miércoles, 17 de febrero de 2010

Sobre "Resolana" de Lucía Mazzinghi

Aunque la familia de la voz que narra y su Panteón estén siempre presentes a lo largo de las hojas de Resolana, la novela asienta su secreto, su estar ahí frente a la muerte. Reverbera en el detalle de lo que cuenta: mausoleo diáfano, la madre, pero no más que unas experiencias de juego que se fueron y vuelven constantemente. El narrador sigue y disfruta con su relato, en voz femenina, niña y mujer que se dice: “Una fuerza nueva, enigmática y subterránea, un desahogo y el fin pero al mismo tiempo un recomenzar con otra pregunta: estar dentro del continente oscuro de lo femenino, caminar a tientas por esa región incierta sólo con algunas brújulas: un brillo diferente en la mirada, un tono levemente afónico en la voz que revive el placer, un caminar distinto desafiando al tiempo.”
El cuerpo y la muerte como la pregunta a una certeza abrupta, inesperada. ¿Es la búsqueda (a veces desesperada) de otro cuerpo que corre el riesgo de quedar sólo en el reflejo incierto de lo que fue? El argumento que habla de una niña que sufre la pérdida de su madre y que, ya en la segunda parte, siendo adulta, arma el relato a partir de fragmentos que se le aparecen y velan, revelan y hacen reverberar la noticia de un nuevo cuerpo que se canta de sí mismo: “El amor, el amor. Estoy convencida de que no hay un amor real y otro de película como decía Zoe, sino que todo amor es velo y revelación, verdad y mentira a la vez.” El relato toma vuelo y se topa con el enigma de las palabras desconocidas en un viaje a Italia en donde un cartel del subte romano puede significar: “Salida pero también lugar en el que violan a extranjeras, Sala de máquinas, Casino o prostíbulo.” Es en ese misterio de la palabra, dice el narrador, que uno busca “desesperadamente un conjunto de sílabas que suenen familiares.” Italia, un país donde reina la luz, contrasta con el fuckin’ life del inglés vestido de negro. Así también queda relatada la tragedia que no se apodera de la niña, cuyo cuerpo intenta ser arrebatado por el cuidador del campo de una amiga. Flores, que con su lengua húmeda, su olor a cigarrillo y alcohol, y todavía soñar a veces con su cara, no impide que se diga que en ese campo “había muchas estrellas y la luna iluminaba las cosas con una luz del color de la manteca”. Ahí, en Italia, aparece una vez más, “Lo esotérico flotando en el aire, la impotencia.” esta vez por otra forma de unir fragmentos que escapan a la voz de la niña. Y de esa impotencia salen la diversión con una amiga, un paseo por el parque para admirar los hilos de sol en el lago, los cafés y el éxtasis de Santa Teresa atravesada por la flecha de un ángel sátiro al entrar en la catedral.
Si hay una aparente bisagra en la novela, no es la muerte de la madre, no es ese roto en el trayecto narrativo que sólo dejaría al lector un ruido de vacío, es el corrimiento del horizonte de un origen, búsqueda de escritura mediante, en esa llegada a la Florencia de su bisabuelo y, con expiación silenciosa del nombre, se echan con orgullo raíces en la lengua del Dante y cuya resonancia clara traspasa lo familiar: “Io non so chi tu sei, ne perche modo venuto sei quagiu, ma Fiorentino sembri veramente quand’io ti odo.” Versos que su abuelo canta mientras prepara unos espaguetis al dente y así comen la pasta los italianos.
Finalmente el sonido se aclara gracias a la luz. Y de ese éxtasis y dolor que es Italia se enfrenta el espanto del ruido de teclado. El sonido que desconcierta y advierte en “un efecto pornográfico palpable” en su “soy no soy” pero que se escucha: “hay algo tan familiar y extraño a la vez en ese sonido que flota en el aire.” Sale del tecleo y escribe en su cuaderno de notas, las palabras se dibujan, con la vacilación de la mano, a pesar de la muerte y de esa “voz distorsionada del aparato” que dice: “cama cincuenta y cuatro no puede dormir.” porque “Los pasillos cubiertos de una luz mortecina ocultan avergonzados la obscenidad de los cuerpos en serie”. Entonces ella elige despertar, para “volver a unir los fragmentos en una totalidad que llamamos cuerpo, ficticia pero necesaria.” Despertar como la única decisión, que se continúa al unir esos fragmentos en una vía que se escribe sola, a partir de una contemplación de luz, en una búsqueda específica y cuyo rigor trasciende la voluntad. Un placer lúdico en el estar ahí escribiendo. Escucharse en lo que se va manifestando, y pasarlo. Dejar que pase: “Hay que ir encontrando el ritmo propio. Imposible prescindir de él, se abre paso con vértigo, despojado e incierto, avanza sin saber a dónde. Traducir el rumor subterráneo, abrir una grieta.” Esa grieta pareciera ser la zanja que deja que la música en ese ritmar dé paso al fluir de un movimiento, no se sabe hasta cuando, pero está la posibilidad que se abre con cada gesto que a su vez inaugura otros. Su voz se hace presente y puede alegrarse de la presencia del cuerpo que la lleva: “Entonces, frente al espejo, sentirme tranquila porque todo está en su lugar: ahí estoy yo, mi imagen compuesta y lista para arrancar el día. Cada mañana la ilusión de un principio.” La fotografía que hace permanencia en el deseo de capturar imágenes con una polaroid desde la ventana del living “todos los días a la misma hora” para “después armar un cuadro que registre las variaciones de la luz”. También, está “el puto miedo”, que vuelve constantemente y en donde el narrador se propone arrimar tiempo. Pero no más que la aventura y la ternura que reencuentra en la niña que se apropia de una hoja sobre una mesa de madera vieja, y dónde pone la pluma como constatación de sí, y que tiene un secreto en el desafío al tiempo con su ritmo, pero para dejarse llevar mejor por él: “El proceso inverso al de la partida: apropiarse. Pero lleva tiempo.”


Rodrigo Grimaldi
31/03/2009

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