domingo, 23 de noviembre de 2008

Mattise: delimitación de lo interminable. Por Bettina Bonifatti



Al final ya sólo podía trabajar desde la cama. Tenía como quien tiene una bandeja, una mesa de escultura para modelar arcilla. Atrás de la almohada, objetos de arte. La manta de color. Una escalera cerca de cuando subía a pintar la Ninfa en el bosque. Un dibujo al costado, el que anticipó los cuadros de una década de blusas eslavas en la década del ’30. (La blusa azul, blusa eslava con butaca, fondo violeta, La blusa rumana). Sintaxis simplificada que empezaba a entusiasmarlo (quería cambiar blusas de estas por buenos dibujos suyos). No fue ajeno al tema del pintor y la modelo. Después reticuló los fondos, (Vestido de gala azul y mimosas, Desnudo rosa). Condición superficial manejada en medio de una complejidad en todas las escenas. Terminó en una sobrecogedora economía de medios. Autonomía. Criticado por no ser provocativo, al costado pero en lo suyo por aspirar a un arte que semejara un buen sillón –la frase le valió algunos dichos de quienes no comprendieron ese pretendido segundo plano. Confinarse es a veces abrir, ser libre, saber estar en los límites de la pintura en una trayectoria discreta. Uno piensa si él sabría para qué. Veremos que estallará en la otra mitad del siglo y en otro continente. No es que no lo perturbaran los acontecimientos graves como dicen algunos críticos (sus problemas de salud en los últimos años tienen relación con la ocupación alemana que llevó meses a la cárcel a su hija y a su mujer). Matisse no decae sino que abraza el plano, y el plano deja de serlo. Orden y rigor pero en asuntos circenses, fantásticos, marinos, acuáticos, y un aviador derribado y sutil (Icaro). El cowboy, La laguna, El Destino, Caballo, caballista y payaso (Ilustraciones para Jazz). El Museo de Arte Moderno de Nueva York estaba casi recién inaugurado cuando incorpora sus colecciones y le hace una retrospectiva enorme en 1951. Territorio específicamente pictórico, -dicen- por esa reserva ante la vanguardia histórica. Figura decisiva la de Matisse, hombre de vocación tardía que había pasado por el derecho hasta que su madre le regala una caja de pinturas (en 1890) mientras se reponía de una apendicitis a los 21 años. Bastó el obsequio. Más tarde aconsejaba a sus alumnos: “No se deben establecer relaciones de color entre el modelo y el cuadro; únicamente considerarán la equivalencia que exista entre las relaciones de color de sus cuadros y las relaciones de color del modelo”. ¿Cómo se llega a ser Matisse? A menudo sorprende la elección de un objeto ¿es la blusa búlgara, la alfombra persa, la tela estampada, las tapicerías? ¿La luz marroquí? Un desnudo esclavo que es casi un Cezzanne, algo que prueba y deja, como el divisionismo, hasta que empieza con algo, el uso arbitrario del color, podría situarse comienzo de la serie propiamente dicha el fauvismo, el cuadro La raya verde, y desde allí guiarse por cuadros de las mujeres, los marinos, alegorías mediterráneas y lo que sigue: se puede situar, fechar, firmar, y aparece en las superficies de color: incorpora y organiza lo que no sabemos si encuentra o lo persigue. Y un tema toma cartas en el asunto y no lo abandona hasta el final de la obra. Cuando un tema se puede quedar, hasta el final, que parece una obsesión pero no lo es, es porque ya no hace falta cambiar de tema. No es de la voluntad. Ni la involuntad. Es la conquista. Un encuentro, un hallazgo, es inicial. Lo que sigue es batalla. Sobresalta al autor o lo calma, o lo incomoda. Una brecha no es directa a una desembocadura. Impermeable al cubismo no dejó su rumbo preciso. Pero un rumbo no se sigue porque se sepa la dirección que se debe tomar. En Matisse ese rumbo fue llevar la decoración a un estatuto impensable. La serie sigue, y hay que verla en las odaliscas, entonces “La cortina amarilla” ya no reclamará traducirse. Esas imágenes estaban allí, todo el mundo las miraba, las usaba, cualquiera puede pintar eso dicen algunos. No prima la habilidad, no es demostración ni espectáculo. Recortó papeles, pintó con la tijera cuando ya era viejo, nada lo detuvo, ni la guerra. Se fue a Niza y una monja fue su enfermera. De ella vino la posibilidad del encargo de su última obra: La Capilla del Rosario en Vence. Una vez le dijo a Picasso: “Cuando todo sale mal nos refugiamos en la oración para volver a encontrar el clima de nuestra primera comunión”. Noción de lo sagrado en estilo lagunar. Matisse parece ocuparse del vacío en medio de los ornamentos y los arabescos. Hace una delimitación con lo que es interminable. Llevar el estilo del arabesco y el ornamento a un lugar único. Preguntar por un decir del pintor es casi periodístico. Eso no impide hablar de pintura. Cezzanne decía que se contentaba con volver la mirada un poco a la derecha, y que podía pintar años en un mismo sitio. Libertad y audacia. Desde su primera fascinación por los frescos del Giotto (El juicio final 1303- 1310), en la capilla de la Arena en Padua: allí hay dos hombres y dos mujeres, pecadores desnudos, suspendidos por la parte del cuerpo mediante la cual han ofendido y un diablo que castra a otro con unas tenazas. Supongo que Matisse se fascina no con la violencia, tampoco con el erotismo entendido como representación medieval salvaje o sangrienta, sino que ve allí otra cosa que la que ven todos, solamente él la ve: la forma de trabajar, por eso quizás hay una manera que él no abandonó, trabajando igual y al modo de los fresquistas: no en modelos más pequeños porque decía que era como seguir un avión con una cámara en vez de estar piloteándolo en el cielo. Matisse es una suerte de contrafigura de Picasso, como quien trabajó a la sombra del siglo. Su obra es el antecedente de la abstracción norteamericana después de la Segunda Guerra Mundial.

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