viernes, 5 de agosto de 2011

Código compinche. Por Luis Thonis



Hiperboloides de luz maravillosa/ que ruedan a través del espacio y el tiempo/ acojan aquellas ondas que de alguna manera / representan la santa pantomima de Dios. Alan Turing

Un verde sombrío cubrió la noche. El hombre que conducía el auto de pronto no supo si fue él o el camión el que cambió de mano. El culebreo de las luces parecía haberse acicalado para una mirada adormecida. No tuvo otra alternativa que intentar esquivarlo encontrándose con otro auto que venía a toda velocidad y que lo arrojó tras chocar con un poste hacia la banquina. Tuvo una muerte inmediata. Fue la primera víctima que sufrió un grupo de ocho amigos. La segunda cruzaba una gran avenida de una ciudad de provincia y se estrelló al no poder eludir a un borracho que venía haciendo zig zag y al tercero le arrojaron en plena ruta un hierro contra un parabrisas, lo cual lo hizo darse de frente con un enorme camión y desnucarse.
Esos accidentes causaron gran consternación en el grupo de amigos pero fueron atribuidos a la fatalidad o la mala suerte. Uno de ellos no quedó convencido por datos y testimonios. No podía conciliar el sueño. Sus dos primeros amigos habían muerto con dos meses de distancia y el siguiente al tercero. Se devanó los sesos buscando conexiones con los detalles de cada uno de los tres casos. No dio con ninguno, hasta que comprobó que el apellido de la primera víctima comenzaba con D, el de la segunda con F y de la tercera con H. Ninguno de ellos tenía un apellido que comenzara con G. El orden de las letras lo convenció que de ser así el sería el próximo el mes siguiente según el orden alfabético.
Lo comentó a los restantes que le respondieron con evasivas y no le dieron crédito. Concluyeron que el triple duelo había espoleado su imaginación.
Los ocho amigos que se encontraban todos los fines de año tenían pocas cosas en común, salvo el haber participado juntos en travesuras y espontáneas complicidades, algo que suele unir a los hombres más que la política o las grandes causas. Algunos se frecuentaban y mantenían entre sí relaciones más constantes. Decepciones o nostalgias contribuyen a que los hombres vean flechas escarlatas suspendidas en el pasado, con el color imperecedero de una época dorada. Uno podía ir al casamiento de otro y los que tenían hijos compartir cumpleaños. A él, que se sentía cómodo entre ellos, le importaba mucho más esa tierra incandescente y áspera que es el futuro. Día y noche esperaba la inminencia de lo nuevo. En lo inmediato comenzaba a pensarse a sí mismo como el objeto posible de un cuarto accidente o crimen.
Lo iba experimentado en sus tripas y riñones.
- Soy - se decía - el que sigue, el cuarto hombre de la lista. A diferencia de sus amigos, casi todos casados, pasaba la cuarentena, era soltero y a lo largo del tiempo, contemplaba la humanidad como una bulla destemplada con ojos pelones y se había preservado para algo que le recorría la espina dorsal. Se limitaba a trabajar en un negocio inmobiliario donde se alababa su eficiencia y a cultivar moderadas pasiones como la música clásica, el golf, historia antigua y biografías de grandes monstruos contemporáneos como Hitler, Stalin, Mao o Pol Pot por quienes profesaba un rechazo ambiguo que alimentaba en él un virus desconocido. Pero su máxima fascinación la guardaba para Karl Haushofer, catedrático de geografía de la universidad de Munich, experto en Geopolítica y estudioso de las lenguas orientales. Había pertenecido a la sociedad secreta Thule y en 1919 con Rudolf Hess y junto a otros fundó el Partido Nacional Socialista de Trabajadores Alemanes, el partido nazi y convenció a Hitler que los japoneses eran los arios de Oriente.
Creyó cumplido su sueño cuando en su casa se estableció el pacto del Eje, seguido del acuerdo de paz de Japón con la Unión Soviética y el tratado de ésta con el Tercer Reich.
Karl Haushofer fue un teórico del antimperialismo anglosajón, propio de su época. Soñaba una alianza paneurasiática argumentada en su libro El Bloque Continental. Su objetivo era destruir la soberanía occidental anglosajona y las frágiles, corruptas democracias occidentales que despreciaba, unir lo mejor de Occidente y de Oriente en función de una raza de superhombres. Para algunos ese proyecto no difería de los del comunismo y así se explicaban el pacto entre Hitler y Stalin.
Haushofer no era ajeno a los tercermundistas que piensan el mundo a través de bloques continentales contrarios a la civilización anglosajona. Fue el padre de la Svástica: le bastó invertir el sentido de las aspas del viejo símbolo budista. Todo para él se derrumbó cuando Hitler que no pudo quebrar a Gran Bretaña que soportó en total soledad un año de continuos bombardeos - luego de apoderarse de Checoslovaquia, Rumania, Hungría, Francia, los Países Bajos - decidió romper la alianza con la Unión Soviética, con la cual había pactado para repartirse Polonia: así los nazis producen el gettho de Varsovia y los soviéticos la masacre de Katin, todavía negada, donde más de 22.000 polacos fueron ejecutados por los comunistas con ayuda de vodka. La ruptura con los soviéticos para Haushofer era una locura que echaba por tierra sus laboriosas estrategias. Hitler al advertir que no podía vencer a Inglaterra pese al constante bombardeo autoriza el vuelo de Hess a Escocia en 1941 para lograr la paz y ataca a la Unión Soviética para demostrar a los ingleses y al mismo Papa que era un auténtico defensor de Occidente ante el bolcheviquismo. Pero a través de la firme prédica de Churchill, el León inglés se había despertado del sueño pacifista, suicida del apaciguamiento y la paz a toda costa, el que posibilitó esa infernal pesadilla al no detener a Hitler cuando se estaba a tiempo.
El cuarto hombre no era estrictamente un nazi en la Argentina. Lo fascinaba la gnosis y sabía que Haushofer no fue nazi típico. Durante toda vida fue sospechado por haberse casado con una judía pero luego del la detención Hess cayó en desgracia y fue encarcelado en Dachau. Su hijo, Albretch, funcionario del régimen, es ejecutado por conspirar y en 1946, destituido del cargo académico se suicida mediante el ritual japonés del Seppuku.
El cuarto hombre recordaba la llamaba profecía de Haushofer pronunciada en el momento que Hitler invadió la Unión Soviética que vaticinó en una carta - retomando los códigos de las sociedades secretas - la catástrofe de Alemania y el inevitable ascenso de Estados Unidos que antes había previsto y quería resistir mediante bloques solidarios entre las dictaduras de la época. La carta quedó en las manos de las SS y Haushofer cayó en desgracia junto a varios astrólogos.
Al cuarto hombre lo fascinaba lo que pudiera haber en esas mentes que con una mínima decisión habían dado muerte a millones de personas. Estaban como hechos de hielo compacto de tal modo que los hombres se derretían a su paso. Pensaba que el afán de gloria había dado lugar a los líderes del asesinato en masa. Habían sido aplaudidos y amados por multitudes que gozaban la iniquidad que luego sufrieron en carne propia. El verdadero enigma para él no estaba en esos actos sino que hasta sus más declarados enemigos hablaran de ellos con un dejo de admiración. Las intrincadas mentes de esos criminales masivos eran estrategias de un dios oscuro que venía a probar que el género humano es un serial killer.
Su admirado Haushofer era ajeno a estas megalomanías: un hombre modesto, de bajo perfil, sabio y recatado, había sido un sutil artífice del Eje que más que los aliados, pensaba, había destruido la grotesca política de Von Ribbentrop y la inexplicable aprobación de Hitler. Sus contemporáneos fueron demasiado chatos para estar a su altura. Ideas fijas comenzaron a sacudirle la cabeza y como los personajes de sus biografías, que se consideraban predestinados, se dijo que, en cierto modo, tal vez el cuatro fuera el número elegido a partir del cual la humanidad abandonaba su dependencia con el tres que simbolizaban las personas de la Trinidad y con ella un siglo malgastado en grotescos sustitutos de un Dios que abominaba con fervor gnóstico.
Había extraído precarias conclusiones a través de charlas con el hombre más inteligente del grupo que sostenía posiciones que despuntaban contrarias a las suyas. Estaban en un café de Belgrano. Era una tarde de frondas sedantes, fachadas coloniales, tiestos y cornisas labradas que expresaban una nostalgia inmutable a través de las primaveras. La charla duró varias horas, les costó despedirse. Una tersa luz iluminaba su frente. T entrelazaba sus delicados dedos. Lo vio ruborizarse cuando le planteó el problema del número cuatro, hablaron de la historia contemporánea y oyó que la voz de T sonaba lenta, sólida pero sin demasiada convicción; los hechos más desquiciados se organizaban en un conjunto sinfónico donde la razón se debatía en una cúpula sitiada.
Escuchó sus argumentos. El rubor lo arrancaba de su monótona timidez, como si sus labios fueran a encenderse de sangre. T le hablaba de las teorías de Joaquín de Fiore, para el cual la humanidad había pasado por tres fases, la del Padre (el Dios del Antiguo Testamento), la del Hijo (la época del hombre o de Dios humanizado en Cristo) la del Espíritu Santo que era la actual, amenazada y sepulta por la marea del odio la destrucción. No divisaba otra época, según él había que limitarse a detener esa marea. Carecía de las expectativas del cuarto hombre que aspiraba llevar a cabo una resurrección de todos los aspectos de la vida. La humanidad según T había sobrevivido a la gran carnicería que fue la Primera Guerra Mundial donde los crímenes del primer acto no anunciaban, a diferencia de lo dicho por Shakespeare, los cadáveres del último.
Hubo un silencio y un mutuo asombro: el cuarto hombre y T cotejaban referencias y datos, parecían haberse preparado para este encuentro desde el fondo de los tiempos. La blanca córnea de los ojos de T se apagó y el cuarto hombre oyó una historia en retazos cuyos conceptos estaban en el extremo opuesto a las de Haushofer. T aseguraba que La Segunda Guerra Mundial fue la imposibilidad de despertar de esa pesadilla ante la pasividad europea que ilustraba a través de un socialista como León Bloom para el cual los proletarios franceses no debían luchar contra sus hermanos alemanes. Así irrumpió Hitler envalentonado por la impolítica de las sucesivas concesiones que dieron lugar a los violados acuerdos de Munich de septiembre de 1938 donde Europa negoció de manera humillante la masacre de checos en los Sudetes, sin duda un pretexto para apropiarse de toda Checoslovaquia que entonces era la única democracia de Europa central.
Para T hubo un problema de lectura y de códigos: Europa no pudo captar, leer a Hilter, ni a Stalin, ni a Mao, no supo darse una política y en la diplomacia siempre los déspotas llevan las de ganar. Le faltó un código que captara en acto el sentido de sus palabras y actos.
-Hay que situarse - T arponeaba las palabras - en ese contexto : entonces la opinión mundial, presa de la campaña de nazis y pacifistas que colaboraban, era contraria a los checos que por más que cedieran territorios aparecían como enemigos de la paz mundial como hoy sucede con Israel. Una vez que se le cedieran los Sudetes, la paz sería posible. Las noticias de los “incidentes” arreglados que Hitler generaba con la minoría alemana eran pasadas por alto por el buen Chamberlain.
T recordó que Haushofer había celebrado la invasión de Japón a Machuria en 1931 ante la pasividad total de la Sociedad de las Naciones y lo mismo sucedió con Abisinia tomada por Mussolini en 1935. Desde entonces Hitler supo que podía romper pedazos el tratado de Versalles y Europa no movería un dedo. Así sucedió. T dijo que el error fue subestimar a Inglaterra. Ribbentrop, siguiendo en esto a Haushofer, se acercó a Japón rompiendo dos décadas de comercio con China, de donde el Reich obtenía la mayor parte de las divisas.
T celebraba el triunfo de los aliados, primero contra el nazismo y luego contra el comunismo ante el malestar del cuarto hombre. Odiaba a los aliados. Lo curioso, seguía exponiendo T, es que los apaciguadores de los veinte y los treinta, después, en 1945 se presentaron como “resistentes” y congelaron la historia en el ideal de un orden próspero, pero planteado como una Arcadia ajena a lo histórico y por eso hubo indiferencia o vía libre para los genocidos de Bosnia, Sbréninca, Kosovo, Ruanda, Darfur... ocurre como si Europa solo conociera sólo la palabra “paz” aplicada a cualquier contexto y odiara la palabra soberanía, especialmente si es anglosajona porque su código solo puede leer imperialismo - concluyó T con ese subrayado irónico.
En cuarto hombre quería que la historia retornara a la etapa anterior a 1945 donde estaba acovachada la maraña de su pasión más encendida. Argentina siempre está volviendo a eso – replicó T, añadiendo que Haushofer no tuvo una incidencia política directa. Su hijo en la embajada japonesa tenía vínculos con Von Ribbentrop, por un tiempo muy cercano a Hess.
- Von Ribbentrop fue más idiota que nazi - acotó el cuarto hombre.
- Leí bastante sobre su vida – dijo T – : tiene mucho de político argentino típico. Creo que todo lo que va a suceder posteriormente está en la lectura que hace Von Ribbentrop de la primera recepción que tiene con políticos ingleses en noviembre de 1933 como agente de Hitler, cuando todavía éste era canciller. En octubre Alemania se había retirado de la Liga de las Naciones y de Ginebra, que propiciaba el desarme.
- La opinión pública en Gran Bretaña pensaba que en Versalles se habían cometido injusticias con Alemania - interrumpió el cuarto hombre.
- Querían dialogar pero por canales institucionales. Ribbentrop todavía no era ministro y quería comunicarse directamente con ellos para plantearles un pacto anglogermano con el objeto de tener vía libre para invadir Polonia, omitiendo las relaciones diplomáticas y hablar directamente con el rey, pasando por alto el parlamento, como si los ingleses estuvieran esperándolo para ser sobornados y se tratara de un acuerdo entre mafias.
- Von Ribbentrop era resistido por Goering, Goebells y por quienes no querían la guerra con Gran Bretaña. Temían no poder ganarla. Otra línea del partido prefería pactar con Stalin porque el enemigo eran las democracias, cosa que después se hizo - recordó el cuarto hombre - asombrado de los conocimientos de T.
- Toda la ceguera - T retomó la palabra - de la lectura nazi de la historia está en ese primer encuentro donde Ribbentrop tomó la cordialidad de los ingleses como una aprobación de la política de Hitler. Uno de los presentes, el laborista Ramsay Macdonald anotó en su diario que Ribbentrop no veía el mal en Hitler, no tenía idea de lo que son las relaciones entre estados. Advertía que había que cuidarse de esa Alemania, que era como un niño malcriado que quería salirse con la suya. Siempre me pareció que este tipo tenía algo de político criollo. Los ingleses de entrada habían captado al diablo en los detalles. Los conservadores como el ministro Neurath trataban de parar la locura del rearme. Hitler después dio el golpe de Estado y los fue descartando. Si en algo estuvieron de acuerdo demócratas como Anthony Edén, Churchill, el fascista Ciano y el nazi Goering - que no quería entrar en guerra porque temían la intervención inglesa-, fue en destacar la incompetencia y estupidez de ese hombre que cuando Berlín estaba en ruinas y se trataba de fugar gente se ofendía si no tenían la autorización del Ministro. Este tipo, que se cansó de hacer el ridículo en Londres, dio por hecha la alianza con Inglaterra primero, luego juró mil veces que Inglaterra estaba acobardada y no intervendría. Incluso amenazó balear personalmente al funcionario que tuviera esa hipótesis. Engañó al mundo hablando de paz mientras socavaba todo intento de negociación con checos y polacos, después traicionó a los japoneses que habían adherido al Pacto Anticomitern en 1936 y al Pacto de Acero de mayo de 1939 con Mussolini, un oportunista y militar de opereta que veía una mosca entre tanta leche, que prometía informes recíprocos y años de paz, veinte si era posible, hasta que Italia se hiciera fuerte. En agosto del 39 se firma el pacto con los soviéticos para repartirse Polonia. Stalin prefería aliarse con ellos en contra de las democracias como lo expresó en marzo de 1939 en el Congreso del Partido. En las conversaciones, Ribbentrop tuvo la desfachatez de decirle en la cara a Stalin que el pacto Anticomitern nunca había sido antisoviético sino antibritánico. Hubo una sensación de hilaridad y alguien murmuró en voz baja que ya que estaban ahí podrían invitar a Stalin a firmarlo.
La pareja Ribbentrop - Hitler fue la que dio forma a la guerra, mintiendo y traicionado a todo el mundo. Se creían muy vivos pero previamente se habían engañado tanto que habían perdido noción de la realidad. Y aquí – remató – yo veo uno de nuestros rasgos más lamentables, aunque en menor escala.
- Ribbentrop - insistió el cuarto hombre, con muchas ganas de refutar a T pero sin decidirse ante la precisión de los argumentos - era un tipo de clase alta y el partido lo consideraba anglófilo. Aunque no sabía mucho de modales. Causó un problema diplomático cuando de pronto ante el Rey en un acto reflejo hizo el saludo nazi a centímetros de su nariz que le valió muchas caricaturas de la prensa. Goering le preguntó si a él le agradaría que el embajador soviético lo saludara con el puño cerrado - comentó el cuarto hombre con mentida sonrisa. Hitler quería que Inglaterra era le diera vía libre para recuperar los territorios perdidos en Versalles. Es cierto que pensaba dominar el centro y el Este de Europa, apropiarse de Ucrania primero, de Rusia después para vencer a Inglaterra y Estados Unidos, que no tenía ejército y dominar el mundo.
- Hoy – respondió T- los polacos se quejan por el gasoducto ruso alemán del Báltico comparándolo el pacto entre alemanes y soviéticos, y han llamado madraza de Europa al canciller de Alemania. Y los lituanos también, porque sufrieron la invasión y fueron masacrados por la Unión Soviética, justificada por historiadores tipo Hoswbaum, junto a la invasión de Finlandia, por eso no asistió a la celebración del fin de la Segunda Guerra en Moscú que consideraron la apoteosis de la hipocresía. Cuando Chamberlain sustituyó a Edén y preconizó la temeraria política del “apaciguamiento”, haciendo todo tipo de concesiones, Ribbentrop interpretó que se trataba de una trampa. El colmo de la idiotez lo vemos cuando sustituyen al encargado del Foreing Office de Edén, contrario al rearme y las concesiones, le dan una sinecura y Ribbentrop lo toma como un asenso...
- Estoy de acuerdo respecto a Ribbentrop. Los verdaderos nazis - el cuarto hombre levantó la voz - se sintieron humillados cuando en Nuremberg vieron que este hombre pusilánime había dirigido la política exterior de Alemania.
- No puedo adivinar qué hubiera ocurrido porque Ribbentrop es impensable sin Hitler que lo valoraba más cuanto mayor era su descrédito. Celebraba sus metidas de pata como transgresiones. Los nazis aprendieron sus métodos de intimidación y toma del poder total de Lenin, quien decía que la mentira no es un método sino el medio más probado de la lucha bolchevique. Y en eso fueron maestros: después de haber eliminado a más de cien millones de personas, esa ideología tiene prestigio en estos pagos.
- Sabés mucho de Ribbentrop...
- Me apasiona leer sobre todos los detalles que llevaron a la Segunda Guerra. Además - T dio un largo suspiro -: Goering, amado por el pueblo hasta los últimos instantes, se asumió como el nazi que era: en vez de disculparse por sus horrendos crímenes en Nuremberg se vanaglorió con desparpajo de ellos. En cambio, Ribbentrop declaró que nunca quiso hacerle mal a nadie, pese a su participación directa en la Solución Final, negando, entre otras cosas, que exigió la deportación de los judíos de Rumania, Bulgaria y Hungría a los campos de la muerte. Dijo que todo se debió a la “dinámica natural” de las cosas. Parecía que Alemania nunca había tenido Ministro de Relaciones Exteriores. El modo que interpreta en su primera misión los gestos cordiales del protocolo diplomático inglés me recuerdan a Galtieri y cuando en Ribbentrop presenta a Alemania como la gran víctima y hace sus discursos tercermunistas de consumo dividiendo el mundo entre “los que tienen” y los que “no tienen” para chantajear a otros estados evoca a la política criolla. Podría argumentarse que Ribbentrop era un argentino entre los nazis en el sentido que muchos estadistas y políticos nativos presentan a la Argentina como un niño malcriado que quiere salirse con la suya. El problema argentino, sin embargo, no es territorial, religioso o ideológico sino en principio penal: la clase dirigente roba mucho, pero después se presenta como justiciera social. Las rejas tendrían que ser para ellos en primer término. En ese primer encuentro entre el nazi y los ingleses yo advierto algo filosófico: la diferencia entre una civilización que sabe leer los datos inmediatamente y una ideología que se nutre del culto de los signos...la victoria de los anglosajones de debe a eso más que a las armas.
El cuarto hombre quedó enmudecido y tomó esa frase como una crítica directa contra el sueño paneurásico de Haushofer. T continuaba su exposición, aclarando que le gustaba tener un interlocutor en estos temas que nunca hablaba con los amigos. T pensaba que en Yalta se firmó una paz grotesca. Stalin también violó todos los acuerdos al otro día invadió lo que restaba de los países bálticos y todo el Este, extendiendo sus tentáculos a las democracias occidentales con el aplauso sostenido de intelectuales que se promocionaban como estrellas de cine.
La Unión Soviética – T hablaba ahora más lentamente - no había sucumbido por los gulags de los que todavía nadie quería enterarse sino por el control de precios desmesurado, la “ciencia materialista” que consideraba burguesas la física cuántica y la genética occidental, por el acento puesto en la industria pesada que se derrumbó tras el aumento de los precios del petróleo, una industria incapaz de inventar un perfume o un auto que no fueran imitaciones de productos occidentales y la ausencia de un sistema computable que atravesara todo el Este.
El cuarto hombre extraía de los argumentos de T motivos para una peripecia largamente incubada. ¿Sería el elegido para combatir por la supervivencia de los valores de Occidente, entre los que se contaban los gnósticos? Los que él valoraba, basados en la creación de una raza superior, ya no existían, o estaban en otras manos: la svástica tomaba la forma de una medialuna sangrienta. Una alianza como la soñada por Hauhsofer hoy parecía imposible. Había que apartarse de esa historia y retornar a los tiempos de Thule. Alemania ahora estaba en manos de los vegetarianos socialdemócratas. Los fanáticos del Islam integrista no lo convencían, la mejor prueba era que sus líderes sofisticados amaban los relojes y zapatillas occidentales y a él lo pasarían a cuchillo. Pero al menos tenían una Fe que el mundo sólo conoció en las épocas del nazismo y del comunismo. T consideraba a éstas formas de conspiración occidental como nihilistas.
T ahora deslizaba que la peor desgracia que puede caer sobre un pueblo es ser gobernado por militares, sean de derecha o de izquierda pero esa civilización a la que trataba de justificar o defender se arrastraba como un lisiado agonizante y que como el mismo decía, como sucedió ante el nazismo, a la menor intimidación se pondría de rodillas.
Un vaho de odio frío se instaló en su pecho. No quiso escuchar más. Admiraba ciertos rasgos de la inteligencia de T, un hombre atildado y con pocos signos del porteño macaneador, que a veces rompía su actitud glacial con ingeniosas humoradas, ingeniero y apasionado por las matemáticas pero que no sabía que era parte de un mundo inevitablemente condenado. Ahora T, para distender la conversación, se refería a los ingredientes para preparar un paté que había aprendido en Francia. Era también un hombre asustado y nunca había practicado en un polígono de tiro. Si hubiera que disparar plomo estaría en el bando contrario pero no tendría el valor de apretar el gatillo. T, quiso refutar sus fantasías respecto al número cuatro. Ningún número era insustituible, cuatro puede ser ocho en otro sistema, dijo y deslizó una frase de Alan Turing: la imitación de la inteligencia cuando es lograda es también inteligente. ¿Estaba él actuando, imitando los engranajes de una máquina discreta que funcionaba sin que lo supiera? Su mente estaba acelerada pero emotivamente entró en una pendiente depresiva.
Le pidió a T un encuentro para hablar de este tema exclusivamente. T le contó acerca de Turing y el criptoanálisis - diseño de la máquina apodada “Bombe” - que había inventado para descifrar primero y destruir después el código nazi Enigma que fue decisiva para el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra. Combinó la lógica, la matemática pura y la ingeniería para inventar el un computador que podía mezclar los lenguajes. Tenía un teléfono directo con Churchill. El cuarto hombre pensó en Haushofer. Para él, contrariamente a lo que pensaba T, había tenido influencia sobre Hitler, no sólo porque Albretch, su hijo, fuera embajador en Japón y representante personal de Ribbentrop sino porque su instituto había reclutado el espía - profesor de lenguas orientales - que le dio la posición exacta de las bases y las naves norteamericanas en el sorpresivo ataque japonés a Pearl Harbour. Era obvio que el tal Turing, lector de códigos y creador de los primeros sistemas informáticos, tenía para T el mismo interés apasionado que despertaba en él el pensador de la Geopolítica.
Turing - pensó para sí el cuarto hombre - era el enemigo por excelencia, la antítesis absoluta del pensador alemán: uno se empeñaba en descifrar y dar vida a viejos códigos, el otro había creado sistemas de signos para destruirlo.
Turing era homosexual - deslizó el cuarto hombre, haciendo pesar sobre la frase un cono de sombra. A mí - aclaró T - no me interesan sus inclinaciones aunque algunos miserables se la hicieron pagar tan caro como a Wilde. Lo sometieron a un tratamiento de hormonas, inyecciones de estrógenos y finalmente murió al ingerir una manzana con cianuro. Su muerte se consideró un suicidio, sólo después hubo un reconocimiento por la brutalidad con la que se lo trató. Hay una estatua de Turing en Manchester que nunca reparará la injusticia cometida. Me ocupo de sus métodos de almacenamiento que pueden extenderse al campo de lo no computable y a las proposiciones que no pueden demostrarse. No me excito ni preocupo demasiado por evitar los efectos devastadores para todo sistema del famoso teorema de Godel.
El cuarto hombre pensó que Turing había tenido un final semejante al de Haushofer. Veía a T como un sacerdote druida segando el muérdago sagrado a la luz de la luna. Le preguntó si estaba trabajando en referencia a su vocación. T respondió: en parte sí. Y aclaró: mi trabajo es sólo técnico, ignoro los objetivos de quienes me pagan, pero lo hacen muy bien.
T le dijo que a él le apasionaban cosas para las que no obtenía financiamiento como su tratamiento de secuencias infinitas de dígitos como el número real phi: 2.241582552 con lo que trataba de explorar si el espacio de lo no computable podía alguna vez pertenecer a la inteligencia. ¿Cómo imitar en la máquina lo no inteligente? Trabajo - dijo - en la creación de un cibermundo, un teatro electrónico representado por clones virtuales. Lo llamo el código Compinche. Tal vez sean necesarias criaturas mediadoras como vos, convino en tono de broma, mirando desde su fuero interno con avidez sus ojos. El cuarto hombre le preguntó qué pasaba si lo imitado era algo estúpido. A tanto - T dio un hondo suspiro - no se ha llegado: el problema de la estupidez es que no puede ser imitada ni por ahora vencida. No es invencible, pero como en el caso de la guerra supone millones de muertos. Sería bueno detenerla antes que engorde. La razón tiende a confundirse con ella y cuando es insuficiente como a menudo se convierte en su esclava. En el punto extremo la razón se vuelve la peor estupidez y comienza, continúa el trabajo de autodestrucción que comenzó con la muerte de Dios, afirmó T. Sólo puede evitarse no razonando sino encontrando voces en el vértigo. ¿Qué otra cosa han hecho Homero o Shakespeare? Yo encuentro cifras donde los poetas lo hicieron con ritmos y palabras.
T levantó el vaso de agua brindando con el vacío, le dio una cálida palmada y cambió de tono: te felicito has dado con el elemento no demostrable. El cuarto hombre pensó en el código Enigma porque no sabía que quería decirle el otro.
La clave actual del universo, insistió T, era una computadora que actuaba de hombre que jugaba una partida fatal y decisiva con un hombre que se iba transformando en una máquina discreta que era el lugar computable de los procesos mentales. Esa partida según T recién empezaba a jugarse. A las objeciones del cuarto hombre, T respondió: ¿acaso en gran parte de la historia humana no estamos ante un cura que hace las veces de Dios y un pecador que finge tener conexión con el diablo? Ese juego tuvo momentos necesarios, buenos, pero hoy la gente finge creer en Dios, ya no sabe qué código tiene ni qué partida está jugando y sale matarse a las rutas. Para T eso era la prueba más ostensible que el país circulaba al borde del abismo: todos los meses tenemos una guerra de Malvinas, entre diez y doce mil víctimas por año. Y cada año bate el récord del otro. Que nadie se dé por enterado lo que en otro país causaría una conmoción es la mejor prueba que todos quieren participar en este circo cotidiano de la muerte ignorado por el Estado y alentado por quienes se acercan a los deudos y hacen con esto un gran negocio.
El cuarto hombre vio que el sol se desvanecía en la ciudad y las sombras ahuecaban el vano de las casas. Pensó en una luz que atravesaba las materias ennegrecidas, el laberinto herrumbrado de la estación de tren mientras T runruneaba jadeante.
- Estoy trabajando - decía - en un código que podría llegar a evitarlos.
- ¿Podría? - el cuarto hombre frunció los labios.
-Todavía el aparato no ha entrado en funcionamiento. Los códigos y las máquinas se construyen mediante los errores y en procesos indeterminados, para cambiar el mundo - los ojos de T resplandecieron - no hay que ir a tomar la Bastilla, el Palacio de Invierno o la Casa Rosada - algo que nunca termina bien sino empezar por algo menor, por ejemplo, indagar la serie de accidentes que sufrieron nuestros amigos, si es que no fueron crímenes según tu versión. Lo llamo el código Compinche porque quisiera introducir variantes psicológicas intercaladas.
- ¿Compinches, por qué?
- Es difícil explicarlo, te doy un ejemplo simple: una mujer puede ser novia, amante, esposa de un hombre pero rara vez una compinche: simula serlo cuando está enamorada de uno pero ante una ruptura todo se diluye. No pasa eso con los amigos, aunque cada vez hay más que simulan serlo. El compinche es alguien que se conecta con el otro hasta en los guiños y silencios, en cuerpo y alma. Es algo más fuerte que el amor e una mujer porque se basa en algo exterior, impersonal y no sufre el desgaste de las peleas de pareja. Este tipo de relaciones se está destruyendo y el odio que vemos a diario es cada vez más impersonal. La crueldad llega a extremos que parece ser hecha por nadie. Si hubiera más compinches se resolvería mucho mejor los problemas que plantea el código- respondió T.
- ¿Con ese aparato se podrían también provocar accidentes? - balbuceó el cuarto hombre
-Se podrían hacer las dos cosas según las intenciones de quien esté al mando.
- Eso me hace pensar en el Enron, el programa informático tuvo mucho que ver con la estafa que hicieron los lobbystas – acotó el cuarto hombre.
- Era el programa Matrix, que prefiguraba por anticipación las consecuencias que puede sufrir la economía. Iba en contra de las instituciones y éstas respondieron. ¿Te imaginarías un Matrix aquí, en manos de gerentes socios de los políticos? Allá fueron presos, aquí nunca pasa nada con ningún caso. Si no hay una justicia independiente y fuerte, en el futuro nuestro país será desvastado. No olvides, siguió T, que la pantomima de Dios crece de manera exponencial respecto de la vanidad humana. Aquí y ahora en California están trabajando en energía de fusión, para liberar la energía del carbono. Se dice que es algo imposible. Pero si lo logran entraríamos en otro mundo, hasta se podrían crear estrellas. Estoy trabajando en un código Compinche para nuestra época que tenga para el usuario las cualidades del mejor amigo, la confianza es fundamental. Todo comenzó cuando traté de captar y traducir mensajes de seres extraterrestres. No te rías: no digo de que existan señales, revelaciones o seres figurados sino ciertas clases de ondas que son lógicamente posibles. Si Dios quiere pronto terminaré el programa.
- Dios no existe - dijo con firmeza el cuarto hombre: todo es un cuento. T respondió: no, Dios ha muerto pero no su Nombre, por eso actúo como si existiera – Igualmente juega a los dados, no te asegura nada. Tal vez una nueva confianza entre los mejores de entre los hombres pueda evitar que se destruyan entre ellos. Y si muchos creen que existe es porque continuamente está dando pruebas de su inexistencia.
T pensaba en su Código y tenía los ojos amarillos y hablaba como alucinado.
El cuarto hombre se descubrió habitado por un raro frenesí. Se dio cuenta que nunca había tenido un compinche en su vida. Quiso tenerlos. Desde sus pies crispados sintió que su mente estaba por quebrarse y reprimió confesarle todas sus sospechas sobre los amigos vivos. Había oído de T algo demasiado importante, aun si fuera una broma, como para pensarlo en crudo. La afabilidad y benevolencia de T posibilitaban que el diálogo sonara como una melodía inédita que superaba las diferencias de formación de un profano como él. Se despidió de él con la impresión de que no era su conocido viejo amigo sino un ser de múltiples identidades cuyas capas hubiera querido penetrar lezna en mano.
A la noche experimentó la sensación perturbadora de saberse absolutamente solo, objeto de un sopor que sólo conocía por la acumulación de grises y la rabiosa indiferencia de los domingos. Al saberse blanco de una bestia del asfalto, se fue recluyendo hasta entrar en un estado de coagulación mineral. Iba perdiendo el gusto por la vida como una mariposa amputada de alas. Se aferraba por momentos a las frases de T que resonaban como estruendo de octavas o a grito pelado en el aire húmedo en una hora sin tiempo donde inmensos paquidermos chapoteaban en la noche. En esos días de tensa espera sus hábitos cambiaron. Contaba con dos pistas. El asesino, si es que lo había, formaba parte del grupo o era exterior al mismo. No podía quedarse a esperar que T construyera ese aparato y como no había noticias de un asesino serial que actuase entre los esbirros del asfalto no le quedó otra alternativa que investigar a los amigos.
A dos de ellos los conocían bien: eran personas comunes que no salían del horizonte cotidiano, hombres de familia y con un buen pasar económico. Sonaba a ridículo acriminarlos. Tuvo cuidado: desdecirse de un insulto no era tan fácil como hacerlo de gentiles modales. T y X eran seres más complejos. Ya sabía que T estaba dedicado a la construcción de máquinas discretas que a través de un programa de aprendizaje irían sustituyendo a la mente humana, primero imitándola y luego superándola. El cuarto hombre indagó en su vida. Apareció alguna ropa sucia.
T había tenido amantes varias y había sido acusado de corrupción, de haberse hecho rico cuando fue asesor de un ministro. Eran cosas que estaban dentro de lo previsto y no tenían conexión con la causa que suponía una perversidad sofisticada. El más impenetrable era X, con el que compartía una indiferencia recíproca extendida a lo largo del tiempo. X tenía como él pocas y moderadas pasiones - la música clásica, el golf, el gusto de la lectura - y trabajaba como él como empleado inmobiliario. Manejaba mejor los números, sus ojos pequeños eran impenetrables, tenía una pilosidad en la nariz que no llegaba a ser bigote y se mantenía en un silencio estatuario que sólo rompía para dirigirse a T, con quien tenía una buena relación.
Al menú de coincidencias lo completaba una novia con la que, como el cuarto hombre, siempre estaba a punto de casarse y tenía peleas continuas. Otra semejanza se daba en el tema de la solidaridad: él contribuía mensualmente con un comedor infantil, X ayudaba, contribuía gratuitamente a dar clases de educación vial en una agrupación fundada para evitar accidentes de tránsito.
El cuarto hombre quiso afiliarse a la agrupación pero le informaron que los miembros ya estaban completos. Insistió y fue rechazado. Después leyó en los diarios informes que sospechaban a muchas organizaciones de hacer negocios con los accidentes, incluso los producían. Creyó tener una revelación y decidió verse a solas con X. Cuando lo interrogó pasó del asombro al estupor: las respuestas del octavo hombre, X, eran las mismas que él hubiera dado de ser el interrogado fuera o no el asesino. Distraídamente le preguntó que tipo de color prefería, cuál era el músico que más amaba, en que ciudad querría vivir y cuando respondió que le gustaba jugar al golf porque favorecía la concentración como ningún otro deporte quedó estupefacto. Las coincidencias excedían la casualidad. El colmo era un pequeño relicario budista de blanca madera de sándalo que adornaba delicadamente el dormitorio. A X también le agradaban los juegos matemáticos : le habló de la paradoja de los traductores de chino que no saben esa lengua pero que han dado con el algoritmo, el mismo que había aludido T al hablar de la gran partida de ajedrez y no pudo seguir su exposición, asaltado por hervores subterráneos.
El cuarto hombre no tuvo más pistas que éstas. Leyó toda la literatura que encontró a mano sobre el doble. Retuvo una expresión de Hoffmann: haga lo que haga, él me ofende. Que se hubiera escrito tanto sobre el doble significaba que podía existir. ¿Y no se debía a que uno reclamara ser único y exclusivo para el otro al inconfesado temor de ser un doble de otro?. Era evidente. El original se sentía agraviado por la mera existencia del doble pero el otro, el doble, siempre se presentaba como el mismísimo original y como una asaeteada forma de venganza. El amor era el espacio, el jardín donde como hierbas crecían las flores malignas de los dobles. Había cientos de casos elementales, por ejemplo, cuántas mujeres se enamoraban de un hombre porque se parecía a su cantante o actor favorito y luego resultaban doblemente decepcionadas y hombres que se cegaban ante una mujer porque tenía el mismo color de pelo que la que habían amado. Se aburrió de ese circo egocéntrico a través del cual uno se justificaba de acciones que no se atrevía a realizar. La investigación era apasionante, pero no podía distraerse jugando al detective científico. Era un blanco posible de esos criminales cibernéticos.
El tiempo se arremangaba y se aproximaba el día de su accidente bajo ruedas. No iba a permitirlo. Se daba cuenta de que no se trataba de un hombre sino de una organización que funcionaba mediante programas que excluían toda negligencia. Accidentes de todo tipo llenaban la página de los diarios y se mezclaban con brutales asesinatos de motochorros y con la liberación de la droga barata por parte de los funcionarios políticos para los pequeños comerciantes y las villas eran centros de distribución de las sustancias más adulteradas y letales. Era imposible que el grupo no tuviera el visto bueno de funcionarios bien entrenados para desviar la atención pública en los hechos más triviales y pasar por alto las evidencias más tremendas. Al dolor padecido por la muerte de sus amigos, X sumaba la degradación moral que significó investigar a los vivos.
Le molestaba el trato especial que ligaba a T con X, el octavo hombre cuyos ojos oscuros cobraban un fulgor vivaz al hablarle. Se debatía para no transformarla en una pista y no injuriar su amistad con T.
Al principio, a causa de las salidas clandestinas para vigilar a los integrantes del grupo, su novia creyó que tenía otra mujer. Respondió con una mueca a sus argumentos. Ella lo admiraba mucho pero el temor y el cuidado de sentirse vigilado, el inexpresivo resplandor lunar que mostraba su rostro la convencieron de que no podía estar con un ser tan pusilánime que entraba en pánico al cruzar la calle y se movía en la vida como un roedor asustado. Ella sumó reproches y exigió montones de cosas: vivir con él, ir a Europa entre otras. Le pareció ridícula y la discusión culminó en ruptura. A pocos días, el cuarto hombre se sintió liberado y pudo saborear una soledad hasta entonces vedada por esa mujer que lo aturdía. Sabía que algo que había esperado durante mucho tiempo iba a ocurrir y aumentó la animadversión que ya tenía hacia el octavo hombre, X: las semejanzas a veces crean más inquina que amistad. Se confesó que si en el primer día de la primera semana donde ocurriría el accidente el caso no estaba resuelto, actuaría en defensa propia y arrollaría con su cuatro por cuatro al asesino de sus amigos. Sus delirios y pesadillas se multiplicaron y acudió por consejo de T a una psicoanalista que caracterizó el caso como fobia del asfalto, impulsándolo a volver a manejar y a caminar por la calle sin sentirse manipulado desde una alta rendija.
Una noche se vio saltar de la cama, tomar el volante con frenesí como lanzándose contra las imágenes que lo acorralaban, apretando el acelerador a fondo y manejando con una desconocida temeridad.
Un temblor parecía dirigir sus parabólicas maniobras que obtuvieron la admiración de quienes las presenciaron como si se tratara de un as del volante que ofrecía un mágico espectáculo entre parpadeos de luces de neón, que dejó tras de sí un tendal de sustos, regueros de luces trémulas y un embotellamiento donde los conductores comentaban sus piruetas. Pocas veces se sintió tan pleno, como si hubiera cumplido un postergado acto de expiación. Festejó por cuenta propia, tomándose un buen vino, contemplando a lo lejos la lámina móvil del río y fumando un cigarro en el balcón ante un plenilunio que se acomodaba a esa efímera apoteosis. Estaba relajado. Recuperó la risa al recordar los insultos de variado color que había cosechado al principio que luego fueron aplausos sostenidos de espectadores rendidos ante un arte que hasta entonces desconocía. Su modo de manejar a menudo le ganaba burlas por la excesiva prudencia. Al otro día un diario comentaba: “La ciudad trepidó de alegría.”
Parecía celebrar las maniobras de un osado automovilista.
Pensó: la gente siempre repite que no come vidrio pero manduca cualquier cosa. Las mismas páginas que condenaban la inseguridad del tránsito celebraban a un borracho inspirado por dioses errantes. No pocos se precipitaban furiosamente hacia delante como si quisieran apoderarse del placer y otros vivían del circo: eso significaba sangre. Algo raro estaba sucediendo. Nuestro cuarto hombre se declaró esa noche un elegido. A diferencia de los grandes monstruos de sus biografías se prometió humildad. La noche era toda luna y oyó el canto de un pájaro humillado que aleteaba desesperado por vomitar el corazón.
Cuando tuvo al otro día que mostrar un departamento ubicado en un alto piso a un cliente sintió un extraño vértigo: la fascinante sensación de poder arrojarse al vacío, algo que estuvo a punto de hacer si el hombre no lo hubiera aferrado con sus brazos. El comportamiento del cuarto hombre ya había despertado suspicacias en los dueños del negocio. Hacía tiempo que no vendía inmuebles aunque fueran muy requeridos, hablaba demasiado de temas que hacían vacilar o espantaban al cliente por sus giros de lenguaje. Un nerviosismo creciente, sus ojos desorbitados y el estar en una especie de trance no debían ayudar mucho a quien en épocas de escasas ventas se destacaba por la efectividad. Pensaba en los detalles de cada uno de los accidentes con una mueca al borde del horror o pasaba a la exaltación de verse en la camioneta que aplastaba a una multitud de insectos que acechaban por todos lados. Los dueños tomaron la decisión de darle descanso, suspenderlo, al enterarse de tan patética escena. Le pidieron oficiosos que se hiciera un chequeo médico. El cuarto hombre los insultó y amenazó: sé que ustedes, dijo ante varios testigos, pertenecen a la organización del octavo hombre, pero si es necesario voy a arrollarlos uno por uno. Los dueños tragaron aliento. Vieron al antiguo y prudente empleado invadido por la locura pero se lamentaron a medias: no les pedía ninguna clase de reparación pese a quince años de trabajo y se contentaba con mandarlos al diablo.
A partir de ese momento la existencia del cuarto hombre da un vuelco. Ya no le quedan dudas de que el octavo hombre dirige una organización de la que forman parte, además de los dueños de la inmobiliaria, sus otros amigos que al verlo en un estado tan deplorable se mantenían alejados. El único que se mostraba preocupado por su estado anímico era T. Lo veía muy mal. Hablaron mucho por teléfono. El cuarto hombre le dijo que no sabía si extrañaba a la novia o el vacío que ella había dejado y que se sentía como extraviado en una ruta oscura. T le contó el argumento simplificado de una película de mediados de los años cuarenta, Desvío, donde el personaje, un pobre pianista abandonado por su novia que se va a Los Angeles persiguiendo el éxito, sufre un desvío en la ruta, el hombre que lo conduce muere de infarto y él toma su identidad, conoce a una chantajista que conocía al muerto y lo acusa de un crimen que no cometió. Ella muere en un accidental y desgraciado forcejeo con él, que es perseguido por dos homicidios. Para T era el mejor ejemplo de una catástrofe de tránsito en la vida que refleja en un microcosmos la destrucción que supone un mundo sin compinches. El cuarto hombre le preguntó si el código T no contempla un caso semejante. T dijo que no, que el siniestro de tránsito en la vida es algo para lo cual no hay solución porque no tiene que ver con la imprudencia de los conductores sino con la vida misma y para eso no hay código que valga. Uno ahí tiene que optar por seguir el camino de la autodestrucción o el odio, o ver que tuvo que ver en el asunto, aun si se es víctima. Todos somos ese pobre tipo una vez en la vida y no está mal que así sea. La historia podría haber sido todavía peor, pienso, si se tratara de la traición que un compinche le hace a otro, hay pocas cosas peores en la vida. Esto está sucediendo mucho, tanto como los accidentes, y mi código no puede repararlo porque la confianza es fundamental. El cuarto hombre no quiso ver a T, le sonaba a cura. Que tenía que ver con ese infeliz. Estaba irritado porque como ese personaje él nunca había tenido un compinche en la vida. El cuarto hombre no quiso ver a T y escuchar ese tipo de sermón, peor todavía que sus ridículas elegías sobre los aliados. Parecía desviarlo y hacerle perder concentración. Se dio cuenta de que en todos los accidentes había muchos elementos en juego que ocuparon el lugar oportuno en el momento adecuado. Los procesadores de los que hablaba T debían estar operando y el cambio de mano del camión o el auto en zig zag respondían a un azar que la organización manejaba con precisión digital. T decía que todavía no funcionaba y sin duda lo tomaba por tonto. Lo mismo debía acontecer con los asesinos de las motos. La organización también debía de hechizar a la gente que tomaba estos hechos como algo habitual. Era sin duda más amplia de lo que había sospechado. El país estaba a la cabeza de los accidentes viales en el mundo y la gente apretaba más el acelerador, actuaba como si fuera un lujo abanicarse al borde del peligro de muerte. Era obvio que la organización extendía sus tentáculos sobre los países donde predominaba la anarquía vial y circuitos de entrada de la droga por las descuidadas fronteras, zonas liberadas y tierra de nadie. Había tipos pertrechados de pies a cabeza, que de pronto se parapetaban en los edificios y sin motivo aparente disparaban contra los autos. Supo de la historia de un mafioso de provincia, que se manejaba entre el juego, la usura y la prostitución, pero que se resistió con indignación encolerizada a la entrada de la droga. Lo ejecutaron en plena vía céntrica a través de un grupo comando.
En esos días, toda criatura viviente, incluidos perros y gatos dueños de las calles a la noche, parecían querer apartarse de nuestro cuarto hombre. No se atrevió a decirle a la psicoanalista la proximidad del día de su falso accidente o crimen y fue a la institución de beneficencia con la que contribuía en busca de algún consuelo. Marchaba como un autómata y con el corazón latiendo parejo por aceras de baldosas rotas. Los residuos sobre los adoquines en punta parecían despojos de vidas exoneradas suavizadas por el humo acre de una parva convertida en hoguera que imponía un toque de aroma en el naciente crepúsculo.
Lo atendió una monja con aspecto de mujer baldía. Se confesó en parte con ella que le dijo, con tono maternal, que sus desvaríos se debían a su vida fantasiosa y que si se ocupaba más del prójimo las pesadillas terminarían. Por respeto no quiso responderle. ¿Acaso no eran prójimos sus amigos ya muertos y los muchos que iban a morir? ¿Acaso el suicidio no era un pecado, no había que proteger la propia vida? Reconoció que la monja también formaba parte de esa organización que había empezado a admirar. Lástima que lo tuvieran como blanco. Sólo le quedaba matar a X, al menos para posponer su muerte. El vértigo que había experimentado en la cima del edificio había descendido al asfalto. Arrollar a un hombre tan deleznable no le bastaba, le resultaba piadoso. Merecía la horca por las pesadillas que le dio, pero no tenía medios para hacerlo. Decidió matarlo de un solo golpe de manera que la vida se le prolongara y sufriera como el primero y tercero de sus amigos. El acto que tenía que cometer era la ocasión de que se redimiera de sus resentimientos y el placer sería mayor si la venganza fuera gratuita. Todo sucedió de modo mucho más fácil al que lo había planeado, aprendiendo sobre la marcha, como diría el amigo matemático.
Al cumplirse el primer día de la semana del primer mes fue con la cuatro por cuatro a merodear la casa donde vivía X que facilitó el trabajo. Lo vio cruzando tranquilo una calle del barrio donde había hecho compras. Las hacía en la misma cadena de supermercados que el cuarto hombre. Llevaba dos bolsas una de cada lado imitando su andar, tomaba la misma marca de vino y debía haber un budín idéntico a su preferido. Caminaba como él a los tumbos, pero queriendo demostrar su elegancia bien trajeada. Lo invadió una furia incontenible al ver su pelo rizado y esa reconocida timidez que no pasaría por un momento de rubor porque la sangre iba a manchar su cuello almidonado. Aceleró a fondo y el octavo hombre al verlo, sin posibilidad de reacción, atinó a ofrecer su cuerpo en actitud de ofrenda. Quiso esquivarlo, pero ya era tarde. Se detuvo.
El octavo hombre, luego de un sordo impacto, agonizaba en medio de un gran charco de sangre. Manoteaba algo en sus bolsillos y con un rictus caucásico en sus labios (tan sugestivo en las mujeres, tan desentonado en los hombres) ronroneó débilmente que los papeles estaban en su casa. Hablaba entre jadeos como si conociera desde siempre sus propósitos. Al fin logró darle la llave de su casa. Ambos se miraron y el cuarto hombre se vio reflejado en el octavo como la vida en la muerte. Muchos curiosos contemplaban la escena, esperando un suspiro agónico. X murió lanzando una carcajada simiesca, estentórea, sobrehumana, que paralizó a los presentes. Ni la sombra de su preterido rubor. Es estúpido querer estafar a la muerte, pensó, se muere siempre como un perro, en el aire azul de la noche. El cuarto hombre aprovechó la confusión y huyó cuando las sirenas de la policía y la ambulancia se mezclaban. Fue directamente hacia la casa de X. Entre pequeños autos de juguete de sofisticada fabricación, había un cuaderno abierto. Ahí estaban detallados los movimientos previos a los crímenes mediante fórmulas digitales y notas aclaratorias donde se subrayaba la necesidad de tener al azar como cómplice. Había también una carpeta donde la letra de T era inconfundible: era evidente que utilizaban su código no para evitar accidentes sino para producirlos. En el cuaderno, con el título de Código Compinche, estaba también la fecha de su asesinato, pero no el que cometerían con él sino el que acababa de cometer con el octavo hombre.
La flecha del tiempo suspendida y una mosca volando alrededor: la eternidad y el aburrimiento entre ellas. Alguno muere para que otro viva.
T obviamente trabajaba para ellos y el idiota debía pensar que se trataba de posibles compinches suyos. Ese mismo día, planificado tal como él lo planeó, X, el octavo hombre cruzaría la calle y él lo arrollaría teniendo al azar como cómplice y entonces podría sustituirlo, convertirse definitivamente en el otro.
¿Estaba T enterado de esos hechos? Recordó su enigmática frase: un hombre actuando de computadora juega su partida decisiva con una computadora que hace las veces de hombre. Supo que él era el octavo hombre y que X era el cuarto, algo que corroboró después al comprobar su apellido compuesto. Era mi compinche, se dijo, con su cuello hinchado y rojo. Las notas de X hablaban de un sacrificio necesario, de que la causa necesitaba un alma que fuera de hielo compacto, en alusión a él. X tal vez no pertenecía al género humano, era probablemente un sistema computado a su imagen y semejanza. Ahora sus pesquisas clandestinas sobre sus amigos cobraban un carácter sublime y tenía que agradecerle a la psicoanalista la ruptura de los tabúes del asfalto. Hasta ayer había sido un escéptico más, ahora la organización le demostraba que la humanidad iba a marchar sobre ruedas. En el futuro, todos los hombres comunes, pensó, comenzarían siendo un cuarto hombre, cada miembro compinche despertaría sus oscuras ambiciones como supieron hacerlo con él y se convertirán mediante un rito de iniciación que haría progresar la especie humana haciéndola regresar a un tiempo original y sagrado, creando una raza más augusta. Así debía funcionar la organización de la que todos serían potencialmente integrantes sin saberlo.
Había signos de premonitoria estridencia. Ya los diarios no se escandalizaban condenando a “los esbirros del asfalto”. No eran piratas sino continuadores de un ideal que según notas del ex octavo hombre comenzaba en el origen de los tiempos, continuaban en las hipótesis de los gnósticos hasta en la oscura noche de las almas encontrarse ante la evidencia de que X no era un doble ni él mismo sino un antepasado de ambos, procedente de la Thule originaria que soñó Karl Haushofer, el maestro del desaparecido octavo hombre. Había sido el pensador metafísico de la organización y él tendría que ocupar su sitio. Se enteró que algunos ecologistas veían en la organización la vanguardia revolucionaria que iba a modificar las bases tóxicas de un planeta atestado de coches. Días después pensó en sus primeras directivas: el próximo objetivo militar serían venales compañías de seguro que financiaban a asociaciones civiles que denunciaban el carácter criminal de la organización sin tener todavía pistas de su proyecto secreto. No había que descuidarse, era tiempo de ocuparse de todos ellos.
La tarea era ardua, pero el camino estaba abierto, la causa era noble y él se proponía ser un líder ajeno a la vanagloria de los monstruos que ensangrentaron la tierra. Cuando todo estuviera inmóvil, por fin, se podría “pensar”, entonces el Ser afloraría desde el fondo de inmemoriales bosques demostrando que no era un mero signo de ortografía y los míseros ideales de los pequeños hombres serían abolidos con sus insípidos placeres. Mentían los que decían que las víctimas no importaban a nadie, él se debía a ellas, a sus amigos y especialmente a ese hombre que se sacrificó como un buen dios gnóstico para que él pudiese encontrar el camino hacia sí mismo y futuros compinches. Comprobó que estaba dando a luz una oscura forma de expiación, demasiado sublime como para rebajarla a un nombre cualquiera. Hubiera querido ser poeta para dar palabras a ese instante sagrado que lo impulsaba más a la donación que a la reticencia. Un cardenal crecía en su rostro. Tenía que vencer la tentación de contárselo a la ex novia que ahora le hablaba en tono de súplica.
El octavo hombre esperó demostrar su inocencia en la causa cuya víctima no tenía familiares. Tuvo ganas de demostrarles a los jueces la estupidez que estaban cometiendo al juzgar a una computadora como si fuera un hombre y a él como un vulgar asesino serial al achacarle los crímenes de sus tres amigos. Séneca ya decía que los infames no pueden ser jueces. Corrupta e ignorante, la Justicia no tendrá nada que hacer el día que el Ser se presente en su plena plenitud inmóvil; entonces no habrá contrariedades, robos, guerras ni accidentes de ruta y la vida podría ser regenerada por los hombres de Thule y los compinches de hoy serían hermanos superiores mañana.
Las declaraciones hostiles de los dueños de la inmobiliaria y la de sus viejos amigos le confirmaron que él era un nuevo integrante de la organización. No había que pasar por la prueba de eliminar a uno de sus miembros para entrar en ella, lo que sería vulgar sino convertirse en la moral de la raza a la que pertenecía, como hubiera querido Haushofer. Se imaginó con timidez pero después con orgullo dando un espectáculo semejante al de Goering en Nuremberg.
No era su estilo; además, no quería ni tenía por qué condenarse cuando la victoria ya era un hecho, tan inexorable como imperceptible: la organización había aprendido de la historia, obraba sin ruido y mediante agentes imprevisibles como él mismo. Con sus buenos antecedentes y la contribución de médicos que lo consideraban insano esperó eludir la condena y comenzar a llevar a cabo los planes detallados cuidadosamente en el cuaderno que pudo salvar por un pelo. Hubiera querido comentarle a T una digresión que se repetía como plegaria: no es que al mundo le faltara un tornillo sino que a la gran pantomima de Dios le faltaba un acto que era la burla de lo que no podía demostrarse. No tenían el mismo Dios. El suyo no sería como ese insecto gordo y fofo que caía tras chocar contra la lámpara. No era difícil adivinar que quería alertarlo del uso maléfico del código por parte de la organización. T era un hombre con muchos prejuicios morales, un técnico que carecía de entusiasmo por las grandes causas. ¿No había simulado, casi exhibido ideas opuestas a las suyas con lujo de detalles para que el no cayese en cuenta que fingía lo que era? ¿Era él el que manejaba los hilos de la organización Thule Nueva y de la letra que lo designaba? No: el sabía captar a un hombre con capacidades histriónicas y T no las tenía. La organización había usado sus conocimientos y ya estaba acabado. El era inteligente en lo suyo, pero vivía rememorando infames glorias pasadas, se burlaba de Ribbentrop pero era más pequeño que él que había servido por lo menos a los suyos. T era materia para desechar. Un impotente liberal como Turing, que era idiota además de homosexual. El mismo T involuntariamente admiraba a sus odiados nazis. De ahí su fascinación por el Reichsaussenminister.
El camina leyendo las letras en los muros por parte de quienes quisieron fundirse a las paredes, a la piedra obteniendo una anorexia de sentido en su lúdica desesperación. Es suave el zumbido de la caída de la tarde, entre dos lenguas de follaje que muestran un insecto negro y desconocido atrapado en una tupida red y lo invade un olor a hojas secas, la orgía otoñal de las hojas siempre más discreta pero más intensa que la luz diáfana de la primavera que sólo tiende a celebrarse a si misma. Se dice haber nacido de nuevo por la gracia de un dios oscuro e invencible, arrullado por las divinidades fertilizantes y devoradoras del período neolítico.
Le había dado las claves y él también tenía su modo de descifrar enigmas: el culto de los signos podía vencer si el que los descifraba era un inspirado. ¿Estaba todo listo para masacrar Polonia? Ahora no estaba Stalin, pero había otro ruso que había masacrado a los chechenos y amenazado a los pueblos bálticos. El no era un pequeño Ribbentrop, pero en Alemania gobernaba una meretriz acatada por Europa pero amenazada por el descrédito. Muchos estallidos esperaban a sus ciudades, todos pensarían que era obra de terroristas islámicos, hasta que se revelaran ellos. Había que esperar y trabajar con la cautela que tuvo la Thule de los veinte cuando seguía los dictados de Haushofer.
Otra hubiera sido la historia si su sabiduría no hubiese quedado en manos de un loco y un pusilánime. El octavo hombre no vaciló en prepararle un accidente a T. No utilizaría el código Compinche que leyó como un colegial que no entiende sus deberes y que ya estaba en manos de la organización. Lo pensaba como una obra de arte: un caballo se le atravesaba en medio de la ruta era una situación dramática ideal, su cuerpo caía en un maizal de vides. Pero de no ser posible, tenía un plan B: desde una moto lo empujaban contra un camión y quedaba moqueando sangre en el asfalto. Era grotesco pero justo y él se había prometido humildad. Ya habría tiempo para darle una forma más estética al crimen. Además, el tiempo apremiaba, iba a tener que optar por ese hecho brutal y esquemático que al menos informaba a los que no iban a participar del proyecto que tuvieran a bien cruzar la calle con cuidado.

No hay comentarios: