miércoles, 1 de septiembre de 2010

Baudelaire o el comediante papal


Luis Thonis




Sobre Pobre Bélgica de Charles Baudelaire. Traducción : Luis Echávarri. Introducción, revisión y notas : Américo Cristófalo y Hugo Savino. Editorial Losada, I999, 242 páginas.

En 1859, Baudelaire escribió en Mi corazón al desnudo : “ De niño, quería ser unas veces Papa, pero papa militar; otras, comediante. Goces que me producían estas dos alucinaciones.”
En sus escritos sobre Bélgica, hacia I864, recopilados en la reciente edición de Losada, este estado alucinatorio tiende a ser literal y el poeta llevará a cabo una pequeña guerra de religión como comediante papal.
Cuando la guerra de religión pasa a primer término sustituyendo a la política la consecuencia es el fascismo o el fundamentalismo. Pero aquí no se trata de ninguna cruzada sino de la aventura de un sujeto singular. Baudelaire descubre una modernidad acelerada y con ella la imposibilidad de alegorías. Bélgica asoma como futuro en bruto, menos como la tierra de los ciegos de Brueghel que como una sociedad de pájaros de ojos amputados. La caracterización de los pobres, las viejas y los niños, que en la mayoría de las culturas aparecen como incontaminados, constituye una de las conclusiones más terribles del libro porque confirma que el otro no puede aparecer como prójimo: “ La miseria, que en todos los países conmueve tan fácilmente el corazón del filósofo, no puede aquí más que inspirarle la repugnancia más irresistible... tan marcada por la bajeza y el vicio incurable está la cara del pobre!”
“ La infancia, linda en casi todas partes, es horrible, tiñosa, sarnosa, mugriente y merdosa. La anciana misma, el ser sin sexo que en todas partes tiene el gran mérito de conmover la mente sin inmutar los sentidos, conserva aquí en su rostro toda la fealdad y toda la necedad con que fue marcada la niña en el vientre materno. No inspira, en consecuencia, cortesía, respeto ni ternura”.
Ante el sopor belga, Baudelaire no puede generar una alegoría, desterrada, ridícula y sublime, de esta revelación como lo hizo el El Cisne donde el ave- emblema que escapa de la jaula da lugar a un pasaje de la cautividad al exilio final. El poema trivializa magistralmente los emblemas clásicos y el lugar de lo adánico en la tierra, donde el cisne alude a la ciudad remodelada, es decir, destruida, Victor Hugo u Ovidio, políticamente exilados, o el mismo Baudelaire que asiste a la asincronía que entre el spleen- la bilis negra de lo real - y el ideal cada vez más inalcanzable.
Tampoco puede reencontrar las marcas enigmáticas del mal dosificadas por el tiempo de sus poemas Los siete viejos o Las viejecitas.
El giro tout à coup - “de pronto surgió ante mí un anciano cuyos amarillentos harapos...”- que anticipa para el paseante un encuentro imprevisible- con el cisne, viejos o viejas, la desconocida o el atardecer -, le está vedado en su música, como si en Bruselas no hubiera posibilidad de resonancia.
El crítico más influyente de la época, Sainte Beuve, consideró a los Paraísos -I851- una obra de mayor envergadura que Las Flores del Mal, 1857, a las que Baudelaire agrega poemas como El Viaje cuatro años después. Pero su libro sobre Bélgica ha sufrido algo peor que el desatino : la desaparición que hace que los lectores contemporáneos de Baudelaire- hablo de Verlaine o Mallarmé- no pudieran conocerlo. De la historia de sus ediciones dicen algo Américo Cristófalo y Hugo Savino. La abundancia de sus notas constituyen una viaje por toda las referencias de Baudelaire, además de añadir poemas no traducidos sobre Bélgica.
Ejemplos: cuando Baudelaire llama a Rubens “ granuja vestido de raso”, las notas nos recuerdan su elogio en Los Faros, o cuando se refiere a Namur se nos aclara que ahí existió una antigua sociedad, los pinzoneros, que ejercían la práctica de arrancarles los ojos a esos pájaros con el pretexto de que así cantaban mejor.
Bélgica deshabillé - título original, que alude a un país sorprendido en paños menores - , no fue escrito para ser editado en sentido contractual sino por la imposibilidad de publicar que fue, además de las conferencias y mantenerse lejos de los acreedores, el objetivo de su viaje y éste es un elemento importante en la rescisión del contrato social. Es diferente no sólo a su obra sino exterior a un siglo y constituye uno de los textos más contundentes por parte de quien leía Tartufo de Molière como un panfleto.
Después de Sainte Beuve- que terminó siendo senador - hubo un Paul Valéry que leyó su obra como la aplicación de las teorías de Poe, la torpeza surrealista y la voluntad sartreana de querer disolver el talento en cuestiones de conciencia que influye en las interpretaciones a partir de los sesenta. Habría que hacer la historia de las lecturas de Baudelaire, que no pocas veces han coincidido con la apertura de un proceso. Hoy la orden del clero mediático es : no pensar demasiado, no formular ningún problema intelectual. Mithos y thanatos la emprenden contra eros y logos. Lo de Sartre, en comparación, suena a osadía. Las lecturas de Georges Bataille y Walter Benjamin se han negado a darle una solución. Este último nos dice que no hay que tomar demasiado en serio el satanismo de Baudelaire. ¿ Por qué no hacerlo?
Leamos Las Letanías de Satán, donde el poeta le ruega al demonio que se apiade de él: “ Pere adoptif de ceux qu’ en su noire colere/Du paradis terrestre a chassés Dieu le Pére/ Oh Satán, prends pieté de mi longue misere!”
El demonio en las letanías ya suena a evocación, como cosa del pasado: mi hipótesis es que el demonio murió de aburrimiento, acaso refugiado en una iglesia, por la devaluación de la mercancía alma que era su preciado objeto de caída y desvelo.
O tal vez el demonio fue asesinado, como escribió Stevens, o fue un blanco entre otros de ese ejército que en El Porvenir de la Ciencia Renán anuncia que marcha invencible a la conquista de lo perfecto. Ese ejército del progreso no tiene en Bruselas, a diferencia de París, ninguna resistencia. El problema no es la muerte misma del demonio- que existió en tanto encarnaba en los cuerpos - sino su resurrección no teológica: la que da lugar a ese puritanismo exacerbado que es el nazismo que derivó en el tópico de la banalidad del mal, comentado en el prólogo de Cristófalo y Savino: “El hombre del progreso convertido en difamador. El artista bien informado, el que sabe cotizar. La rabiosa religión de la lámpara de gas que recae en ilusión, en mito y que encima cree haber alcanzado la cima de lo antireligioso.”
Bélgica es una tierra donde no florecen las flores del mal. Está lejos de Jeanne Duval, la negra alcohólica, que siempre reaparece como obsesión única entre las otras mujeres, que no sólo lo engaña y lo considera un fracasado sino que no valora su obra en lo má###ínimo, haciendo eco con el director del diario que le corrige los versos y académicos que le temen o se burlan de él. La poesía que considera verdadera es desechada en Francia y lo expresa a su amigo Laconte de Lisle: “todos los elegíacos son canallas”.
Tal vez pensaba en la vulgaridad de Jeanne cuando escribió: “ La mujer es lo contrario del dandy. Por lo tanto, ella debe producirle horror. La mujer es natural, es decir, abominable.” Eso contrasta con cartas de amor a diversas musas que aparecen.
En Bélgica, tampoco está Ancelle, “ la llaga de mi vida”, el notario que retiene sus fondos y cuyas preguntas - “ ¿ Quiere usted a su madre? ¿ Cree usted en Dios? Hay un Dios, ¿ no es verdad?” le causan ataques de nervios. Está ante pequeños burgueses como Ancelle, que “ conoce tanto de literatura como un elefante de bailar boleros”, pero en un estado terminal que hace imposible agredirlos.
Sus peleas anteriores son imposibles en un país donde no tiene relevancia el principio de arlequín o de la uniformidad de Leibniz enunciado por el personaje de comedia: todo es como aquí en todas las cosas. Nada, comprueba Baudelaire, es como aquí, pero está en vías de serlo. Es un lugar de cultivo para el ideal humanitario de un Victor Hugo y el ocultismo de un Alan Kardec. Siempre ha sido así, hasta la New Age: cierto progresismo ha sido complementario de ocultistas y espiritistas.
Este lugar tan de excepción por su necedad está a punto de convertirse en medida y esto - la idea de que el mundo será belga- es lo que fascina a Baudelaire hasta hacerlo retornar a Namur para terminar su libro. Ahí se vuelve afásico y sufre un ataque de apoplejía fatal.
La sensibilidad de Baudelaire es antipuritana y antigótica. Lo advertimos en su repugnancia por Brujas: “Ciudad fantasma, ciudad momia, más o menos conservada. Huele a muerte, Edad Media, Venecia en negro, los espectros rutinarios y las tumbas”, en su recurrente caracterización de las iglesias, en la afirmación de lo jesuítico, especialmente en Amberes, ciudad que le encanta. En Sade la naturaleza no puede satisfacerse sino en su propia destrucción. Flaubert piensa que para destruirla hay previamente que exaltarla. En los cuadernos, Flaubert reconoce que Sade “ representa “la última palabra del catolicismo” en tanto responde al “ espíritu de inquisición, al espíritu de tortura de la Iglesia de la Edad Media, el horror de la naturaleza, ¿ han observado que no hay ni un animal ni un árbol en Sade? El goce y el horror de la naturaleza le parecen tan íntimamente ligados que uno supone fatalmente el otro”.
En La leyenda de San Julián el hospitalario, Flaubert retoma la vena sádica de la leyenda medieval. Julián comprueba en su frenesí contra las cosas que ellas no pueden destruirse infinitamente cuando por error mata a su madre y a su padre, cumpliendo una profecía: el héroe de la crueldad tiene que destruirse a sí mismo y esto coincide con la santidad de un heroísmo premoderno que no distingue al protagonista de un sonámbulo que sin embargo anuncia un posterior malestar. El héroe premoderno se enfrenta a la ley o reconcilia con Dios, pero el héroe moderno se extravía en un laberinto de controles y de normas. Balzac ya compadecía a las mujeres que querían tejer sus historias amorosas. Esto le resulta imposible en una civilización que hace consignar la entrada y salida de carruajes, cuenta las cartas y pronto tendrá el país “ catastrado hasta en su mínima parcela”.
Es Benjamin, en su análisis del héroe moderno, quien examina la red de controles que se acentúa con la revolución y va coartando cada vez más la vida burguesa. Afirma que en los barrios proletarios hubo resistencia a que se numeraran las casas. Baudelaire -escribe Benjamin- se hallaba perjudicado como un criminal cualquiera por ese empeño. París ya no es la patria del flâneur y en pocos años tiene catorce direcciones: no trataba sólo de escapar de los acreedores .
El vagabundeo acontece en el resguardo de la multitud donde nadie está del todo claro para el otro ni nadie es al mismo tiempo del todo impenetrable. Hausmann es el “urbanista” que termina con las barricadas: la arquitectura responde a la mirada del jefe de policía.
La anchura de las calles establece el camino más corto entre los cuarteles y los barrios obreros. Benjamin se refiere a la experiencia belga de Baudelaire en las Iluminaciones: “No hay escaparates en las tiendas. El callejeo, tan grato a los pueblos dotados de imaginación, es imposible en Bruselas. No hay nada que ver y los caminos son imposibles. Baudelaire amaba la soledad, pero la quería en la multitud”
En los Paraísos leemos la confesión siguiente: “Por regla general, los pocos individuos que me han resultado antipáticos en este mundo eran personas que tenían una posición económica próspera y gozaban de buena reputación. Por el contrario, recuerdo a todos los sinverguenzas que he conocido, que no han sido pocos, con agrado y con ternura”.
En Bruselas, lejos de los simpáticos personajes de la bohemia, su editor extravagante, Poulet- Malassis que termina más arruinado que él o el admirado aguafuertista Meryon al que intenta ayudar en vano, tropieza con un perpetuo purgatorio de una decencia que es la fachada torpe de la impostura. A un belga - escribe - no puede ocurrírsele que el elogio de un hombre por otro sea desinteresado porque carece de la facultad de admirar. Tienen, en cambio, una profunda credulidad para la cual cualquier cosa puede ser objeto de culto. Nos habla de librepensadores que creen en los aparecidos, de los ejercicios de retórica militar que cuentan batallas imaginarias, del rey que echa al médico cuando lo alerta acerca de la muerte, de crímenes más atroces y estúpidos que en otras partes, mujeres que insultan si le les ofrecen flores, de su familiaridad y desprecio por el hombre célebre, de la venalidad de las costumbres electorales y lo barato que cuesta comprar bancas en la cámara de diputados a diferencia de otros países : “ Esta gente sólo piensa en montón. Relatáis una anécdota cómica: os miran con ojos tristes y aire afligido! Os burláis de ellos, se sienten halagados y creen que los felicitan! Curiosidad por los asuntos ajenos. Goce con las desdichas del otro. Un obrero francés es un príncipe en comparación con un aristócrata belga. La pobreza es una gran deshonra. Barbarie de los juegos infantiles. Pájaros atados con una pata a un palo. No estar conforme es un gran delito. Nada de latín ni de griego. Nada de filosofía. Nada de poesía. Estudios profesionales. Educación para hacer ingenieros o banqueros”.
Baudelaire se declara espía, parricida y pederasta. Por esa confesión, sus anfitriones concluyen que Wagner también debía de serlo. Detalla una cultura sordamente infantilizada, donde la renuencia contra la muerte y el desconocimiento del crimen son signos de una progresiva imbecilidad : “ Las personas que llaman a Booth criminal son las mismas que adoran a la Corday”.
Arthur Power dijo que a Joyce le fascinaban los pubs que rodeaban la Christ Church porque le recordaban las “tabernas medievales en que se codean lo sagrado y lo obseno”. Baudelaire, en cambio, se encuentra ante una arquitectura donde hay jarrones de flores en los frontones y caballos sobre los tejados : es lo que denomina estilo juguete. Son tiempos sombríos para el libertinaje.
Reina la moral de las nuevas inquisiciones colectivas.
Baudelaire se declara incompetente con las belgas. Es el gótico el que torna a las jóvenes y bellas en doncellas ya viejas. El mal en la tradición gótica es afantasmado, nunca hecho a sabiendas. Nada evoca a esa mujer, la prostituta de su poema Alegoría sobre el que giran todas las flores del mal. Las citas de la prensa belga permiten inferir a lo que se enfrenta: “Los hombres son solidarios, deben unirse en el gran principio de la mutualidad y rechazar cualquier idea extrahumana que no tiene fundamento en parte alguna. Guerra a Dios! El progreso consiste en eso!”
“De toda la política sólo entiendo una cosa: la revuelta”, escribió Flaubert, expresando en prosa lo que en Baudelaire, blandiendo un arma en una esquina de París, era grito: ¡abajo el general Aupick! Ese espíritu de bohemia coexistía con lo que Marx llamaba conspiradores profesionales “que dedican su actividad a la conjura y viven de ella”
Nada de eso es posible en Bélgica: “Nunca he comprendido tan bien como al verla la necesidad absoluta de convicciones. Añadamos que cuando se les habla de revolución seriamente se espantan. Viejas doncellas virtuosas. Por mi parte, cuando consiento en ser republicano, hago el mal a sabiendas. ¡Si! ¡Viva la Revolución! Siempre a pesar de todo! ¡Pero no me engaño, nunca me engañé! Di¡viva la Revolución como diría viva la destrucción! Viva la expiación!, viva el castigo!, Viva la Muerte! No sólo me alegraría de ser víctima, sino que no aborrecería ser verdugo, para sentir la Revolución de dos maneras!”
La Revolución no asume el nihilismo que lleva en sí. Las convicciones son las que lo aproximan al dogma de la iglesia, a la encíclica de 1864 y al Syllabus de Pío IX, donde se condena al socialismo, al liberalismo y a los nuevos cultos.
Baudelaire no es un reaccionario ultramontano, en el sentido de su admirado Joseph de Maestre- “no se atacan las ideas si no se ataca a las personas”- , aunque como él en la crisis de soberanía que asalta Occidente delega todo en Papa. Este reaccionario es un sujeto moderno y por lo tanto complejo: capta el nihilismo en el mismo progreso. La reacción ante la estupidez no apunta a restaurar fetiches. Reacciona ante una sordera estratificada. Como si el rechazo de esas nuevas devociones lo llevara a afirmarse en el dogma y eso tuviera que ver con la posibilidad misma del sujeto. Con la misma sonrisa: “La sonrisa es prácticamente imposible. Los músculos de sus rostros no son lo bastante 0flexibles para prestarse a ese movimiento suave”.
Están citados los diarios belgas, los discursos parlamentarios, los entierros patéticos y desopilantes.
Hay que detenerse en La renegación de San Pedro, poema donde se prueba que hay que renegar- o blasfemar- bien: el otro, Dios o el diablo, como diría Artl, no dejan de responder a esa resonancia. En Bélgica la blasfemia, la invectiva y la invocación se vuelven tan superfluas como el spleen o la poesía.
En Bélgica el discurso del Bien - donde el mal es la diferencia, la singularidad, el arte- poco tiene que ver con la definición de Baudelaire del bien como un arte. La doxa belga no es ajena a un estado productor de ficción que reproduce el suicidio de las instituciones republicanas. El belga las considera una Naturaleza: la simplificación de su complejidad deriva en el populismo- bonapartismo-se da por partida doble. Baudelaire no podrá ver con sus ojos la caída del segundo imperio tras la vergonzante capitulación francesa en Sedán en 1870. El parlamento es un lugar de compraventa de votos y El affaire Dreyfus está en el horizonte.
Leemos en el Brumario de Marx: “ Cuando los puritanos se quejaban en el concilio de Constanza de la vida licenciosa de los Papas...tronaba contra ellos el cardenal Pierre d’ Aille: sólo el diablo en persona puede salvar a la Iglesia católica y vosotros reclamáis ángeles”.
La burguesía francesa no dice exactamente eso: todavía el diablo está en los detalles. La Revolución social es la apoteosis de la mitología burguesa: tal es así que la conjunción del saber de la Ilustración con la revolución será la vía directa para llegar al Gulag y a los campos de concentración soviéticos que se extienden a tres continentes.
Leemos una antología de frases extemporáneas, impronunciables en una amable cena: “Bélgica no quiere ser invadida, pero quiere que se desee invadirla”.
Tiranía de los débiles: “Las mujeres y los animales, es lo que constituye la tiranía de Bélgica en la opinión europea”. No está a favor de la anexión: ya hay demasiados tontos en Francia, dice. Está a favor de una invasión a lo Atila :”Todo lo bello podría ser llevado al Louvre. Todo eso nos pertenece más legítimamente que a Bélgica puesto que ella no entiende nada de eso”. Bélgica nunca haría la guerra, su ejército: “es mayor, comparativamente que otros ejércitos europeos, pero nunca hace la guerra: ¡singular empleo del presupuesto! “. Sin embargo, los únicos valores que reivindica están en el ejército: “Más cortesía en el ejército que en el resto de la nación. En todas las partes la espada ennoblece y civiliza.” Baudelaire anticipa una Europa sin soberanía: la que trató de apaciguar a Hitler, la que dejó que sus hermanos del Este fueran llevados a los campos de concentración, la que cree que la guerra en Medio Oriente se debe al colonialismo de Israel, la que argumenta que la Gran Jihad tiene como objeto la defensa de los pueblos oprimidos.
Una Europa dispuesta a indignarse más que selectivamente con sofismas de salón cuando la libertad debe defenderse con armas o sufrir la vergüenza – Churchil decía- de convertirse en un montón de ratas amontonadas. Nadie ha dicho que en Baudelaire el dandy coexiste con el guerrero: “Desearía de buena gana ser un ejército.”
La delegación de la soberanía en el Papa es el gesto cómico del poeta en el crepúsculo de la Ilustración. La Iglesia no estará a la altura de su exigencia.
Bélgica es un lugar descarnadamente natural: un país donde la lucha de clases es sustituida por la de los lugares y donde la abdicación del individuo es total. No se trata de la clásica burguesía francesa a la que apuntan utopistas y conspiradores que de pronto se reflejan en el trapero o el poeta. No es descabellado argumentar que todo lo que va a acontecer en el siglo XX, desde las carnicerías de la primera guerra hasta el pacifismo suicida- hoy reaparecido ante el fundamentalismo- de los apaciguadores de Munich ante Hitler, llegando hasta los campos de concentración, sin olvidar la fascinación por la Cheka de Lenin y el silencio ante el genocidio de Mao en el Tibet, la tortura refinada de los estados modernos, la inminencia mortífera de una lengua única, la postulación de seres correctamente genéticos, subyacen en germen en los hábitos de estos avanzados muertos-vivientes.
También que en la aldea planetaria, con su lógica implícita está “viva” esta Bélgica de fines de siglo en pequeña escala.
La burguesía se presenta en un estado terminal: piensa a sus enemigos como a su propio reflejo incluso cuando no hay espejo. Por un lado la guerra a Dios y por otro el espíritu de revuelta que se vuelven indistintos en el nihilismo que los opone al lenguaje, a la prueba misma del verbo. Pobre Bélgica es el testamento de Baudelaire, un libro político- que trabaja delicadamente en la estrecha frontera de lo democrático y lo teológico político- que nos dice que la poesía es posible, sólo que su exigencia nace de la imposibilidad misma de la alegoría en una modernidad cuyas dos caras son la subjetivación y la racionalización que Baudelaire, lejos de intentar resolver, vive en carne propia desde un lugar asocial.
Algunos no pasarán por alto que en muchas frases del libro se puede sustituir argentino por belga sin forzar analogías.

Diario de Poesía N 57 Otoño de 2001










1 comentario:

Carlos Suchowolski dijo...

Años de desesperanza y frustración los de mediados del XIX... que se vuelven a vivir una y otra vez aunque más no sea de refilón, instalados de todos modos en la resignación propia de los tiempos y de su sistemática y ya "definitiva" (¡por ahora, por ahora...!) demostración de la impotencia de los individuos, del carácter imaginario y mítico de ese deseo que expresa Baudelaire como vivencia diaria (a diferencia de la esporádica -o "de refilón"- como la vivimos "nosotros" hoy en día: “Desearía de buena gana ser un ejército”; estar como dices... "a favor de una invasión a lo Atila".

Sin duda, Baulelaire no llegó a comprender (como Sainte Beuve) el carácter permanante de lo que se vislumbraba, a saber, el vaciamiento de todo sentido conceptual: “(el ejército belga) es mayor, comparativamente que otros ejércitos europeos, pero nunca hace la guerra: ¡singular empleo del presupuesto! “

Creo que lo estamos comprendiendo todo... y creo entrever qué veremos al final...

Un abrazo (y sigo poniéndome al día contigo, es decir, motivándome...)