sábado, 10 de septiembre de 2011

Bienvenido, George. Repudiado en Europa y en América. Aclamado en los países ex comunistas. Por Claudio Fantini



Es una escena extraña. La gente contra los vallados estira los brazos para alcanzarlo aunque sea con la punta de los dedos. Él trata de tocar la mayor cantidad posible de manos y un coro improvisado repite "Bushy, Bushy..." mientras agita banderitas norteamericanas. Esa euforia se vivió en Tirana, capital de Albania, reiterándose en Fushe Kruge, donde entre abrazos y apretujones con la multitud que lo ovacionaba en las calles, George W. Bush perdió su reloj.
La contracara de lo que se repite en todas las ciudades latinoamericanas y del Occidente europeo por donde pasa el jefe de la Casa Blanca. Allí, la imagen muestra siempre a policías aporreando muchachos con la cara del Che estampada en las remeras, además de banderas norteamericanas incendiadas en medio de un paisaje de furia y barricadas.
Ese repudio tiene mucho de ritual folklórico y poco edificante, pero también refleja lo que simboliza el presidente norteamericano: el unilateralismo imperial, la doctrina de la guerra preventiva, el militarismo exacerbado y la indiferencia frente a los esfuerzos contra el calentamiento global.
Postal de bienvenida. Sin embargo, la postal de Albania también es más lógica que patológica; muestra la misma escena que se vive cuando Bush visita Polonia, Hungría, Bulgaria y otros países que estuvieron detrás de la "cortina de hierro" y en el Pacto de Varsovia; así como en las repúblicas bálticas y también en países centroasiáticos que integraron la Unión Soviética.
Todos esos pueblos sienten que los Estados Unidos tuvieron un papel más importante que el de Europa en la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URSS. Por caso, los polacos incorporaron a Ronald Reagan entre sus héroes, junto al mariscal Pildzusky, por su aporte en equipo con el Papa Wojtila a la lucha de Solidaridad y Lech Walesa, contra el general Wojciech Jaruzelsky, último dictador comunista de Polonia.
En Lituania, Estonia y Letonia, así como en países ex soviéticos de Asia Central, transfieren al hijo el afecto por el padre, George Herbert, a quien equivocadamente consideran decisivo en la desaparición de la URSS. Y los estados bálticos, igual que los centroeuropeos, agradecen a los Estados Unidos incorporarlos a la OTAN a pesar de las amenazas de Rusia, porque desde los zares a los soviet, siempre estuvieron bajo la sombra rusa y no pueden salir de ella sin la protección del gigante occidental.
Es el mismo factor que explica la popularidad de los Estados Unidos en la región balcánica. Albania lo ve como una fuerza decisiva en la caída del líder estalinista Enver Hoxa, quien aisló durante cuatro décadas a ese país pobre y montañés. Mientras que las repúblicas ex yugoslavas obtuvieron un inmediato reconocimiento norteamericano, acompañado de ayuda económica, al separarse del estado socialista que había creado el mariscal Tito tras la Segunda Guerra Mundial.
Si bien primero los eslovenos y luego los croatas liderados por Franjo Tudjman recibieron armas de Alemania para luchar por la independencia en Bosnia Herzegovina, fue la intervención de la OTAN con sus bombardeos a los cuarteles de Karadzic y Mladic en Pale lo que puso fin a la feroz limpieza étnica impulsada por Slobodan Milosevic contra los musulmanes bosnios.
A renglón seguido, fueron otra vez los Estados Unidos, de nuevo bajo bandera de la OTAN, quienes aplastaron la maquinaria militar serbia cuando concretaba la deportación masiva de albaneses musulmanes de Kosovo. Ahora bien, ambos salvatajes militares y sus posteriores escudos políticos (los acuerdos de Dyton para Bosnia y el mandato de la ONU sobre Kosovo) fueron méritos de Bill Clinton.
En todo caso, a Bush es justo reconocerle haber disuadido a Belgrado de no impedir a los macedonios independizarse en paz, y también el impulso que dio a la Carta del Adriático, firmada hace cuatro años y por la cual Washington se compromete a facilitar el ingreso de Albania, Croacia y Macedonia a la alianza atlántica.
La cumbre de Tirana. De eso precisamente se trató la cumbre más reciente en Tirana, una de las ciudades donde Bush fue aclamado en las calles y las plazas. El jefe de la Casa Blanca volvió a instar a esos tres países a completar las reformas políticas, militares y económicas, además de cumplimentar otros requisitos como la reducción del crimen organizado, para que puedan ser incorporados a la OTAN. Y a eso se comprometieron el macedonio Nikola Gruevski, el croata Ivo Sanader y el anfitrión albanés Sali Berisha.
Pero Bush agregó en Tirana una frase que los albaneses querían escuchar: "Ya es bastante; Kosovo tiene que ser independiente". Así se comprometió a impulsar la aprobación de la ONU al plan del finlandés Marti Ahtisaari, que implica una fuerza internacional permanente, tutela política de la Unión Europea, potestad de firmar acuerdos e ingresar a organismos internacionales y una fuerza militar propia de limitado poder de fuego. O sea, en los hechos, la independencia de los kosovares.
Hasta el momento, desde la guerra de 1999 en la que Clinton derrotó a Milosevic, ha regido el acuerdo de Kumanovo, una suerte de capitulación serbia que colocó a Kosovo en un limbo jurídico. Pero ir de ahí a la independencia implicará tensión con Serbia y Rusia.
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Ese pequeño territorio que en sucesivos momentos de la historia estuvo en manos de los imperios romano, bizantino y otomano, pasando también por Albania, Montenegro, Serbia y Bulgaria, tiene una multiplicidad étnica que ha incluido turcos, goronis (musulmanes eslavos), circosianos, arrumanos (rumanos-macedónicos) y judíos; pero las dos etnias significativas son los albaneses y los serbios.
Los albaneses, musulmanes de raza iliria, son amplia mayoría y al país lo nombran en su antigua lengua: Josova; mientras que los serbios, eslavos cristiano-ortodoxos son minoría y consideran que esa tierra es el origen de su nación.
Ambos pueblos tienen interpretaciones diferentes sobre un antiguo acontecimiento: la batalla de 1389. Según los ilirios, guerreros albaneses lucharon codo a codo con los serbios contra el invasor turco. Pero según la mirada serbia, los albaneses se sumaron a los turcos, completando "la traición" en el siglo XVI cuando se hicieron musulmanes para pagar menos impuestos al sultán.
Esas mismas crónicas sobre las guerras medievales coinciden en señalar que la derrota en Kosovo hizo que los distintos reinos serbios descubrieran su identidad común.
Si al recrear Yugoslavia el mariscal Tito le dio a los kosovares la autonomía que no habían tenido en los tiempos del rey Pedro Karajeorgevic, fue porque aquel líder comunista era croata y, como tal, entendía que había que proteger de la supremacía serbia a los albaneses de Kosovo y a los búlgaros de Vojvodina. Pero los serbios jamás aceptarán que Kosovo se independice o pase a formar parte de la vecina Albania. Ni con ultranacionalistas como Milosevic, ni con moderados como el actual presidente Vojislav Kostunica. Y atrás de Serbia siempre estará el respaldo ruso. Por eso el reciente Foro Económico de San Petersburgo dejó de lado la economía, para advertir que el territorio de Serbia no debe ser amputado.
Una vez más los Balcanes son un punto conflictivo. El territorio donde estalló la guerra de 1912 y dos años después la Primera Guerra Mundial es de nuevo escenario de titánicas pulseadas.
Mientras tanto, Bush encuentra allí lo que sólo encuentra en los países que vivieron el comunismo: la escena donde las multitudes lo ovacionan, en lugar de repudiar su presencia.

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