Las últimas elecciones en Estados Unidos se convirtieron en una nueva oportunidad para opinar sobre ese país y su gente sin la menor dosis de fundamentos.
Los análisis escuchados la semana pasada respecto de los resultados de las elecciones en los Estados Unidos vuelven a confirmar la ignorancia profunda que existe en la mayoría de nosotros respecto de la idiosincrasia, las costumbres y los valores de ese país. Se han escuchado frases francamente desopilantes, de las cuales creo que la que se lleva el trofeo de la ignorancia es “triunfaron los partidarios del imperialismo”… ¡Ay, ay, ay… cuánta burrez, por favor…! Esta historieta estereotipada de que, en general, los Estados Unidos son la última basura del Universo, pero que si hay algo que se pueda rescatar de ellos eso está resumido en al Partido Demócrata y que, al contrario, el Partido Republicano es el refugio de la peor lacra de ese país, es una imagen tan absurda y, fundamentalmente, tan ignorante de la cotidianeidad norteamericana que sinceramente alarma, por el nivel de provincianismo que encierra. Solo los que no se preocuparon por leer una sola línea de la historia de los Estados Unidos y mucho menos por indagar acerca de los valores que formaron su Constitución y las bases de su organización institucional pueden caer en semejantes dislates. Los Estados Unidos no son un país con diferencias dramáticas de criterio entre sus ciudadanos. Al ser, precisamente, una sociedad formada por ciudadanos, todos guardan con su prójimo un ramillete de valores compartidos que para nada se ponen en juego en una elección. Aplicarle a aquella sociedad los parámetros pendulares de la nuestra lleva a caer en conclusiones profundamente erradas. La supremacía del individuo, los límites del poder, la independencia de la Justicia, la preponderancia de la Constitución, el libre albedrío y la libre iniciativa, el derecho a diseñar la propia vida sin injerencias del Estado, son, todos ellos, principios que todos los norteamericanos comparten; no se trata de un patrimonio sectario. Los sesgos de la sociedad casi podrían resumirse en cómo administrar, manejar y legislar los impuestos. Una parte de la sociedad está dispuesta a tener una mayor carga impositiva para que el gobierno tenga más capacidad de asignar gasto a donde sea necesario (asistencia, infraestructura, salud, defensa, etcétera). Otros entienden que el gobierno debería ser lo más prescindible posible para dejar más dinero líquido en los bolsillos de las personas individuales para que ellas asignen la dirección de ese gasto. Los primeros entienden que habiendo centralizado ciertas decisiones acerca de cómo usar los recursos que la sociedad crea se pueden asignar mejor las prioridades y obtener mayores beneficios. Los segundos creen que los que generaron los recursos deben tener la soberanía de decidir qué hacer con ellos, porque eso estimulará a más gente a progresar y a ir para adelante, al mismo tiempo que dejará más liquidez para la reinversión en nuevas tecnologías que incrementen el producido. Los primeros están más cerca de la idea europea (aunque se trata de una interpretación bien diferente) del Estado de Bienestar. Los segundos de la idea del “selfmade man”, esto es, del hombre hecho a sí mismo que, venciendo los obstáculos y las adversidades, se impone a los vaivenes y sale adelante. Es un error, incluso, decir que los partidarios de la menor intervención estatal reflejan mejor la imagen del famoso “sueño americano”, entendiendo por él la cinematográfica imagen de aquel que de la nada llega a la cima. El “sueño americano” es un modelo que comparten tanto demócratas como republicanos, solo que los métodos para que aquello se haga realidad pueden diferir, según la visión de unos u otros. En Estados Unidos los valores del empeño individual aún viven. Los republicanos entienden que ese activo se estimula más aguijoneando a los individuos desde la promesa de una búsqueda de la felicidad que nadie estorbe con obstáculos estatales. Los demócratas creen que ayudas manejadas y centralizadas desde el Estado pueden empujar a los que carecen de la suficiente iniciativa para hacerlo solos. Pero nadie cree que la fuente del progreso está en el Estado. Esa es una trivialidad tan profunda como creer que los republicanos representan el imperialismo y los demócratas la paz. Estados Unidos liberó a Europa de los estragos del nazifascismo y no se quedó con un solo milímetro de terreno. Hizo posible que al menos la mitad de Corea pudiera darle a su pueblo un nivel de vida razonable y allí está Corea del Sur, decidiendo por sí misma su futuro. Liberó a Japón de la prehistoria, le regaló una Constitución moderna y se fue a su casa. Roosevelt, demócrata, liberó Europa; Lincoln, republicano, liberó a los esclavos del sur y terminó con la guerra de secesión. Kennedy, demócrata, inició un nuevo contacto con América Latina. Y Reagan, republicano, rescató a Europa de los estragos del comunismo. Juzgar livianamente las versiones de un pueblo, que en poco más de 200 años entregó al mundo innovaciones que hoy damos por descontadas pero de las que ese mismo mundo no había tenido noticias en sus 5.000 años de historia anterior, resulta poco menos que irresponsable. Una irresponsabilidad apenas explicada por la ignorancia que invade a los que la cometen. © www.economiaparatodos.com.ar
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