domingo, 23 de noviembre de 2008

Guantámano y Auschwitz. Reflexiones de Eric Marty


Éric Marty – Con respecto al “Estado de excepción” de Giorgio Agamben[1].

Guantánamo y Auschwitz

El libro de Giorgio Agamben, Estado de excepción[2] – cuasi homónimo de aquél de Saint-Bonet (El estado de excepción, PUF, 2001), del cual toma además numerosas informaciones sobre las diversas teorías jurídico-políticas del pasado –, podría de cierta forma leerse como la larga exposición de las diferentes maneras que tuvo el derecho de esquivar la cuestión de su suspensión – incluso de su anulación – por lo real político. La intención erudita tiene no obstante una “meta” (p. 145) extremadamente singular, y en la cual el objeto es considerar la “excepción”, el estado de excepción, como la norma mundial, el régimen planetario, la regla permanente de nuestra realidad política en occidente.
La exposición de mil y una teorías del estado de excepción es larga y sinuosa. Podríamos, por esto, estar tentados de remitir simplemente al lector al artículo que lleva el mismo título y publicado por el mismo Agamben en Le Monde del Jueves 12 de diciembre de 2002[3]; allí se encuentra la sustancia de sus palabras, pero esa tribuna es más sabia que el libro, más prudente y el lector no tendrá por lo tanto bajo los ojos las verdaderas apuestas filosóficas y políticas que el libro, solo, recela. Hay por lo tanto que, para alcanzar su verdad, pasar por los resúmenes de debates jurídico-políticos de juristas alemanes, franceses, italianos que constituyen la mayor parte del libro de Agamben el cual, sin ellos, hubiera podido en efecto reducirse a un artículo o por lo menos a un corto folleto.
La exposición es larga y sinuosa no solamente porque se trata de una compilación de tesis que se asemejan mucho sino que también y tal vez sobre todo porque el libro está construido de forma curiosa. El pensamiento se detiene ahí sin cesar por extrañas miradas hacia atrás que nos hacen ir y venir de Carl Schmitt al derecho romano y del derecho romano a Carl Schmitt, sin que esas circunvoluciones tomen en ningún momento la apariencia de un método interpretativo, y uno de los misterios de ese volumen es por lo tanto, más allá de la recopilación repelente de las tesis, esa construcción que no avanza sino para retroceder mejor.
La exposición de Agamben es larga y sinuosa, en el fondo, porque es incapaz de ir más lejos que su tesis inicial, a saber que si no hay teoría satisfactoria del estado de excepción, es porque el estado de excepción se sitúa en el límite entre el derecho y la política, y, también porque Agamben no puede superar una cuestión lancinante: si lo propio del estado de excepción es una suspensión (total o parcial) del sistema jurídico, ¿cómo una suspensión así puede estar aun comprendida en el orden legal? (p.42).
Esta cuestión es en evidencia puramente sofística ya que supone que la regla sería lógicamente incapaz de pensar la excepción, pero le es indispensable a Agamben para mostrar y mostrar sin cesar ad nauseam que es la excepción la que domina al derecho y no a la inversa, que la excepción es lo impensado y lo real del derecho que por lo tanto se encuentra sin fundamento. En realidad, el estado de excepción no es en modo alguno una contradicción lógica interna al derecho mismo, pero da testimonio solamente de una contradicción objetiva en la situación del derecho, lo que no es lo mismo.
Para dar cuenta de ese libro, no es sin duda necesario entrar en el detalle de un cierto número de discusiones ociosas y aparentemente eruditas llevadas por Agamben sobre ciertos textos jurídicos de Roma o de la Grecia antigua y donde rompe inútiles lanzas contra la “habitual miopía filológica”, no más que lo inútil de examinar con lupa la exactitud relativa con la que trae de nuevo tal o tal tesis de Santi Romano, de Biscaretti, o de Carré de Malberg; todo aquello no tiene a decir verdad mucha importancia sino una función decorativa. Sólo nos detendremos por lo tanto sobre dos cuestiones, en primer lugar sobre la manera en la que Agamben resume el grandioso texto de Benjamin Crítica de la violencia[4] luego sobre el estudio concreto de un caso contemporáneo en donde se aplica el estado de excepción: Guantánamo.

El nombre de Walter Benjamin aparece en el capítulo IV del libro en el contexto que se describió, a saber rodeado de dos exégesis de la cuestión de la excepción en la antigüedad romana. Agamben sólo resume un aspecto del texto de Benjamin donde éste propone una tipología de la violencia que define por un lado la violencia fundadora del derecho, por otro lado la violencia que conserva el derecho y finalmente la violencia más allá del derecho, la violencia pura, revolucionaria. Esa violencia que Benjamin quiere apartar del derecho, Carl Schmitt la piensa por el contrario incluida en el derecho en razón misma de su exclusión. El debate es claro entre Benjamin que quisiera emancipar la violencia del derecho y Schmitt que desea mantener un lazo con el derecho y que no soportará que la suspensión de la Constitución de Weimar por Hitler no de lugar a una nueva constitución a pesar de todos sus esfuerzos por producir los fundamentos de la misma.
Benjamin aparece por lo tanto como el apologista de una violencia pura en el sentido en que ésta no sería nunca un medio en relación a un fin y en el que sería exposición y manifestación puras al cortar el lazo entre derecho y violencia; violencia que puramente actúa y se manifiesta (p. 106).
Esa violencia conduce a la desactivación del derecho y a su “ociosidad” y entonces da acceso a la era del juego, de una liberación, de un estadío cuasi utópico donde según Agamben, extrapolando el pensamiento de Benjamin, “un día, la humanidad jugará con el derecho como los niños juegan con los objetos inservibles…”(p. 109): en el fondo el libro de Agamben hubiera podido terminar ahí ya que, en su último párrafo, es la tesis neobenjamineana que triunfa pero en el condicional en tanto el futuro de estilo utópico sería sin duda un poco ridículo bajo la pluma de Agamben: “A una palabra no constrictiva, que no ordena ni impide nada, pero se sostiene solamente en ella, correspondería una acción como medio puro que se expone solamente a sí misma, sin relación a un fin.” (p. 148): el epíteto “puro” es sin duda alguna tomado de Benjamin, pero su abuso hiperbólico por Agamben nos llevaría gustosamente a aconsejarle meditar las numerosas exégesis irónicas que hizo Luis Althusser del mismo en su autobiografía póstuma El porvenir es largo.
La lectura que Agamben propone del texto de Benjamin es una lectura débil, muy débil. Débil en primer lugar porque omite un cierto número de declaraciones paradójicas que amenazarían con enturbiar su tesis. Por ejemplo, cuando Benjamin escribe, con respecto al derecho de huelga en tanto que es reconocido por el Estado y legalizado por él, en tanto pues perteneciente al orden del derecho: “Los trabajadores organizados son hoy, al lado de los Estados, el único sujeto de derecho que posee un derecho a la violencia[5]”, ahí se ve un aspecto de las cosas que el unilateralismo de Agamben habría tenido dificultades para enunciar; o aun cuando Benjamin habla de la pena de muerte y explica que al atacar la pena de muerte, es al derecho mismo que se ataca en su origen en la medida misma en que la pena de muerte no castiga una trasgresión sino que otorga un poder al derecho[6]. Este último ejemplo es particularmente interesante en la medida en que la pena de muerte fue abolida en Europa occidental como también en un gran número de Estados de los Estados Unidos y que su supresión incluso se convirtió en un criterio del derecho en Europa para la integración de un nuevo Estado: fenómeno que evidentemente relativiza de gran manera la idea obsesiva de Agamben según la cual, nosotros los occidentales, vivimos bajo el reino del estado de excepción.
Pero hay más que esa miopía en lo que toca a los detalles angulares del pensamiento de Benjamin. Lo que Agamben omite igualmente, es, en primer lugar, la importancia de las referencias a Sorel, el Sorel anarquista y nietzscheneano, que de este modo distingue la huelga general de tipo socialdemócrata y la “huelga proletaria” de tipo revolucionaria, o sea una oposición muy importante ya que sólo la primera es caracterizada como violenta en la medida en que mantiene la violencia del Estado y del derecho al no proponer sino una simple sustitución de amos (los amos socialdemócratas que reemplazan a los amos liberales) mientras que a la segunda se la caracteriza como “medio puro”, es decir “no violento”, en el sentido en que no se propone retomar el trabajo luego de las concesiones sino sólo retomar un trabajo completamente transformado, no impuesto por el Estado[7]. Benjamin va incluso más lejos, a través de Sorel, ya que establece que toda huelga fundadora de derechos es violenta (chantaje, bloqueo, toma de rehenes) y que se opone en eso a la no-violencia de la “huelga proletaria”. La “violencia” de la huelga proletaria es no violenta porque está fuera de la violencia jurídica (fundadora o conservadora) que es, según él, la única violencia.
Ahí se ve en lo que falla Agamben y que es sin embargo lo esencial, a saber que hay un afuera de la violencia y del derecho – en tanto que son identificables – y que ese afuera es lo que Benjamin llama el “medio puro” que es precisamente no violento. No es sino en la continuación de su texto que Benjamin habla de “violencia pura” pero aun allí esa violencia pura es sistemáticamente descripta en términos de no violencia. Es con respecto a la idea de “medio puro” que Benjamin define entonces a la acción como lo que cambia las relaciones de los fines y de los medios y que la describe como pura manifestación.[8] Y es también con respecto a esto que Benjamin es metafísico –lo que Agamben no deja nunca entender – al definir una esencia metafísica del derecho que hace de ella la hermana gemela de la violencia, y en la que los fines –sean cuales fueran – están íntimamente ligados a la violencia de manera necesaria e interior; metafísico también en lo que para él el derecho –y por lo tanto la violencia originaria que se le asocia – no es sino la forma eterna de los privilegios de los poderosos; esa esencia metafísica, y ahí está lo esencial, hace de la violencia del derecho la única violencia real.
Si lo esencial se le escapa a Agamben, es que ese desarrollo a través de Sorel y del ejemplo de la lucha de clases conduce a Benjamin por uno de esos saltos en los que tiene el secreto –y que es el secreto de toda dialéctica verdadera –, pero del cual Agamben no nos hará partícipes, de una definición puramente judía de ese “por afuera del derecho”, de ese “afuera” de la violencia. Esa omisión causa tanto más estupor cuanto que Agamben, a pesar del uso comúnmente prudente de ese tipo de epíteto, calificó con anterioridad a Benjamin de “filósofo judío” (p. 89). ¿Qué sentido puede tener este adjetivo en un comentario que precisamente hace desaparecer el segundo arco del texto de Benjamin, la exégesis bíblica de una escena tomada del Antiguo Testamento, de los Números[9], que va a constituirse como paradigma del antiderecho y de la antiviolencia?
A la violencia mítica del derecho que es fundadora, que impone la falta y la expiación, que amenaza y es sanguinaria, se opone la violencia pura e inmediata de Dios que es destructora de derecho, destructora sin límites, que castiga y lava simultáneamente la falta. ¿Cómo funda Benjamin esa noción de “violencia pura” que se exceptúa en el fondo de la violencia? Simplemente en eso que, si es sin duda destructora de vidas, de bienes, de derechos, no lo es nunca, agrega Benjamin, “de manera absoluta con respecto al alma del viviente[10].” Pero es también (y tal vez sobretodo) alrededor del hecho de la imprescriptible prohibición mosaica de matar y por lo tanto en la Ley judía como tal que Benjamin encuentra el modelo mismo de una palabra justa que se sitúa, según él, en un paradigma totalmente opuesto a aquél del derecho natural o del derecho positivo que se creen sus herederos, y que son, a ese título, fundadores de la mala violencia del derecho[11]. La Ley judía no es el derecho en el sentido por el cual el “No matarás” no es en nada un juicio, un artículo jurídico, sino una palabra: “Está en la persona o en la comunidad en su soledad, ajustarse a ella y en casos excepcionales asumir su responsabilidad de no tomarla en cuenta[12].” Se ve a que altura se sitúa Benjamin y en que lugar: en el desierto, semejante a Abraham o Moisés y también en el aquí y el ahora de toda decisión humana, y por lo tanto siempre en la soledad de una interlocución con lo divino, es decir con el lenguaje. Definir el estatus real de ese “divino” en el Benjamin de los años 1920-1921 requeriría sin duda más que estas observaciones[13], pero lo que hay que retener aquí, es desde luego esa inscripción de la interlocución y la decisión ética enteramente anudada al lenguaje en tanto que es, según Benjamin, un espacio inaccesible a la violencia[14].
Esta idea es fundamental ya que Benjamin, en los últimos párrafos de su texto, vuelve precisamente al aquí y al ahora de la situación política alemana de los años 1920-1921 que vio –no lo olvidemos como Agamben – el aplastamiento sanguinario de la revolución proletaria por el Estado socialdemócrata. Si es verdad que entonces Benjamin, con un acento que de pronto anticipa a George Bataille, escribe que la violencia divina –que no es nunca “medio” sino “insignia y sello” – puede ser llamada “soberana”, enuncia también, con una prudencia más talmúdica, que no es “ni igualmente posible, ni igualmente urgente, decidir cuando una violencia pura fue efectiva en un caso determinado[15]”, ya que “la fuerza de la violencia, aquella de poder lavar la falta, no salta a la vista para los hombres[16]”. En el fondo, el programa de Benjamin entonces parece ser por el principio mismo de esa violencia “pura”, “divina” y “revolucionaria”, el de batir en brecha la violencia disimulada, mítica y engañosa del derecho, en resumen de afianzarse sobre la violencia pura para desactivar y poner al desnudo la única violencia que existe, la única violencia real, la violencia del derecho, a saber la violencia del orden, en resumen de mostrar silenciosamente que la esencia de la Ley judía –como palabra – es de ser trasgresión de todo orden, es decir de toda violencia.
Podemos por lo tanto sorprendernos de que Agamben haya omitido mencionar el modelo hebraico de la “violencia pura” en Benjamin, esa violencia pura a la que le da, en lo que se refiere a él, una especie de color utópico en el cual se reconoce vagamente a Deleuze, Foucault, el último Althusser. Si había algo para ahondar en la obra de Benjamin, era esa irrupción del texto bíblico en su propio texto e intentar comprender el poder hermenéutico, inspirador y fundamentalmente escatológico de la palabra divina presente en la tradición judía. Y además, ¿por qué calificar a Benjamin de “filósofo judío” con motivo de alusiones a su admiración por Schmitt el “teórico fascista del derecho público” y simultáneamente callar la dimensión propiamente judía de su pensamiento[17]?

El ocultamiento por Agamben de todo el análisis inspirado en el Antiguo Testamento presente en el texto de Benjamin puede difícilmente ser tachado de insignificante. Toma una dimensión singular si se la refiere al enunciado más sobresaliente del libro de Agamben: al tratarse de la situación de los seiscientos ochenta talibanes retenidos como prisioneros en la base de Guantánamo, situada en la isla de Cuba, Agamben escribe: “La única comparación posible es la situación jurídica de los judíos en los Lager nazis, que habían perdido, junto con la ciudadanía, toda identidad jurídica, pero conservaban al menos la de judío” (p.13-14). La declaración es extraña por más de una razón ya que no se sabe si peca por ingenuidad o por obscenidad. Lo es en primer lugar por su final “pero conservaban al menos la de judío”; no se mide inmediatamente el carácter inconmensurable de la equivocación de Agamben y la primera reacción crítica sólo toca en primer lugar el aspecto trivial del enunciado: por ejemplo, no se ve en qué los talibanes aprisionados estarían, en lo que se refiere a ellos, privados por su encarcelamiento de su identidad de talibanes, de afganos, de sauditas, de australianos, de musulmanes, y se intenta, en vano, imaginar, a la inversa, en qué los judíos de Auschwitz, por su parte, conservaban su identidad, en qué consistía ese extraño privilegio. Pero al releer el enunciado, se mide de pronto el abismo en el cual la ausencia de pensamiento, como tal, puede precipitar al discurso filosófico, porque, en efecto, los judíos de los Lager “conservaban su identidad” ya que era precisamente la condición misma de su exterminio, ya que es en la medida misma en donde la identidad de judío se conservaba a los judíos por medio de innumerables procedimientos (genealógicos, prácticas identificatorias de todo tipo yendo en un cierto número de casos, ligados a la locura antisemita, a la medición de los cráneos, de las narices, de los pies, sin hablar desde luego, para los muchachos y los hombres, de la marca de la circuncisión), que eran conducidos a las cámaras de gas luego definitivamente aniquilados en los hornos crematorios. A la inversa, se registra, en efecto positivamente, el hecho de que los prisioneros de Guantánamo no tengan la alegría de probar ese privilegio: aquél por el cual a la identidad de un prisionero se la garantiza el carcelero ya que un privilegio así no puede sostenerse a no ser que sea precisamente la razón misma de su aprisionamiento.
De hecho, los detenidos de Guantánamo no conservan su identidad simplemente porque no es en tanto musulmanes, en tanto árabes que se los aprisiona sino de hecho porque se los interpeló con las armas en mano en el curso de un conflicto y en el momento de violentos combates militares consecutivos al estado de guerra que se desencadenó por los atentados del 11 de septiembre, de manera que no podemos sino regocijarnos de que su encarcelación no sea, a la inversa de los judíos de Auschwitz, el guardián de una identidad. Ahí se ve lo que, precisamente al nivel del derecho, distingue un Estado democrático de un Estado totalitario, es que una medida de excepción tal como la que el gobierno norteamericano tomó al autorizar la detención sin procesamiento de prisioneros, no trasgrede nada de lo que funda metafísicamente el orden jurídico occidental, a saber la distinción entre la identidad de una persona y los motivos que le hacen merecer el ser encarcelado.
Agamben establece de manera radical su incomprensión de lo que fue Auschwitz ya que por esa equivocación[18] traiciona su creencia de que es a pesar de su encarcelación que los judíos podían conservar su identidad de judíos, mientras que es por el contrario porque conservaban su identidad de judíos en Auschwitz mismo que serían allí exterminados: cuando conservar su condición de judío en Auschwitz es la condición misma de la muerte y que la esencia de Auschwitz es simplemente aquello.
Otras extrañezas caracterizan esa declaración, el empleo de la palabra Lager, por ejemplo, cuyo significado en alemán es campo: ¿cuál es el sentido de este uso? ¿Por qué Agamben hace uso del eufemismo? ¿Por qué no escribe “campo de exterminio”? Se adivina sin esfuerzo que al emplear el término exacto, lo absurdo de la comparación entre los prisioneros de Guantánamo y los judíos de Auschwitz saltaría a la vista, en tanto que la palabra Lager engaña ya que en cierta medida los talibanes también están en Lager. En fin, podemos sorprendernos por la hipérbole del comienzo (“la única comparación posible…”): ¿Realmente? ¿No hay en la historia de los hombres un sólo ejemplo de combatientes aprisionados sin ser procesados, ya que tal es el estatus de los detenidos de Guantánamo? ¿Auschwitz es en verdad la única comparación posible? Muy evidentemente la situación de los seiscientos ochenta talibanes en Guantánamo y la de los millones de judíos en los campos de exterminio nazis no tienen medida en común, pero al escandalizarnos demasiado con respecto al carácter espectacularmente chocante de la declaración sin duda satisfacemos su carácter puramente perverso.
Poco después de la aparición de su libro en Francia, Agamben publicó una tribuna en la primera plana de Le Monde, titulada “No al tatuaje biopolítico[19]” donde comparaba la huella digital que piden las aduanas americanas con el tatuaje infligido a los detenidos de Auschwitz. Agamben amenazaba con anular el curso que debía asegurarle a la Universidad de Nueva York si una medida así se mantenía. No comment…

El punto de vista jurídico que Agamben utiliza de manera exorbitante para disolverlo mejor conduce de este modo a caracterizar al III Reich como un “estado de excepción que duró doce años” a causa del decreto del 28 de febrero de 1933 (que se cuida mucho de analizar y detallar) al suspender los artículos de la Constitución de Waimar relativos a las libertades personales (p. 11). Más allá de la insignificancia misma de una descripción semejante y de su no pertinencia ya que conduce a definir el totalitarismo de manera puramente relativa al derecho, ese tipo de análisis autoriza entonces a Agamben a aproximar y a identificar todas las situaciones y así a comparar la América de Bush con la Alemania de Hitler. Tan pronto como el Estado nazi es definible como estado de excepción a partir del simple hecho de haber suprimido tal o tal artículo de su constitución, toda suspensión del mismo género debida a un Estado democrático – incluso si no se la declara en el sentido técnico – puede, en derecho, someterlo a la misma grilla de análisis. En realidad, todo el proyecto de Agamben es el de crear una identificación estructural entre Estados democráticos y Estados totalitarios con la misma puerilidad que le permitió comparar Guantánamo con Auschwitz. Esta identificación pasa por seudo genealogías históricas que hacen así del estado de excepción una creación de la tradición “democrático-revolucionaria” combinación relativa al léxico muy extraña visto que designa al Estado napoleónico (un decreto de Napoleón de 1811) y el Consulado (un artículo de la Constitución del año VIII). Y, desde luego, esas seudo genealogías (desde las leyes de excepción de la guerra de 1914 hasta el artículo 16 de la V República francesa[20] pasando por el título de “commander in chief of the army” de Bush, p. 41) testifican que el estado de excepción es el régimen crónico de Occidente desde que instauró repúblicas y democracias y que rompió con el absolutismo[21]. La identificación del totalitarismo y de la democracia le permite a Agamben hablar como de una sola secuencia jurídica del periodo que, en Francia, va de los plenos poderes votados en diciembre de 1939 hasta la V República, o lo autoriza a escribir que el advenimiento de Hitler al poder es “incomprensible” sin un análisis de los usos y abusos del artículo 48 de la Constitución de Waimar entre 1918 y 1933[22]. Esta identificación de la democracia y del totalitarismo no es posible sino porque, para Agamben, el hecho de que la suspensión del orden jurídico sea parcial o total, provisoria o permanente, no tiene ninguna importancia[23].
Si lo provisorio y lo permanente, si la parte y el todo, si lo parcial y la totalidad son una sola y misma cosa, se entiende entonces porque el Estado nazi y el Estado americano son muestra de un mismo paradigma de análisis. Es por eso que, con respecto al combate llevado por los Estados Unidos de cara al terrorismo, Agamben puede escribir: “Es justamente en el momento en que quisiera dar lecciones de democracia a culturas y a tradiciones diferentes, que la cultura política de Occidente no se da cuenta que perdió totalmente los principios que la fundamentan” (p. 35): nos quedamos intrigados con la idea de saber que realidad política y cultural disimula la dulce expresión de “culturas y tradiciones diferentes” y nos quedamos pensativos con la idea de que Occidente habría perdido los principios que lo fundamentan ya que Agamben nos mostró que el Estado de derecho es un mito (p.17). En fin, extremando radicalmente el sentido de sus palabras, Agamben escribe, “en la urgencia del estado de excepción en el que vivimos”, que la maquina que contiene en su centro al estado de excepción “siguió funcionando casi sin interrupción a partir de la Primera Guerra mundial, a través del fascismo y del nacionalsocialismo, hasta nuestros días. El estado de excepción alcanzó incluso hoy su más amplio despliegue planetario” (p. 145 -146).
Se entendió, el arma por la cual Agamben se autoriza la confusión entre el Estado totalitario y la democracia depende de la ficción jurídica en la cual finge encerrarse para destruirla mejor. Pero ese encierro lo lleva de este modo a declaraciones absurdas tal como la de definir el totalitarismo como estado de excepción, es decir como suspensión del derecho, cuyo ejemplo esta dado por la Alemania nazi, ya que Agamben no puede ignorar que a la URSS se la dotó de una constitución de un formalismo jurídico extremo y caracterizado por la mayoría de los juristas como garante de todos los derechos de los ciudadanos y no ignora que a esa constitución soviética se la ratificó en 1936[24], es decir en el momento precisamente en que la represión entró en su fase más radical, la del terror de masas. No ignora tampoco que ese terror para aplicarse no tuvo ninguna necesidad del estado de excepción. Se podría decir en relación a esto y como entre paréntesis que el hecho de decretar o de hacer votar “leyes” de excepción – que son para Agamben el equivalente al estado de excepción –, como las leyes antidisturbios de los años 70 en Francia, la ley Gayssot contra el negacionismo, la “military order” de Bush, es a la inversa la garantía de su excepcionalidad, de su carácter parcial y temporal y la garantía de que la regla general del derecho constitucional se mantiene, de manera que una vez más se verifica la validez del aforismo convertido en proverbial según el cual, es la excepción la que confirma la regla[25]. Por esa razón, por ejemplo, el Patriot Act que se promulgó luego de los atentados del 11 de septiembre tuvo que, para prolongarse, ser objeto de una votación que tuvo lugar en el Senado el 2 de marzo de 2006: el Patriot Act es una ley de excepción en el sentido en que debe permanentemente ser confirmada democráticamente.
El ejemplo soviético (o chino, cubano, albanés, rumano, norcoreano o camboyano), que Agamben no toma nunca seriamente en cuenta, aniquila finalmente la idea de una solución de continuidad entre el Estado democrático y el Estado totalitario[26], ya que el golpe de Estado bolchevique de octubre de 1917 – como más tarde el golpe de Estado nazi – muestra que el Estado totalitario se burla de los medios que el Estado de derecho le concede o no, según el estado de lucidez de sus garantes políticos, y opera siempre según los procedimientos de una violencia fundadora que supone una cesura histórica y jurídica absoluta con el régimen de derecho anterior.
La ficción jurídica en la que se encierra Agamben con gula lo lleva a rechazar con desdén todos los elementos que justifican que una democracia, con o sin razón, suspenda provisoriamente tal o tal derecho constitucional o bien autorice actos de policía contrarios a las leyes (tales como las ejecuciones extrajudiciales que practicó Israel en contra de terroristas) como el estado de necesidad, el estado de urgencia, etc., y es por eso que Agamben identifica a los seiscientos ochenta combatientes de Afganistán con los millones de niños, mujeres, ancianos, hombres civiles aniquilados en los campos de exterminio.
Aun ahí, Agamben parece omitir algo fundamental que nos mostró el informe del Congreso de los Estados Unidos sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001, es que, además de lo aficionado de las fuerzas de vigilancia y de coerción americanas (lo que por otra parte relativiza en gran medida la imagen de los Estados Unidos como eje esencial del estado de excepción planetario), es precisamente la aplicación escrupulosa de la constitución americana por las fuerzas de policía lo que permitió a los terroristas escapar del FBI y llevar a cabo un asesinato en masa: así, entre otros ejemplos, a Zacharias Moussaoui, detenido por falta de visa el 16 de agosto y pudiendo estar bajo sospecha por mil indicios de estar a punto de llevar a cabo un acto terrorista de gran magnitud, no se le pudo revisar sus efectos personales, al no permitirlo el delito del cual era culpable[27]; de este modo, las medidas de vigilancia, las medidas de retención de talibanes, las medidas de control reforzadas que decidió el gobierno americano, si pueden, desde luego, criticarse en razón de eventuales amenazas que ciertos desvíos podrían tener con respecto a los derechos de los ciudadanos, no pueden por eso describirse de manera aislada como lo hace Agamben.
Es, además, sorprendente que Agamben quien apela al pensamiento de Foucault específicamente sobre la “biopolítica” y que toma de él, al menos formalmente, tantas palabras, objetos teóricos, conceptos, oculte el hecho de que este último haya, en 1978-1979, en el curso que precisamente se titula Nacimiento de la biopolítica, criticando muy severamente una continuidad entre el Estado democrático y el Estado fascista, y aquello para destruir los contrasentidos ligados a su famoso curso de 1976 “Hay que defender la sociedad” sobre las tecnologías de dominación que, en efecto, están presentes en el funcionamiento del Estado moderno y eso particularmente por lo que él llama el “biopoder”. En 1980 por otra parte, Foucault, para disipar las confusiones, explica que si es verdad que los “campos de concentración” son una invención inglesa, eso no permite de ninguna manera decir que Inglaterra haya sido una sociedad totalitaria, ya que hay una autonomía, relativa, de las técnicas de poder[28].
Para Foucault, la idea misma de una “parentesco” o de una “continuidad genética” entre diferentes formas de Estado acaba en el “crecimiento del intercambio de análisis” y por lo tanto “pérdida de su especificidad”[29]. Foucault entonces, criticando anticipadamente las confusiones de Agamben, ironiza sobre aquel que resbalaría de un análisis de la Seguridad social al de campos de concentración. Pero hay otra dimensión en sus palabras, y que de antemano condena la empresa de Agamben y, de manera más general, la corriente neoizquierdista de la radicalidad, es cuando resulta que ese procedimiento lleva a una “descalificación general por lo peor”. Foucault denuncia entonces el “gran fantasma del Estado paranoico y devorador”[30].
Más importante aun, Foucault demuestra la profunda discontinuidad entre el Estado llamado totalitario y el Estado democrático que no tienen ni la misma forma, ni la misma matriz, ni el mismo origen, ya que el Estado totalitario paradójicamente no se caracteriza por la intensificación endógena de los mecanismos de Estado sino al contrario por una limitación y una disminución de éstos en provecho de una gubernamentalidad de partido[31].
Pero sería fastidioso utilizar ese admirable curso de Foucault para el único uso de descalificar la declaración de Agamben.

Así se podrían rechazar una a una las argucias desarrolladas por Giorgio Agamben; es a veces molesto hacerlo ya que se tiene el sentimiento de que entrar en ese tipo de discusión es inútil de tal manera, a todas luces, éste maneja la exageración sin preocuparse mucho de convencer a quien sea, incluyéndolo a él mismo, pero con la única inquietud de volver a entrar en las casillas de la radicalidad que parece, hoy, ser indispensable al intelectual europeo que aspira a una posición de maestría, a menos que no se trate, en el caso preciso de Agamben, de un simple dandismo: palabra hiperbólica como lo hemos visto, profetismo charlatán sobre la guerra civil mundial a la cual nos conduciría Occidente (p. 147), analogías rudimentarias y masivas, el todo superpuesto a una erudición de pequeño mandarín, una retórica que exhibe los signos formales del rigor, y un estilo que, maniáticamente, retoma todos los tics conceptuales del momento.
La crítica de esa radicalidad no tiene más nada que hacer, pero el libro de Agamben da la oportunidad de poner en evidencia dos de sus características esenciales.
La primera característica se dice en dos tiempos: primer tiempo, el fracaso de la empresa comunista en la que la URSS fue el paradigma se admite pero, segundo tiempo, nunca se lo trata[32], aun cuando el concepto de Estado totalitario permitiera sin embargo numerosas e instructivas comparaciones que, desde hace una decena de años, los historiadores multiplican. En realidad, si la URSS y la secuencia comunista soviética o china ya no tienen crédito posible y si es obviamente indecente querer salvar lo que sea de esa secuencia, sin embargo no se pensó nada de esa catástrofe y eso por una razón muy simple, es que el modelo político en el cual Agamben cree es simplemente el mismo, es decir el del Terror: “La política sufrió un eclipse duradero porque fue contaminada por el derecho” (p. 148). Para Agamben, ahí se ve la catástrofe, y a lo que aspira – ¿pero aspira a eso realmente? – es al regreso de la política que el derecho no restringiría más, es decir por lo tanto el Terror.
Es verdad que Agamben, como ya se dijo, habla entonces de “acciones puras”, tan puras que son “un medio puro que se expone solamente a ellas mismas”: simple paráfrasis de las palabras de Benjamin sobre la “violencia pura”. Sin embargo, todo nos hace entender que ahí se trata de una fraseología vaga que disfraza torpemente cualquier otra cosa, y que la “pureza” a la que Agamben apela tan a menudo es una manera cómoda de no admitir nunca su nostalgia de la epopeya sanguinaria del Terror. Estas sospechas se deben desde luego al tratamiento tan discreto de la catástrofe comunista que permanece inanalizada pero igualmente a la complacencia de la que Agamben da prueba con respecto al terrorismo totalitario que, suavemente, describió como “las culturas y las tradiciones diferentes” y como pura víctima a través de los seiscientos ochenta prisioneros de Guantánamo y, en fin, el hecho de que a sus ojos, la “guerra civil mundial” de la cual ese terrorismo es el actor principal tiene al Occidente como único responsable.
En fin, si no se puede creer en la seriedad de Agamben cuando finge encarar las “acciones puras”, la “violencia pura” como una especie de liberación del orden, del derecho y de la violencia, es simplemente que una violencia tal es en efecto sinónimo del terror más terrible, el terror arcaico, en cuanto, como Benjamin nos prevenía de eso, que se sitúa apartada de lo divino y que se sitúa fuera de la Ley como palabra. En efecto, Benjamin, en el momento en que encara esa “violencia pura”, escribe esto: “[…] Se objetará que en buena lógica deja a los hombres el campo libre para ejercer los unos contra los otros la violencia que otorga la muerte. Es lo que no admitiremos. Ya que a la pregunta: ¿Se me permite matar? la imprescriptible respuesta es el mandamiento: No matarás[33].” Sigue entonces, en Benjamin, la admirable reflexión que opone la Ley al derecho que ya comentamos. Pero, en Agamben, nada de eso. A pesar de la presencia del nombre de Benjamin, a pesar de la paráfrasis que se hace con sus palabras, a la violencia pura se la encara en tanto tal, en una extraña fascinación de lo “puro” y de la “violencia” que en efecto no puede desembocar sino en el Terror en tanto que el Terror es siempre puro, siempre arcaico, apartado siempre de la Ley y cuyo goce maniático tiene actualmente como emblema la explosión apocalíptica de las dos torres del World Trade Center de Nueva York.
La segunda característica de la radicalidad de la que Agamben es el testigo atañe al término “judío” al que le echamos mano en dos oportunidades en su libro, una primera vez como calificativo de Benjamin y una segunda vez como el compareciente de la suerte a la que a seiscientos ochenta talibanes se los deja en la base americana de Guantánamo. El proceso retórico que caracteriza a esos dos empleos es el mismo, a saber el de la denegación: la palabra judío se emplea para vaciarla mejor de eso a lo que se refiere; se califica a Benjamin de filósofo judío pero simultáneamente se borra lo que tiene de específicamente judío en su pensamiento y de hecho, la “violencia pura” de la que Agamben se apropia tan groseramente es incomprensible fuera de esa referencia judaica. De la misma forma, se habla de judíos de “Lager nazis” pero es para negar mejor la realidad de su situación al reducir la excepción que fue su regla a una simple situación jurídica que los identifica con los seiscientos ochenta prisioneros de Guantánamo. Mientras que a la catástrofe comunista se la admite para ocultarla simultáneamente, a la cuestión judía se la integra como un supuesto retórico al que se recurre para hacer de ella objeto no de un simple ocultamiento sino de una pura falsificación.
Se dirá entonces que lo que caracteriza a los filósofos de la radicalidad, son dos contrasentidos cruciales; el primero concierne a la cuestión del fracaso histórico y metafísico del comunismo, el segundo atañe a la cuestión judía que, de parte en parte, atravesó el siglo XX. Al fracaso del comunismo, lo hemos visto, se lo pasa rápidamente por pérdidas y ganancias y no se hizo de él, en ningún momento por parte de esos filósofos, objeto de un verdadero análisis: a la lucha de clases a nivel mundial que la existencia de la URSS podía mantener como un simulacro que aspire la manía revolucionaria, se sustituyeron combates emancipadores de toda clase de los cuales ninguno tiene realidad histórica profunda y que son los señuelos que disimulan una fascinación que crece sin cesar por el único terror de alcance verdaderamente planetario, el islamismo radical, por el cual se encuentran todas las razones de entenderlo especialmente cuando la cuestión de Israel esta explícitamente en juego.
Si la cuestión del exterminio de los judíos por los nazis durante la Segunda Guerra mundial no es objeto de una reposición en causa, en cambio la obsesión de la radicalidad filosófica es la de disolver su singularidad y de secularizarla para hacer de eso el equivalente de cualquier represión: la ejemplaridad de la Shoah ya no se convierte en una ejemplaridad de la excepción sino en la ejemplaridad de la banalidad de lo político: se recuerda con respecto a esto como Alain Badiou, en una tribuna publicada en Le Monde del 9 de diciembre de 1997, comparaba los procedimientos de regulación de los inmigrantes indocumentados por el gobierno de Jospin con la obligación que se les hizo a los judíos de hacerse registrar en las prefecturas por el gobierno de Vichy, bajo el pretexto de que se trataba de un archivo que podía conducir a expulsiones o despidos[34].
La analogía en la que procede Badiou es idéntica a la de Agamben. En los dos casos, se trata de una analogía puramente formal en la que la realidad operatoria es de hecho nula salvo desde luego en lo que aniquila la realidad del exterminio de seis millones de judíos.

Si Guantánamo tiene por único equivalente a Auschwitz según Agamben, entonces ¿cómo no tomar como un efecto cómico, que sólo lo real puede desplegar en su intensidad trágica de ironía máxima, la información de que los “talibanes” rusos que allí están detenidos se nieguen a ser extraditados hacia Moscú porque consideran que son tratados en ese Lager americano “con respeto[35]”? La obra de Agamben se revela así como el ejemplo mismo de un pensamiento que, girando sobre sí mismo con la complacencia de vanidades avejentadas, no produce sino disertaciones opacas a todo real y en las cuales sería tal vez tiempo de preguntarse de que tiempo de indigencia son el oscuro y patético testigo.
Las tareas del intelectual en Europa son simples. Están estrictamente a la inversa de todas aquellas que un libro como el de Agamben deja traslucir.


Traducción: Rodrigo Grimaldi.


[1] Texto publicado en los anexos del libro del mismo autor, Une querelle avec Alain Badiou, philosophe; Gallimard, 2007. [Nota del traductor]
[2] État d’exception, Editado en Éditions du Seuil en 2003, traducción de Joël Gayraud.
[3] Es un texto que se extrajo de la conferencia pronunciada el 10 de diciembre de 2002 en el Centre Roland-Barthes (Université Paris VII-Denis-Diderot, dirección Julia Kristeva).
[4] Critique de la violence. Este texto, publicado en 1920 y 1921, esta disponible en la traducción de Maurice de Gandillac en Œuvres, t. I, “Folio-essais”, 2000.
[5] Op. cit., p. 216.
[6] Ibid., p. 222-223.
[7] Ibid., p.230-231.
[8] Ibid., p. 234.
[9] Se trata del episodio de Coré (Números XVI, 1-35, ver Benjamin, op. cit., p.238).
[10] Benjamin, Œuvres, t. I, op. cit., p. 239.
[11] Aquí hablamos de la Ley judía y del judaísmo pero es desde luego sin desconocer que a esa tradición la retomaron algunos cristianos de los cuales los más importantes son Pascal y Péguy y es en un sentido puramente benjamineano que hay que entender la famosa frase de Péguy “Tengo tanto horror del juicio que preferiría condenar a un hombre que juzgarlo” (Victor-Marie, comte Hugo, Œuvres en prose complètes, edición establecida, presentada y anotada por Robert Burac, Bibliothèque de la Pléiade, 1993, t. III, p. 325).
[12] Benjamin, Œuvres, t. I, op. cit., p. 240.
[13] Para una introducción a esta cuestión radical y compleja, no podemos sino remitir al lector al capítulo dedicado a Benjamin en el libro notable de Pierre Bouretz, Témoins du futur, philosophie et messianisme, Gallimard, 2003.
[14] Benjamin, Œuvres, t. I, op. cit., p. 227.
[15] Ibid., p. 242.
[16] Ibid., p. 243.
[17] Es verdad que un párrafo en el que ya no se trata más de Crítica de la violencia, Agamben comenta una carta de Benjamin a Scholen de 1934 y su texto sobre Kafka del mismo año, del cual resalta que, por Kafka, quedaría en Benjamin la idea de que “El derecho que no se practica más sino que se estudia” es “la puerta de la justicia” porque según Agamben estaría entonces sin fuerza y sin aplicación (p. 108 y ver Benjamin, Œuvres, t. II, p. 452). Pero las preguntas que la obra de Kafka plantea al derecho y a la violencia, y que Benjamin en efecto comentó admirablemente, solicitarían sólo ellas todo un análisis y no pueden servir de epílogo a las planteadas más de diez años antes en Crítica de la violencia, no son además de ninguna manera una “imagen enigmática” (p.108) sino que fueron enlazadas directamente por el mismo Benjamin a la práctica talmúdica de la Thora (op. cit., p. 426-427 y 452-453).
[18] Empleamos aquí la palabra “equivocación” en el sentido fuerte, en el sentido lacaneano del término en el cual el contrasentido trágicamente lleva en sí una forma de verdad a la manera de un lapsus o de un acto fallido.
[19] Le Monde, domingo 11 – lunes 12 de enero de 2004.
[20] Recordemos que el artículo de 16 sólo fue aplicado una vez.
[21] Ya que el estado de excepción no tiene, nos dice Agamben, relación con el absolutismo (p.16) pero por otro lado, define al estado de excepción como un “umbral de indeterminación [sic]” entre “democracia y absolutismo”.
[22] Agamben va incluso más lejos, escribe: “Es importante no olvidar ese proceso de transformación de las constituciones democráticas entre las dos guerras mundiales cuando se estudia el nacimiento de esos pretendidos regimenes dictatoriales en Italia y Alemania” (p. 29, la bastardilla es nuestra).
[23] “Si lo propio del estado de excepción es una suspensión (total o parcial) del sistema jurídico…” (p. 42). No obstante, Agamben al sentir que esa cuestión es problemática decide que el carácter temporario de tal medida de excepción no debe ser retenido ya que “la excepción se convirtió en la regla” (p. 22), en donde se ve a Agamben utilizar un argumento de hecho (que por otra parte sólo existe a sus ojos) para destruir un elemento del derecho.
[24] A esta constitución que respeta todos los derechos y todas las libertades del ciudadano se la ratificó el 26 de noviembre de 1936, una nueva constitución igualmente liberal se votó, bajo el gobierno de Berejnev, el 7 de octubre de 1977.
[25] El carácter extremadamente frágil de los estados de excepción se testifica por varias decisiones de la Corte Suprema: aquella del 28 de junio de 2004 que reconoce a los detenidos la posibilidad de impugnar su detención frente a los tribunales americanos. A los pseudo tribunales que creo la administración Bush para responder a ésta decisión un juez federal de Washington los juzgó inconstitucionales, prueba de que no hay “implosión del derecho”.
[26] A esta tesis, Agamben intenta ilustrarla en relación a la República de Weimar y al régimen nazi so pretexto del artículo 48 de la antigua constitución que autorizaba al presidente de la República a “suspender la totalidad o parte de los derechos fundamentales” establecidos por una serie de artículos.
[27] Una parte de ese informe se tradujo y se publicó en Le Monde (el 16 de Julio de 2003), ver especialmente p. 10- 11.
[28] Dits et écrits, t. II, editado bajo la dirección de D. Defert y F. Ewald, Gallimard, “Quatro”, 2001, p. 910.
[29] Naissance de la biopolitique, curso del Collège de France 1978 -1979, editado bajo la dirección de F. Ewald y A. Fontana por Michel Senellart, Hautes Études-Gallimard-Seuil, 2004, p. 193.
[30] Ibid., p. 193- 194. Foucault había percibido bien esa deriva “antiautoritaria”, esa “fobia” pueril del Estado y a partir de 1977 en una entrevista sobre la seguridad y el Estado, la denuncia vigorosamente (Ver Dits et écrits, t. II, op. cit., p. 386- 387).
[31] Ibid., p. 196- 197. Sobre la cuestión de la discontinuidad entre las diferentes formas de gubernamentalidad, ver en Dits et écrits, t. II, op. cit., especialmente p. 910- 911.
[32] Agamben alude por ejemplo en su libro a la tesis de Kantorowicz sobre los dos cuerpos del rey (p. 139- 140) e intenta ilustrarla a través de Hitler y Mussolini, pero nada sobre Mao o Stalin.
[33] Op. cit., p. 239.
[34] “¿Cómo nombrar esta práctica gubernamental? Una práctica de mentira y registro. Y cualesquiera que sean las diferencias en lo que se refiere a las consecuencias, hay que admitir que está en la tradición que fijó el gobierno de Vichy, cuando llamó a los judíos a registrarse como tales en las prefecturas” (la bastardilla es nuestra); esa tribuna tenía igualmente por signatarios a Sylvain Lazarus y a Natacha Michel (Le Monde, del 9 de diciembre de 1997). La diferencia entre la practica de registro de los judíos por el gobierno de Vichy y los procedimientos de regulación de los indocumentados no concierne solamente a las consecuencias (pero el gran lógico Badiou, fascinado por Lacan, nos probó sin embargo mil veces que el después es siempre consecutivo al hecho en su misma génesis), las diferencias atañen al procedimiento mismo: el de Vichy convocaba a los judíos en tanto judíos, es decir identificados por características raciales, la gestión de Jospin sólo apuntaba desde luego a sujetos en situación sorprendidos en una infracción jurídica, ilegalidad de la estadía; el verdadero escándalo jurídico, en el primer caso, se debe sin duda, como lo escribía Badiou sin entenderlo, al hecho de que a los judíos se los llamaba a “hacerse registrar como tales”: por lo tanto, además de la existencia de leyes discriminatorias ya operativas, se trataba sin duda de una operación contraria a la esencia misma del derecho propia de las democracias.
[35] Le Monde, 14 de Agosto de 2003.

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