viernes, 19 de febrero de 2010

El Cuerpo de la Novela

El escritorio[1] es la tercera novela de Sofía González Bonorino, y completa una trilogía. Puede leerse como corolario de Las cruces, que marca el origen familiar-social, y La quema que explaya un período posterior. Los personajes de esta tercera novela podrían darnos la idea de la descendencia actual de una tradición que se quiebra ya en La quema. El escritorio insiste en el desamor, el fracaso, es la novela del final, pero también la del triunfo de la verdad de la escritura, de la literatura en serio.

Máxime que una escritora es el personaje que dobla la función de la autora de El escritorio, agudizando la problemática del oficio de escribir, la relación sujeto-escritor de ficción, eje a partir del que se narra. “Este cuerpo de ficción que soy”(41), dice Celina que intenta escribir desde un íntimo sentimiento de imposibilidad, de incompletud marcada fuerte, a partir de algo vital pero justamente mundano, una idea de la salud muy actual, expandida en conversaciones, en los medios de comunicación, en gran cantidad de informaciones: la necesidad de dejar de fumar. Una especie de ley agregada a los Mandamientos bíblicos: No fumarás

El personaje de la doctora Vila asume el discurso de la salud, un lenguaje aséptico pero torturante para la escritora que escribe notas cuando lo que quiere es escribir una novela: “la nicotina y sus consecuencias: catarros, bronquitis, enfermedades articulatorias, hipertensión, arterosclerosis”, o “tumor, cáncer, derrame cerebral”. Son palabras que dan al cigarrillo un poder actuante, desestabilizador, que hace pensar en la muerte. Un protagonista que obstaculiza. ¿Pero qué desestabiliza?

Para Celina, la abstinencia del cigarrillo -que en la novela se multiplicará en otras abstinencias-, lleva al que escribe a un estado de “infirmitas”- falta de firmeza que atañe al ser un ‘cuerpo’ en el mundo. Qué ponía en el humo, que una vez anulado deja a Celina en la pura debilidad de la fuerte conciencia de su cuerpo sentido irreal y soportado como real, ahí donde debería aparecer la pureza, la incontaminación del cuerpo, y como consecuencia una mente sana o ¿santa?

La escisión entre ella y el cuerpo se agudiza.

Sin cigarrillo, se enfrenta a ese vacío y a esos cuerpos que se desplazarán con distintos sentidos a través de la novela. Celina escribe notas, vacila en su escritura, crea personajes, dialoga con escritores, cita, intervienen monólogos, fragmentos de diario personal, pero la novela que quiere escribir está en falta, “¿Andrés, un argumento posible?” se pregunta. Un personaje, y una escritora-personaje que pone al desnudo el proceso de escritura.

En diálogo con Tolstoi a quien admira, aclara que “renunció al tabaco, a la caza, al alcohol, y con el tiempo fue vegetariano” pero que “nunca pudo practicar la abstinencia sexual”, y que sin embargo Tolstoi quería ir “más allá de lo que parece posible”, quería ser “Un santo”. Nombra a la campesina Axinia, fuerte, vital, un cuerpo macizo opuesto a la delgada, enjuta figura de Celina que intenta escribir. Tolstoi con un Yo compacto, el cuerpo entero, el cuerpo completo de cada libro de Tolstoi, contrapuesto a la “infirmitas” del cuerpo-novela de Celina, esta Celina que cita por ejemplo: “La liberación se obtendrá por la abstinencia sexual” parafraseando al Tolstoi de la Sonata a Kreutzer, quien se niega el sexo y propone una especie ley de unión ‘virginal’ para que la reproducción humana no se continúe.

Pero estas citas, notas, ideas para la novela, e historias son incluidas por Celina que así construye su novela, El escritorio, de autora real: Sofía González Bonorino.

Volviendo al proceso de la escritura, se establece un diálogo con Kafka, aunque no se lo nombre. Kafka temía la penetración de fuerzas hostiles en su cuerpo, cuerpo del que nunca se pudo sustraer, un cuerpo flaco, “con un cuerpo así no se puede lograr nada”, escribe en sus cartas, y también “Pero para el amor hace falta peso: se trata de cuerpos y estos tienen que existir, es ridículo que un no-cuerpo solicite amor”.

Más cerca de este cuerpo kafkiano, dice Celina: “el cuerpo se me pegotea, corro y mi cuerpo va detrás como una sombra”, en un juego de dobleces. En la historia de nuestra cultura, la sombra es una creencia anterior a la aparición de la idea de alma. En El escritorio se invierte en forma parcial y se mezcla, el cuerpo es una sombra, pero queda el pensamiento, queda la ‘cabeza’. Celina habla de un cuerpo que molesta, y acecha, y que como sombra se parece a los muertos, que son sombra, y polvo, y escribe: “Pero no voy a hablar de eso: de la cabeza sin cuerpo”.

Así resulta un cuerpo –el de Celina- que quiere cerrarse a los peligros, al peligro del exterior, del afuera donde está lo que enferma o contamina. Pero la escritura se abre, expone las grietas de adentro en la relación cuerpo-mente, cuerpo-sentimientos, su cuerpo-los otros. Cuerpo literario en el que el deseo de escribir, de amar, de existir transita el discurso de la medicina y hace estallar otros cuerpos, otras ‘faltas’.

Celina puja por devolverle su lugar a la escritura, ya sin cigarrillo, con el que se ‘llenaba’ del humo, de sus volutas, en suave movimiento acompasado para desaparecer en el aire, movimiento semejante al del deseo, al del movimiento y ritmo de la escritura que pretende.

Habituada a la compañía monstruosa del cigarrillo, sin ella el cuerpo se aviene a interferir en la escritura.

Como todo texto que uno escribe para sí, como un diario, lo que se escribe se relaciona con la verdad, así como con el problema de la construcción de la novela, de la semejanza y diferenciación de los personajes, con la cuestión del lenguaje apropiado, en manos de quien duda, porque busca decir fiel a sí lo exacto de los personajes que construye, fiel a la mímesis de Andrés, de María, de los hermanos de María, del Padre en coma de Andrés. Busca decir lo fatal, transmite la endogamia, lo ‘enfermo’ de las otras ‘faltas’, la inhibición del deseo, la falta de amor en la ‘comunidad’ de seres que habitan esas letras.

Así, en las notas para una novela (primer título que González Bonorino dio a este libro), van a deslizarse las voces de los personajes, la reconstrucción de la infancia de Andrés, las cartas de María que lo ama, la descripción de la naturaleza que rodea las casas grandes y cómodas, asimismo la descripción de los videos que le envía María a Andrés, en los que la cámara se suelta y filma lo que tendría que cortarse- y no hay el “cortar por lo sano”, el trabajo de escritura no censura, se vuelve contraideológico : muestra las deficiencias, las dudas, la impotencia, las ‘faltas’ del libro perfecto, que sería un cuerpo cerrado, calmante, casi muerto.

Si bien se parte del ideal de un cuerpo sano (o perfecto, -la belleza también es un tema, claro que está la belleza fría en la madre distante de Andrés, y la belleza radiante de la que ama: María) - esta novela termina por contrariar definitivamente la asepsia de la novela en los mismos personajes que crea Celina-, aunque el temor persiste, y las palabras amenazantes de la medicina reaparezcan jalonando el texto.

Podríamos decir que se opone a la novela ‘correcta’, positiva, mediática que cae en la denegación y que se lee del mismo modo en que se escucha un chisme. Hablo de libros sin arrugas, sanos, perfectos, como baldosas. Ante la nada de lo que no perturba, la escritura de Sofía González Bonorino, perturba, exhibe la soledad, la insistencia de cierta tradición que corroe, los sentimientos acallados, la incertidumbre del cuerpo.

El escritorio suscita distintos efectos en el lector, lo lleva a confrontarse, oponerse, aceptar, contradecirse, enfervorizarse, molestarse. No podemos dejar de leer ese lenguaje que fluye y se detiene para volver a fluir, y que nos hace entrar en la novela, un lenguaje sensual, acariciante que nos va perdiendo en esas líneas de fuga donde lo real, las grietas se inscriben.

La escritora-personaje, ese doble, Celina, salva al fin su deseo: la escritura a través de un cuerpo vivo, cuya mediadora es María, el personaje que más se acerca a ella y la salva. La escritora Celina se irriga en María, en presente, en las cartas que envía a Andrés, en el video donde muestra su casa que es como mostrarse a sí misma para que Andrés la conozca, porque lo ama, aunque él no pueda tocar el cuerpo vivo de la mujer. Es un amor virginal, en medio de los contrapuntos: imposibilidad del amor- fusión anhelada, o impostura del amor.

Al cuerpo vivo de María que quiere compartir el amor con Andrés, aunque sea ‘a distancia’, se opone el cuerpo del varón adulto detenido en el pasado, encerrado en su escritorio con otro cuerpo: el de su padre en estado vegetativo, paralizado en el punto mismo de morir. Andrés lo cuida celosamente, se alía a él, aunque de chico fuera quien lo humillara y apocara, aunque estuviera en general ausente. El pasado, la historia de familia, cava su marca. Sin embargo Andrés se ‘compenetra’ con su padre, mientras se horroriza ante el recuerdo de su madre a quien ama intensa y contradictoriamente, una madre distante y bella que lo atrapa y le repugna a la vez. La llama “esa borracha”, una mujer destruida por la insatisfacción, arrepentida de haber tenido un hijo.

Como si pudiera lograrse vivir solamente ‘en’ los libros, ser un cuerpo-libro, sin sexo, sin enfermedad, ni resfríos, los libros se animizan, cobran vida, discuten entre sí los personajes en la biblioteca de Andrés, quien debe reacomodarlos para que no peleen. La biblioteca está en el mismo escritorio donde vegeta el cuerpo casi muerto de su padre. Los libros tienen sus amores y discrepancias, pueden amenazar al cuerpo de su padre, pesan, son parte de Andrés, son casi Andrés o Andrés es casi un libro, inquietante imagen la de Andrés que se acomoda en un estante como un libro más, como un cuerpo que quiere ser ‘pura letra de cuerpo sin carne’, y nos recuerda a la pareja romántica debajo de un árbol leyendo una novela de amor, y no pudiendo vivir su propio amor, y aún más a Kien B., protagonista de Auto de fe de Canetti, con esa B que es Büchermensch y significa, justamente, hombre libro. Si bien la literatura remeda la vida, e incluso logra efectos emocionales, rodeos para llegar a lo que no puede decirse y cierto acercamiento a la verdad -en el mejor de los casos-, la vida no es la literatura. La ecuación vida / literatura ha sido y es estudiada por la teoría literaria a la que remitimos para este punto[2].

Los libros pueden matar si no salvan: las contradicciones de los libros, sus personajes, ‘seres’ que transmiten, que cuentan las tentaciones de la carne, el deterioro de la vejez, o de la mente, la corrupción del mundo, la pequeñez infinita del hombre, se nutren con la vida y dan vida a la letra, en caso contrario matan o limitan la vida de la letra.

Andrés es un cuerpo encerrado, apenas sale al aire libre, se aúna con el padre, sus palabras han pesado, sus palabras de poder, de autoridad.

Hay personajes, en los que la escritora Celina se siente representada, y de los que se exige diferenciarse. Celina, doblez de la escritora, escritora que quiere crear un “otro”, doblez parcial en María, aunque algo hay de Celina en todos los personajes: el cuerpo perturbado, detenido o encerrado, o negado, el cuerpo torturado como el de Cristo, el cuerpo literario de Tostoi como modelo inalcanzable, el de Kafka que subyace, el de Reinaldo Arenas. El nombre propio como cuerpo, el cuerpo enfermo, el cuerpo virginal, o erótico. La cabeza sin cuerpo, o el cuerpo sin cabeza. Relaciones que se oponen, y se entrelazan en el intento de una combinatoria de texturas.

Ahora, si tomamos al padre de Andrés que es un cuerpo con ‘nada de conciencia’ al que no se deja morir, ¿qué pasaría si pudiéramos ser ‘nada de conciencia’, nada de sentimiento, de miedo, de amor? Ser por ejemplo pura carne sin conciencia ni de la suciedad, ni de la propia putrefacción del cuerpo muerto, que pasa- en la novela- a identificarse con la basura: lo contaminante en un movimiento circular que enferma. Pero el cuerpo muerto se oculta-como se oculta la basura.

¿Qué es lo que molesta al cuerpo? ¿Los sentimientos del alma, los problemas del espíritu, el sufrimiento de la carne, el límite temporal de la vida?

En un sentido inverso al del catolicismo, que sostiene que la carne con sus tentaciones, dolores y enfermedades se aparta de la pureza de la que podría gozar en un otro mundo un alma que se arrepintiera de los pecados de la carne, del mundo y del demonio, en la trilogía que forman las novelas de Sofía Bonorino aparece un deseo imposible, pero especial, ser pura carne sin alma. ¿No es acaso el alma la que trae el dolor de la falta de amor, o de diálogo, de la contradicción con el mundo, con la compleja realidad?

Este aspecto-marcado en la trilogía: Las cruces, La quema, El escritorio, me recordó a Rubén Darío en su poema “Lo fatal” en el que leemos: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo/ y más la piedra dura porque esa ya no siente, /pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ni mayor pesadumbre que la vida consciente”, y en el tercer verso de la segunda estrofa: “Y el espanto seguro de estar mañana muerto”.

Y también a Alfonsina Storni en su poema “Dolor, donde expresa su deseo de ser parte de la naturaleza, ser como la roca, ser como las olas “y no suspirar”. Ambos poemas exhiben el dolor de sentir y ser conscientes de su ‘ser humano’. Alfonsina termina con: “Sentirme el olvido perenne del mar”.

Por cierto, los tonos y el ritmo de la escritura de Sofía González Bonorino no exhiben ningún dejo de melancolía, ni de romanticismo, ni de modernismo. Por el contrario el tono, los ritmos, los motivos temáticos, y las situaciones que co-textualizan el dolor y el sufrimiento, son actuales, tan postmodernas como la idea de la salud. Y no puedo olvidar a Macedonio Fernández que enemigo de la medicina, hablaba del “instinto a la salud de las mujeres”. Esta obsesión por la salud, como sabemos hoy, no les pertenece solamente a las mujeres, además se une a la también actual denegación de la muerte.

De los aspectos a los que nos hemos dedicado en este estudio de la novela El escritorio, subrayamos la puesta en escena de un tratado de los cuerpos en un proceso de escritura que atraviesa el pathos del sujeto- escritor, el doblez en su ficcionalización, y su proyecto de escritura, más la relación compleja de los cuerpos también complejos que exponen la molestia o el dolor de la carne, los vaivenes del pensamiento y los sentimientos del alma, atravesados por condicionamientos socio-culturales que los hacen posibles y cuestionables en su valoración.

Liliana Guaragno



[1] Este texto fue leído en ocasión de la Presentación de la novela El escritorio de Sofía González Bonorino (Buenos Aires, Ed. Simurg, 2006), en la Feria del libro de Puerto Madryn, Chubut, 2007.

[2] Este tema ha sido tratado desde los formalistas rusos, el estructuralismo, la narratología, etc.. Especialmente es muy clara la relación y la diferencia entre vida y literatura en: Lotman, Juri. Estructura del texto artístico, Madrid, Siglo XXI, 1978, en el que me baso para este aspecto de la novela El escritorio.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Sobre "Resolana" de Lucía Mazzinghi

Aunque la familia de la voz que narra y su Panteón estén siempre presentes a lo largo de las hojas de Resolana, la novela asienta su secreto, su estar ahí frente a la muerte. Reverbera en el detalle de lo que cuenta: mausoleo diáfano, la madre, pero no más que unas experiencias de juego que se fueron y vuelven constantemente. El narrador sigue y disfruta con su relato, en voz femenina, niña y mujer que se dice: “Una fuerza nueva, enigmática y subterránea, un desahogo y el fin pero al mismo tiempo un recomenzar con otra pregunta: estar dentro del continente oscuro de lo femenino, caminar a tientas por esa región incierta sólo con algunas brújulas: un brillo diferente en la mirada, un tono levemente afónico en la voz que revive el placer, un caminar distinto desafiando al tiempo.”
El cuerpo y la muerte como la pregunta a una certeza abrupta, inesperada. ¿Es la búsqueda (a veces desesperada) de otro cuerpo que corre el riesgo de quedar sólo en el reflejo incierto de lo que fue? El argumento que habla de una niña que sufre la pérdida de su madre y que, ya en la segunda parte, siendo adulta, arma el relato a partir de fragmentos que se le aparecen y velan, revelan y hacen reverberar la noticia de un nuevo cuerpo que se canta de sí mismo: “El amor, el amor. Estoy convencida de que no hay un amor real y otro de película como decía Zoe, sino que todo amor es velo y revelación, verdad y mentira a la vez.” El relato toma vuelo y se topa con el enigma de las palabras desconocidas en un viaje a Italia en donde un cartel del subte romano puede significar: “Salida pero también lugar en el que violan a extranjeras, Sala de máquinas, Casino o prostíbulo.” Es en ese misterio de la palabra, dice el narrador, que uno busca “desesperadamente un conjunto de sílabas que suenen familiares.” Italia, un país donde reina la luz, contrasta con el fuckin’ life del inglés vestido de negro. Así también queda relatada la tragedia que no se apodera de la niña, cuyo cuerpo intenta ser arrebatado por el cuidador del campo de una amiga. Flores, que con su lengua húmeda, su olor a cigarrillo y alcohol, y todavía soñar a veces con su cara, no impide que se diga que en ese campo “había muchas estrellas y la luna iluminaba las cosas con una luz del color de la manteca”. Ahí, en Italia, aparece una vez más, “Lo esotérico flotando en el aire, la impotencia.” esta vez por otra forma de unir fragmentos que escapan a la voz de la niña. Y de esa impotencia salen la diversión con una amiga, un paseo por el parque para admirar los hilos de sol en el lago, los cafés y el éxtasis de Santa Teresa atravesada por la flecha de un ángel sátiro al entrar en la catedral.
Si hay una aparente bisagra en la novela, no es la muerte de la madre, no es ese roto en el trayecto narrativo que sólo dejaría al lector un ruido de vacío, es el corrimiento del horizonte de un origen, búsqueda de escritura mediante, en esa llegada a la Florencia de su bisabuelo y, con expiación silenciosa del nombre, se echan con orgullo raíces en la lengua del Dante y cuya resonancia clara traspasa lo familiar: “Io non so chi tu sei, ne perche modo venuto sei quagiu, ma Fiorentino sembri veramente quand’io ti odo.” Versos que su abuelo canta mientras prepara unos espaguetis al dente y así comen la pasta los italianos.
Finalmente el sonido se aclara gracias a la luz. Y de ese éxtasis y dolor que es Italia se enfrenta el espanto del ruido de teclado. El sonido que desconcierta y advierte en “un efecto pornográfico palpable” en su “soy no soy” pero que se escucha: “hay algo tan familiar y extraño a la vez en ese sonido que flota en el aire.” Sale del tecleo y escribe en su cuaderno de notas, las palabras se dibujan, con la vacilación de la mano, a pesar de la muerte y de esa “voz distorsionada del aparato” que dice: “cama cincuenta y cuatro no puede dormir.” porque “Los pasillos cubiertos de una luz mortecina ocultan avergonzados la obscenidad de los cuerpos en serie”. Entonces ella elige despertar, para “volver a unir los fragmentos en una totalidad que llamamos cuerpo, ficticia pero necesaria.” Despertar como la única decisión, que se continúa al unir esos fragmentos en una vía que se escribe sola, a partir de una contemplación de luz, en una búsqueda específica y cuyo rigor trasciende la voluntad. Un placer lúdico en el estar ahí escribiendo. Escucharse en lo que se va manifestando, y pasarlo. Dejar que pase: “Hay que ir encontrando el ritmo propio. Imposible prescindir de él, se abre paso con vértigo, despojado e incierto, avanza sin saber a dónde. Traducir el rumor subterráneo, abrir una grieta.” Esa grieta pareciera ser la zanja que deja que la música en ese ritmar dé paso al fluir de un movimiento, no se sabe hasta cuando, pero está la posibilidad que se abre con cada gesto que a su vez inaugura otros. Su voz se hace presente y puede alegrarse de la presencia del cuerpo que la lleva: “Entonces, frente al espejo, sentirme tranquila porque todo está en su lugar: ahí estoy yo, mi imagen compuesta y lista para arrancar el día. Cada mañana la ilusión de un principio.” La fotografía que hace permanencia en el deseo de capturar imágenes con una polaroid desde la ventana del living “todos los días a la misma hora” para “después armar un cuadro que registre las variaciones de la luz”. También, está “el puto miedo”, que vuelve constantemente y en donde el narrador se propone arrimar tiempo. Pero no más que la aventura y la ternura que reencuentra en la niña que se apropia de una hoja sobre una mesa de madera vieja, y dónde pone la pluma como constatación de sí, y que tiene un secreto en el desafío al tiempo con su ritmo, pero para dejarse llevar mejor por él: “El proceso inverso al de la partida: apropiarse. Pero lleva tiempo.”


Rodrigo Grimaldi
31/03/2009