mismo relato?
Es que las Luces se han vuelto sombras: ahí está la figura del juez corrupto, silenciosamente cómplice, y un tipo de "educación" donde los muchachos se adiestran en el uso del cuchillo y un heroísmo que culmina en el degüello de un niño por accidente. Matasiete es el héroe de un coro donde zumba la mazorca. Echeverría se ha dado cuenta ante ese espectáculo de que escribir un cuento para denunciar a los federales sería irrisorio. Bastaría un panfleto y otros lo hacían mejor que él. Sin embargo, se apura en concluir. Porque si bien es cierto que los tres narradores no son puros y la denuncia palpita y contamina los varios niveles del relato, la declamación final resulta en demasía excéntrica, marcando, sin equívoco, el valor que una época concede a lo narrativo: narrar no basta y es necesaria una palabra conminativa. Quien inaugura un arte de narrar, en esa complejidad de origen, cae en un cierto "suicidio" narrativo.
Esta construcción nacida prematuramente reniega de sí misma: la imposibilidad decretada de escribir la escena que sin embargo se escribe se envuelve en una misma lógica con la necesidad final de traducir lo escrito.
Esta complejidad evidencia lo vago de reducir a un "panfleto" un relato que al intentar suprimir su singularidad en favor de lo general –lo ideológico, las palabras rectoras de Mayo - inscribe esa singularidad, su marca y su huella, en su tentativa de supresión como relato.
Hay una guerra de atribuciones. La descripción se tiñe de una sustancia, una naturaleza insufrible, a la vez odiada e imposible de odiar. Kierkegaard ha dicho que es imposible juzgar a "todos los hombres" porque sólo se juzga a individuos.
Esa imposibilidad deviene impotencia en el relato de Echeverría cuando habla del "cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos". Pero ¿no era esa chusma la que tenían por objeto educar las Luces como a una carne sin memoria?
Tampoco se juzga a bestias, decía Kierkegaard, sino a individuos. Si los matarifes son bestias no pueden ser cínicos: a éstos nada de lo que es humano puede serles ajeno. Echeverría no lo ignora y por lo tanto sus personajes serán el objeto del juicio. Cuando los matarifes lanzan su anatema contra el "salvaje unitario", el otro es ya una insoportable alteridad. Echeverría ha ido hacia el centro donde palpita el corazón del Mal y ve en éste miembros fantasmas que pululan por todos lados.
En ese espacio palpitan diversos grados de violencia que preludian el desencadenamiento final. Hay una indeterminación en cuanto al sexo del animal que se resiste a ser pialado: no se sabe si es un novillo o un toro. Los matarifes sugieren una analogía política ante su obstinación: "-Es emperrado y arisco como un unitario –Y al oír esa palabra mágica todos a una voz exclamaron: - ¡Mueran los salvajes unitarios!".
Y hay vivas para Matasiete, el "degollador de unitarios", para que se encargue de él. El lazo se desprende del asta cuando quiere enlazarlo y cercena por accidente la cabeza de un niño. Atónitos por un instante, los matarifes se ocupan más de la huida del toro que del niño degollado. El sarcasmo festivo renace cuando luego de cortarlo en pedazos reconocen sus órganos genitales.
La aparición de las patillas del unitario se da en radical contraste con ese ámbito tribal, caldeado y de humor truculento, descrito con exasperación y admirable perspicacia por parte del narrador: la escena del escape del toro con todos sus incidentes tiene un sabor antológico por su ágil contundencia.
Pequeña república en el interior de la república –perdida como patria para el narrador-, el matadero es el lugar donde acontecen en el lapso de unas horas ciertos rituales de sacrificio. Una farsa sacrificial donde toda la sangre que corre no basta para saciar al idolatrado dios de la Federación, que alude a Rosas.
La imagen misma del unitario es una injuria ante esa credulidad. Quieren tusarle el cabello a la federala. Otra vez se reclama a Matasiete. El juez los contiene: piden que no lo degüellen. El degüello era entonces una “institución” en la época de Rosas: el humor negro decía que lo había impuesto para ahorrar gastos con el verdugo. Mientras en rito se repara, suena la música de la mazorca: "un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas, cantaba al son de su guitarra La Resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales. Cuando la chusma, llegando en tropel al corredor de la casilla, lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.
"-A ti te toca la resbalosa - gritó uno."
Los giros, populares en los matarifes y librescos en el unitario, al chocar acentúan la violencia. Él los llama "infames sayones". El juez trata de calmarlo, como alguien acostumbrado a convalidar tales oficios:
"-¡A ver –dijo el juez-, un vaso de agua para que se refresque!"
"- Uno de hiel te haría yo beber, infame."
Intentan desnudarlo en una escena no ajena a formas de tortura. El chorro de sangre que brota del unitario ante quienes "sólo querían divertirse" no irrealiza la escena inenarrable: es la constatación del narrador de que el mal, ahí, en ese centro desplazado, nunca será del todo dicho y que no puede, al fin, juzgarlos a todos.
Eso lo separa por una línea tenue del personaje que, en un contexto de tipo costumbrista, hace resonar como grotesca su oratoria solemne –"primero degollarme que desnudarme"; prefiere perder la cabeza, o el corazón, antes que desnudar su cuerpo: es la suya una muerte "inverosímil" que lo sustrae a la versión "realista" que coincidiría con su humillación.
En cierto modo, El matadero entra a la literatura sacrificando lo romántico en lo imaginario. El héroe de El matadero muere "mal". La analogía de los matarifes con los sayones y del unitario con el Cristo hace de este texto también un sacrificio. Estas analogías son un toque de ridículo que impregna la crueldad grotesca. Es una muerte demasiado simple para ser un sacrilficio. El habla y los giros de los matarifes se ajustan al contexto en que viven y no a un repertorio codificado por la oratoria. Su habla irrumpe con fuerza dialectal. El crimen palpita en el divertimento. Pero también en la indignación. Ocurre como si dos literaturas cruzaran sus orillas sin tocarse pero el relato las hace jugar en senderos que se bifurcan.
Así, las gotas que recorren la frente del unitario son "perlas" de sudor, en tanto que todo lo que connota a los otros se resuelve siempre en lo bestial, es decir, lo inenarrable. El juez del matadero, en tanto funcionario al servicio del régimen que desconoce toda ley que no sea la fuerza del poder al que sirve, tendrá larga data en la historia argentina. .
La diferencia y el choque de atribuciones en el relato se da en el plano de las figuras, pues por metonimia el matadero es identificado con la Federación y, por una metáfora trucada, el Restaurador, con su mismísimo dios. La metonimia y el símbolo son las dos figuras rectoras de lo instrumental en la cultura argentina: “la ideología” consiste cómo implementar su fetichismo.
El delirio "ideal" del unitario se corresponde con la construcción del relato: quisiera señalar la escena de una realidad aplastante e irreal. Su lenguaje se limita a la oratoria o al estallido de sangre. El narrador es quien toma su lugar: juzga por el juez corrupto y habla por su personaje en el final.
Es en esa posición múltiple del narrador donde estriba la fuerza y la permanencia de este texto: en que extravía el "centro" de la Federación al querer encontrarlo dejando la mácula de sangre de un sacrificio equívoco.
El drama tiene otra flexión: el manuscrito no verá la luz por las condiciones de censura existentes y será rescatado por Gutiérrez; Echeverría estará entre los primeros escritores que experimentan una separación ante un público: no sólo está “censurado” sino que ese público ni siquiera existe.
El "drama" en lo literario no parece ser el actual.
En un Cortázar o un Borges, en referencia al cuento, el problema no se plantea entre una lengua que todavía no tiene literatura y la presión del pasado hispánico ni en ese tipo de cierre final que hace resonar por un recurso oratorio las ideas previas. El problema es más bien de transliteración: no hay un código cerrado, ideológico, que regule y cierre el relato sino tensión entre lenguajes. Pero uno diría que algo de lo inenarrable prosigue... hay ahí que devolver El matadero a la diferencia que lo constituye, a su drama, para leerlo como interrogación, acontecimiento de apertura y cierre, punto ineludible entre otros signos que va trazando una literatura.

Revista Pluma y Pincel, 3/10/1977.
Este fue mi primer trabajo publicado en una revista de la época: el tema refleja la violencia de los tiempos. No hay una solución pero el problema sigue vigente. Rosas quiso restaurar hábitos de la colonia, los unitarios buscarán reencontrar al Mayo que soñaron. Habrá que esperar a Alberdi para que encuentre una ley que ponga fin a la guerra civil que retorna desde los lugares más imprevistos. Me concedo el mérito de haber captado - contra Heidegger- de entrada que el "fundamento" de la nación no está en la Tierra o el Ser sino en la "escritura" de una constitución, que es imposible sin un consenso cívico.
No hay vuelta al Origen sin extermino: precisamente la constitución "constituye", instituye, es el desplazamiento del Origen mismo, un acto de separación de lo tribal que coincide con la libertad misma.

1 comentario:

Carlos Suchowolski dijo...

Me ha encantado. Además, la cantidad de conotaciones a una realidad que se remonta al nacimiento de la especie me ha insitado a leer el "cuento" de Echeverría. ¡Es en efecto para tomar esas imágenes y referirlas a hechos cotidianos y tanto cercanos como lejanos geográficamente!
Muy logrado... ¡En 1977 a mí todavía me quedaban vanas esperanzas!