jueves, 22 de septiembre de 2011

La creación, juego de distinciones. Jesús Ibañez



Daniel Sibony ha trazado la correspondencia entre el mito hebreo de la creación y las concepciones matemática (teoría de los conjuntos transfinitos) y psicoanalítica (teoría de la castración).
La creación del mundo, según el Génesis, se escande en dos tiempos: un primer tiempo de separaciones y un segundo tiempo de alianzas. Dios, mediante mensajes, crea objetos, y entra en alianza con uno de ellos –transformándolo en sujeto.
En el primer acto, Dios (trascendente, escindido del caos) crea el mundo separando partes del caos (trazando fronteras): el primer día separa la luz de la oscuridad; el segundo separa las aguas de arriba de las de abajo; el tercero separa –abajo- las tierras de las aguas (en la tarde del tercero y durante los días cuarto y quinto, crea los objetos que convienen a cada dominio separado –astros, plantas, animales marinos y terrestres-); el sexto crea los seres humanos “a su imagen y semejanza” –Adame, hijo de Adama o la tierra-; el séptimo día descansó: trazó una frontera (un hueco) entre él y su creación (repitiendo la escisión original).
En el segundo acto, Dios entra en alianza con una de sus criaturas: Abraham. Abraham significa, en hebreo, el que traspasa: el transgresor. El que atraviesa las fronteras creadas por Dios y porta la marca de la travesía. Dios le separa de su contexto natural seguro (“abandona tierra, padre y madre”), para lanzarle a un nomadeo cultural incierto: en pos de una tierra prometida (e inalcanzable: Jesús hará que se pierda en las brumas del cielo); la casa del padre sustituida por el nombre del padre (“engendraré tu nombre”); la madre, por una bendición (“yo te bendeciré”). Hay una transferencia del reino de las cosas al reino de las palabras, del reino de la energía al reino de la información.
Para que el artificio se sostenga, las cosas deben guardar su poder de decir y las palabras deben guardar su poder de hacer. Toda la historia es, en hebreo, un juego de palabras. Un juego de filiaciones y alianzas, de sustituciones y combinaciones, con la raíz bar. Génesis es beredith; crear es bana, que significa separar o elegir; la cosa y la palabra se dicen dabar, filiación es bar y alianza es bérit.
La matemática traspone esta historia al lenguaje de los números. Según Frege, la serie ordinal de los números enteros positivos se genera a partir del cero –que funciona como metaentero. En un primer movimiento, hace encerrar la contradicción: el conjunto vacío es el conjunto de los elementos para los que “x no es igual a x” (esto es, ninguno). En un segundo movimiento, hace que la contradicción encerrada empuje: del cero se genera el uno, número que tiene como elemento al conjunto vacío que le precede, y el dos, número del conjunto que tiene como elementos a los conjuntos que le preceden.
La serie de los ordinales finitos no es un conjunto, no hay una frontera que los mantenga juntos. Por grande que sea n, siempre habrá n + 1. Cantor, en el salto al vacío más genial de la historia de la matemática, repitió la operación de Dios: como Dios había dicho “Sea la luz”, Cantor dijo “Sea el infinito”. El infinito fue creado por un axioma de existencia, mediante una palabra que es a la vez cosa. Si “hay infinito”, los ordinales finitos forman conjunto. Cantor ha trazado una frontera, que es un hombre (infinito), que es un no (infinito). No se para ahí: haciendo estallar cada potencia de infinito en el conjunto de partes del conjunto, crea la serie infinita de los transfinitos. Sin que podamos llegar a un transfinito último, cardinalidad del conjunto de todos los conjuntos: conjunto paradójico, pues –según Russell- tendría como parte el conjunto de los conjuntos que no se pertenecen, que o bien se pertenece (y entonces no se pertenece), o bien no se pertenece (y entonces se pertenece).
Los conjuntos transfinitos tienen la propiedad de la reflexividad: son coordinables con sus partes (el de los números enteros es coordinable con el de los cuadrados). ¿Cómo podríamos conocer el mundo si no fuéramos coordinables con él, sin no estuviésemos hechos a imagen y semejanza de Dios? Porque somos así, podemos crear: podemos poner fronteras (decir no) y transgredirlas. Y eso es así porque hemos sido generados cercando con una frontera la nada: porque somos un uno generado por un cero, estamos abiertos al infinito.
La cosa es así: “Que no se pueden poner todos los significantes de la misma familia en el mismo saco, y que cuando se intenta juntarlos, hay una falla, un movimiento de exclusión, cuyo efecto es transportar a otro lugar a uno de los significantes, que así llega a ser Otro, de modo que los otros pueda funcionar como tales” (Sibony). Así funcionan los equivalentes generales de valor: el oro, el padre (el falo), la lengua. Excluidos por el no –nombre o frontera-, pagan su privilegio con una exclusión. El oro sólo funciona al margen del intercambio, el Padre sólo funciona como muerto, el falo sólo funciona como castrado, la lengua sólo funciona como palabra vacía. Así se instala un borde, y alrededor de él, apoyándose en él, se va a jugar la danza del cero y el infinito. El significante excluido insiste desde su existencia: puede actuar dentro (in), porque está fuera (ex). La castración es un axioma de existencia, el axioma fundamental del inconsciente.
Gracias a la castración, el en-sí estalla en para-sí: el cuerpo se pluraliza en manojo de impulsos dispersos (como lo vio Nietzsche), la imagen se pluraliza en haz de ideales, el nombre se pluraliza en potencia infinita de nominaciones.
El discurso de la anticastración nos encierra en nuestros límites (en un uno no pluralizable: porque ha expulsado el cero, está cerrado al infinito). En vez del salto al vacío, la caída en el pleno. Nos hace autosuficientes: es la acumulación de riquezas en el intercambio de objetos, de poder en el intercambio de sujetos, de saber en el intercambio de mensajes. La riqueza del avaro, el poder del político –o del donjuán-, el saber del científico. Para que el uno sea castrado, el Otro debe ser incastrable: no hay Otro del Otro.
La función-padre mantiene abierta la cadena infinita de infinitos. El padre es responsable del hijo: es el que responde a sus preguntas. El padre responsable responde responsablemente: esto es, que no hay respuesta, con que deja abierta la pregunta (es como Dios, que nos hizo libres). El padre irresponsable, que sustituye la paternidad por el paternalismo, responde irresponsablemente: dicta la respuesta, se pone en el lugar de las respuestas, con lo que obtura la pregunta. Así nos enfangamos en los ideales sociales: así cambiamos el goce (infinito) por el placer (finito). La función-padre nos mantiene como sujetos, el paternalismo nos transforma en sujetados (en sujetados por los ideales sociales).
En la oposición hombre / mujer, mujer es el término marcado: hombre es un término definido, mujer es un término indefinido (un campo de potencial). Marx creía encontrar potencia revolucionaria en el proletariado. Pero la oposición propietario / proletario no tiene término marcado: el capital define ambos términos como designando papeles complementarios. Cuando los proletarios se rebelan en tanto proletarios refuerzan el capital (reproducen la relación central del capital). El marxismo se puede condensar, según Lardreau, en una fase: “Hay razón para rebelarse”. La rebelión está fundada en razón, el marxismo es un socialismo científico. No, no hay razón para rebelarse: sólo una rebelión no fundada en razón, que no necesita justificarse, es revolucionaria. De ahí que los libertarios (como García Calvo) prefieren la oposición señores / pueblo a la oposición propietario / proletario. Pueblo, como mujer, es término marcado.
Si sólo es revolucionaria una revolución no definida en sus objetivos, su sujeto tiene que ser un sujeto marcado: marcado pero sujeto. Las mujeres y los niños son esos sujetos potenciales: no lo serán si su estrategia se orienta a ser (como los) hombres. Si lo que reivindican es igualdad de derechos y obligaciones. Como los proletarios que reivindican su revalorización como fuerza de trabajo serán capturados por el capital.
El discurso de la castración se adapta más a un proyecto revolucionario que el discurso de la anticastración. A la luz de ese discurso, lo masculino es potencia de producción y acumulación; lo femenino, potencia de consumo y disipación. Mientras la función-padre se anude a los machos, la producción será para ser acumulada y no para ser disipada. Quizá hay que ser mujer (una función-padre anudada a una hembra) para conjugar producción y disipación.
Extractos, contra la castración del Padre, El país, 5 de mayo de 1988.

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