El primer movimiento, el preludio, la prefiguración inicial de su historia estaban en el temblor o el miedo que le venían cuando empezaba aquello de si la alcanzaría o no.
Lo demás, que obedece a ritmos y variaciones donde cuenta el pasaje de los años, era el soliloquio interminable a causa de que siempre se hallaba a un paso más o a un paso menos de distancia.
De modo que la noche, la luna, su nostalgia creciente ante la reciprocidad de cada paso y cada eco, otros tantos detalles proscritos en un arco de sombra, fueron disponiéndose en esa calle principal, desolada en sus notas de luz, para que sus pasos siguieran los de la mujer que surgió inesperadamente, entre las vetas grises de un suelo sin pasto, cruzando su paso con el suyo cuando el miraba unos alambres rotos, caídos, la basura abundante en un montón desparejo y unos insectos revoloteando con tanta displicencia que le parecieron un enjambre de mariposas tísicas.
Entre él y ella mediaba una distancia infinita, pensó.
Y luego de varios soliloquios, reducibles al dilema de si la alcanzaría o no, advirtió como un rozamiento en la oquedad la imagen de ella que prosperaba ajena a él y a esa misma calle longeva donde podía imaginar huellas de figuras pretéritas.
Tenía la certeza de que el pudor había engendrado en él las tendencias hacia lo aporético.
Lo abrumaba todo lo que evocara distancias intransitables. Cualquier calle o cortada le despertaba un temblor premonitorio que se posaba en las comisuras de su boca. Entraba en trance y celaba figuras embalsamadas, caras de ojos abiertos, ecos de sus actos que se presentaban en forma de recta, evocando terrenos cenagosos, con un hedor anodino y putrefacto.
Ella apareció por esa senda de piedras y cascotes, lo que quedó de una construcción abandonada, con paso grácil y él como otras tantas veces se prometió que sus pasos por fin llegarían, sin apuro y con solaz, a ser la paralela exacta a los de ella.
Sin embargo, dudó por el modo en que la mujer se presentó. Había algo etéreo en su andar y eso contrastaba con el olor de los mingitorios de la estación, mezclado al de cáscaras podridas.
Caminar siempre evoca el recuerdo de que somos un cuadrúpedo que se apoya en dos piernas. Se deslizaba en otra línea que él y con satisfacción inocultable de andar por la noche así. Tal vez fuera finalmente ella.
El solo sonido de ese pronombre parecía haberle sido destinado como un desafío o una burla por un oscuro autor del lenguaje.
Sabía que cada una de las mujeres no se sentía nombrada por ese pronombre: ella. No habían tenido la suerte de conocerlo. Por eso la oscura divinidad que creó el lenguaje tuvo el cuidado de distanciarlo. El, que podía hacer mucho por todas, no podía alcanzarla a ella. Para lograrlo tenía que situarse en una misma línea y debían darse ciertas condiciones en las que - recordó - su vida había transcurrido. Fueron los movimientos de la mujer, rápidos y ansiosos, que lo arrancaron de esa naciente memoria.
La calle era oscura. Antaño debió haber casas señoriales y solariegas en torno de una bombilla flotante. Ahora apenas asomaba una lámina de ópalo del río, entre muchos terrenos baldíos donde no hay llanura ni cielo, pero sí un espesor franco, sinuoso y bermejo, techos de pizarra entre casas bajas y chatas que recordaban que en otra época pudo haberse vivido confortablemente, antes que fueran vendidas a compañías constructoras de grandes edificios y fueran concentrándose en la avenida principal.
Se preguntó si alguna vez, él recorrió en idénticas circunstancias estas calles vacías como un sonámbulo. No conocía el lugar. Una rápida mirada le permitía reconstruir esta historia. Pocas veces una mujer le había aparecido de ese modo, como si hubiera sido arrojada de un mar de algas marinas para aliviar a alguien que agonizaba en las dunas.
Había en ella algo que traía el aroma de aguas oscuras y era algo animal, una criatura bivalba o una estrella de mar que en las aguas tienen un crecimiento rápido.
Al principio tuvo la impresión de reconocerla y por eso casi se puso a correr, faltando a la necesaria discreción que exigían sus pasos.
Dudó por un momento en dar un giro, retomar el camino pedregoso del baldío, pero al esbozarse la resonancia de cierta frase - “ sus pies se movieron, avanzaron con celeridad’- quiso constatar si eso correspondía a una descripción adecuada.
La repitió para sí una y otra vez tratando de saborearla con deleite. No le había costado poco trabajo aprender a silabear frases que brotaban de situaciones complicadas y tortuosas, cada vez que salía a encontrar esos pasos que la noche quería deglutir. No sabía la hora.
Al bajar del tren, había visto los relojes de la estación: le pareció que tenían la hora cambiada. Siempre tomaba un tren al azar. Este hábito había mermado al paso de los años que para él pesaban como siglos. Podía vanagloriarse de descifrar los menores traqueteos del vagón, cada alambre, corroído y herrumbrado de los postes de telégrafo, los antebrazos de las vías que se recortan, los ventanales siempre habitados por un comienzo de escena indefinida, esos nombres de próceres que parecían arrojar su lustre sobre la calzada, como el estuche de peluche rojo sangre de las vidrieras, cuanto se acentuaban en atajos sombríos.
Dijo “tiempo” con una bronca modulación de la voz y se detuvo en esa palabra de aires anónimos que suscitó su presencia: celeridad.
Otra vez tuvo ante sí la imagen de las algas sobre una cubierta rojiza de formaciones calcáreas, el olor de ella, y se sintió en medio de las dunas intactas, o en el desierto, con la sed de un perro amarillento en un ojo de agua.
La palabra celeridad lo devolvía a la calma; iba tomando vuelo en la lenta disposición de sus sílabas, le recordaba por semejanza la celebridad oscura de su enigma, conjuraba la voz que oyó en uno de sus sueños - : “estás con la mierda hasta el cuello”-, alentaba a que mantuviera firme a su duro esqueleto, evocaba la forma grácil de la mujer, firme y esbelta, envuelta en un embrujo de frescura que hubiera resultado paradisíaca de no ser por ese olor a algas que sugería corales y arrecifes, muros entre ella y él, entre el mar y el desierto donde la diosa Venus al entrar en sala de vitrinas, abanicos y flores se convertía de pronto en el dios Marte.
Supo que la mujer estaba ya molesta al oír sus perseverantes pasos. Molesta más que temerosa. Ella no temía que él pudiese esgrimir un arma para asaltarla, algo factible en esos lugares, y todavía no había visto su cara, pálida, rígida y de facciones abultadas. Alguna inquietud le había causado; ella quería cambiar de calle, salirse de la principal, donde las bombas de luz derrochaban resplandores.
Pero si quería hacerlo en ese momento, debía tomar por una cortada, todavía más oscura, de modo que eso cuadrara con ciertas proporciones, disfrazando de indolencia esa audacia invertida. Eso hablaba de qué clase de persona podía ser. Significaba que podía tener un agudo sentido de las proporciones, que no era indiferente a la belleza, por su cautela ante el menor ridículo.
Demostraba, por otra parte, que no estaba segura de que él no fuera un ladrón o violador.
También podía tomarlo por un bienhechor imprevisible, secretamente esperado, que viniera a ofrecerle el nácar, el oro, las perlas preciosas robadas de alguna joyería.
Sólo para los modernos, fue concluyendo, todo desconocido que nos sigue por detrás en una calle solitaria tiene que ser dañino.
Para los antiguos, el desconocido, y tanto más si era un mendigo, tenía que ser un dios, el cual por un aleteo confluye con el destino.
No sabía qué hora era. El cielo, como en un plano oblongo, estaba más oscuro de lo que pensó: ennegrecido. La noche anterior había leído en su habitación un libro sobre los puentes. Se investigaba el modo de pasar de un puente a otro evitando el trayecto de entremedio. El libro tenía su base en las matemáticas y a medias entendió las ecuaciones. Hacía diez años que no las practicaba y hubiera necesitado que se traduzcan a ciertas imágenes.
Ahora se dijo que hubiera sido mejor leer un libro semejante, pero acerca de los relojes, el cómo pasar de un tiempo a otro, saltando un mismo y repetido intervalo, recurrente y tortuoso. Era un error pensar que había un solo reloj en la estación.
Hay uno, tal vez para los que piensan que hay que mirar el reloj de la estación: eso fue lo que hizo él; miró al gran reloj que estaba detenido y dispuesto de modo que uno no pudiera confrontarlo con otros relojes. Lo ideal para él hubiera sido pasar de un tiempo a otro, mientras el reloj detenido diera la hora exacta.
Pero no era así: aunque la hora estuviera equivocada, el tiempo seguía transcurriendo con monótona exactitud aunque esto condujera directamente al fin del universo. Esta monotonía siempre fue para él, desde niño, el anticipo del fin. Después esa sensación sería confirmada por teorías cosmológicas consistentes. En ese momento y en ese lugar, la posibilidad, semejante a la esperanza, estaba en corregir los otros relojes y desestimar la hora detenida en el grande. Pero para él ya era demasiado tarde. El mundo se estaba terminando y su materia era tan oscura como la negrura de tantas almas.
El tiempo se había detenido en él como una ola que golpea una roca y deja petrificada, suspendida la espuma sobre ella con el color de la escarcha.
No sabía por qué había realizado ese viaje en tren, pero el para qué ahora era demasiado obvio; esa mujer se le había cruzado en el momento justo y no era necesario para eso jugar con los relojes la salvación del orden cósmico sino frotarse los pulgares y ver emerger su figura en la estación, rodeada de caras lampiñas que el creía procedentes de alguna pesadilla. El no necesitaba como esas pobres gentes, llevar distintos relojes en los bolsillos que dieran cada uno una hora distinta, que fue el modo en que solucionó la antinomia entre el tiempo manso y fluyente y la extinción de la energía.
A los ellos no le interesaban lo que pudiera ocurrir con el universo dentro de millones y millones de años y eso no resolvía ese dilema, el verdadero, el único, el suyo, que renacía con mayor fuerza en cada otoño como insistente desde la orgía de las hojas, no ya como un problema lógico sino como un desafío a su carácter taciturno.
Apuró sus pasos.
El era diferente a esos hombres cansados que viajaron con él en el tren. No se creía superior a ellos. A veces, los compadecía. Pero siempre admiraba sus vidas, habituadas al tiempo que - no sin ironía - llamaban cotidiano, interrumpido a veces por un mutismo luego de una muerte o un accidente, alterados de su modorra por la hábil oratoria de un vendedor y devueltos a una mansedumbre que nunca tendría.
El dilema, nacido de un impulso oscuro, que a veces tenía la voluptuosidad de la desdicha y otras la urgencia de reparar algo que iba más allá de toda justicia, era no tanto alcanzarla o no sino ese modo de caminar próxima y lejana, que labraba el interrogante de si seguir tras ella o huir espantado.
Debía enfrentar el dilema, no a ella, lo cual era desesperante porque no luchaba contra un enemigo con la esperanza de tenerlo delante sino como algo todavía más volátil que el perfume más fino, que se disipaba en la distancia, una vez que sus manos hubieran obrado, dejándolo con la cabeza más vacía. Ese olor de algas le ofreció la apacible atmósfera que revivió su ilusión convaleciente: esta vez sí podía alcanzarla. Ella misma parecía advertirlo, no imitaba a las tantas que siguió cuando el tiempo se detenía en la noche sin tregua y los animales en celo salen de sus madrigueras. Ella apuraba el paso, en una fuga dócil; era un modo de llamarlo, como si lo conociera antes de ver su rostro, de asirse al interrogante de si ambos estaban en un comienzo de historia o esa escena venía a corregir o disipar otra, olvidada en alguna de sus excursiones.
Ella planteaba las cosas como un desafío; más, llegaba a apartarlo del uncido yugo de las cuestiones por las que llegó a esta calle y quiso escuchar una palabra cuya sucesión de notas al apoyarse en una sílaba le dieran una clave.
Perseveró en sus pasos, recordando las hojas que en un poema “se deslizaban en un otoño sin nitidez”. Eran versos donde la tierra y las torres dormían cobijadas en una inminente tormenta y donde los habitantes vivían en una cómoda molicie, turbada apenas por las campanas. Cada vez que en una página leía la palabra “otoño”, se detenía en una especie de ensueño.
Se imaginaba oyendo las campanas, sin una quemazón en el pecho, trabajando próximo a una naturaleza como un maestro rural sin título y eran sordas premoniciones de una algarabía que se pavoneaba de no poder ser escuchada por los otros. Sólo a él le decían que la miseria más extrema no está en contradicción con la dicha. Pero su dilema lo situaba en otra zona que al de una injusticia doméstica. A él no le interesaban los vulgares, brutales crímenes humanos que las leyes y la sociedad condenan, sino las destrucciones imperceptibles, minuciosas, hechos tan injustificados que gracias al arte de su ejecutor se tornan inexistentes. Pero eso no suponía una venganza que aligera sino una pesada carga sobre los hombros. Su dilema le había hecho obrar al contrario de lo que hubiera querido; lejos de impedirlos, era un reincidente en esta clase de actos.
Entre ella y el, todo había sucedido en contados segundos. La calle era larga, el único signo de vida lo daba algún coche que pasaba trepidando, convencido de no tener testigo o espectador posible.
Ahí sólo podía habitar una atonía de estatuas, acariciada por las aletas de un molusco bivalvo. Estatuas suspendidas y sin rostro que apuntan a unos nichos entre espejos donde un objeto se multiplica, una caña se refleja en cientos de filamentos que arden en la intemperie, y el trepidar del vehículo resuena como una tentativa de borrar esas formas, que el enfermo mira con expresión desorbitada cuando el doctor del pueblo coloca su sonda en el maletín hasta que el sonido de la campana o el trepidar del auto se fusionan en la mortecina luz de la avenida, a esa paz ruinosa que sólo puede perturbar el estallido de un hongo nuclear.
En esta calle, despoblada a poco de alejarse de la estación, ni siquiera un vehículo de propaganda política con su promotor colgado a horcajadas, tarareando sus consignas con el énfasis de una canción de moda, podía despertar la modorra, interrumpida frecuentemente por algún hecho de violencia inverosímil, además de los asaltos que son parte de las sombras del paisaje.
Ahora ella en su visión oscilaba como una aguja de platino, indecisa y rápida, pensando si debería correr, apurarse por llegar a su casa que podría estar a unas tres cuadras adelante por lo menos, en esos edificios que extendían sus sombras en forma de pabellón.
Ella no estaba menos desconcertada que él, con su crónico embotamiento que lo invitaba a decidir si debía retroceder o pasar delante de ella.
¿Qué derecho tenía él de molestar a esa indefensa mujer con su presencia... por qué todo eso...la noche donde las campanas no suenan y los relojes dejan aletear sus agujas, para que alguien se detenga y dé con la hora exacta?
Volvió a aspirar el olor a algas, a aguas podridas pero también a naciente fertilidad, hizo el ademán de rozarse la barbilla, apuró su paso. Recordó los escenarios de infancia, otras encrucijadas que lo hacían objeto de una sospecha ladina, lo separaban del aire cargado que habitaban los demás, abrían su soledad sobre un foso que era caldo de evangelistas.
El atisbaba olores de perro, de caballo y mula sobre un pelaje manchado y linfático, y esos animales olfateaban la presencia del dios oscuro que latía en sus pasos.
No era por su culpable falacia o sus tretas para sortear sus barquinazos. La respuesta debía comulgar con el aire en una calle como esta, dispuesta para pasos rápidos, que olviden al peregrino o al paseante, orquestada para vidas ignotas, alimentándose de historias idénticas, tiritando antes de la llegada del frío y palpitando acurrucadas en sábanas tiesas, el acto que corona sus largas veladas, el crimen que no es venganza pero que renueva el miedo y la fascinación de la chusma de los humanos al descubrirlo. Aunque al otro día ante las cámaras abunden en gestos de condena, la mañana guarda su expiación inconfesable: el cadáver abandonado, además de recordar que la muerte sobrepasa las ilusiones cálidas, en un repliegue de párpados se muestra como el pan cotidiano que mantiene viva la imaginación de las mayorías.
El, por todo eso, amaba a esas gentes desconocidas, pero su amor deambulaba con orejas gachas, como si secretamente ellos se ausentaran y obrase por ellos sin interrumpir su sueño.
El no ignoraba que esa imaginación, cuando lo irracional se anudaba al buen sentido, daba lugar a carnicerías colectivas. Eso, sin embargo, se decía, ayudaba a sobrevivir a la humanidad de tal o cual diluvio. A eso no le encontraba sentido o razón. A él lo lastimaban esos pequeños crímenes, las inadvertidas humillaciones, la sordidez del crimen que lo violaba en cada otoño, cuando recordaba tiempos adolescentes, donde era objeto de burla en alguna cita, preparada por sus amigos, con una mujer supuestamente interesada en él, complotada con ellos, ávidos espectadores al acecho y para quienes iba a hacer sus sacrificios rituales sin reconocimiento ni fama, bendecido por los ojos de un dios oscuro. El podía dedicarle la serie de sus crímenes a ellos, cobardes y espantados como moscas para cometerlos, especialmente a un lejano cretino de la primaria, que grabó en su pupitre su bautismo irrisorio: “el mariscal del aire”, en alusión al hombre embobado que siempre anda mirando el techo.
Años después, habría algo peor que esas burbujas juveniles: que ella apareciera cada vez en otra figura para decirle con una sonrisa aplicada que nunca podría alcanzarla. El dilema iba surgiendo, familiar, diligente, trazado en el manuscrito anónimo que iba figurando sus días y sus horas; ellos siempre simulando que en un próximo futuro iba a convertirse en uno más entre ellos que nada sabían de ese dilema que se deslizaba en sus labios como un bisbiseo, ascendiendo a la cima de una falacia inquebrantable: que hiciera lo que hiciese no podía alcanzarla.
Matar a las personas, es idiota, se dijo, lo difícil es alcanzarlas en la primera luz de su infancia, en la que han sido crueles por primera vez. El asesinato es la carnada astuta de un dios oscuro que sirve para disimular el verdadero naufragio, que puede acontecer en una playa solitaria o en un resplandor grisáceo que se pierde en unos dientes ennegrecidos, en la fatiga cotidiana donde descansan hasta no dejar huella el veneno y el crimen.
Todo lo había planeado, estudiado, escrutado y cuando estaba a punto de declararse vencido, dispuesto para escuchar la risa interminable de esos antiguos espectadores - donde, para que la cosa se agrave, se escurren algunos aplausos que luego desencadenan la algarabía general ante su magistral fracaso -, surgió en un silbido de viento ese olor de algas, esa franca y espesa podredumbre que podía ser fértil para cada uno de sus anteriores actos.
Ya ninguna mujer lo vería como un animal al acecho al ver sus rasgos contritos, con una tristeza que ninguna podría conjurar ya que ellas eran la causa de un oprobio que no era humillación ni embriaguez.
La mujer hablaba más por las espaldas que por la boca. Las únicas impresiones que registraba venían de esas viejas heridas que fue sufriendo a lo largo de los años, a medida que, a cada otoño, iban transfigurándose en otras tantas escenas, con otras fibras, cenizas grises y tibias hasta que todo se presentaba en términos lógicos: la etimología de la palabra guerra, pensó, es confusión y él se movía con habilidad en ese rompecabezas, trabajando a veces las escenas hasta llevarlas como un director a las plásticas modulaciones de lo teatral, como quien nunca podría identificarse a los objetos de su compasión, y no podía aseverarse de que ella, austera y circunspecta, pero solapadamente enfática en cada paso, surgida de ese montón de piedras y desechos, fuera una de esas pícaras bromistas de ceño nunca fruncido, conocidas en una iniciación vivida como suplicio.
Era inútil seguir pensando. Ella apuraba el paso. Sus piernas le pesaban como medallones. La imaginó fría, despiadada, con cierta mueca en el centro del silencio grávido. Sin embargo, ella se detuvo, comprendiendo, acaso, su momentánea parálisis, porque ante la posibilidad de volver a alcanzarla sus miembros otra vez cobraron vida, la sangre volvió a circular, habitado ahora por un brío primaveral, como el polvo de un ladrillo en el dorado aire del otoño sin nitidez, ensombrecida premonición de ojos glaucos tendidos hacia la línea convergente y pensó en encararla, pasar por delante de ella y volver sobre sus ancas, como quien en un sueño gira la cabeza suavemente de su almohada, y abordarla con valor, con otro espíritu al del fénix de los otros encuentros cenicientos que se disparaban como menudos perdigones, apilándose en montones de pajabrava.
Y la miró con el aire lejano, curioso, donde no suenan, pero cosquillean las campanas; el aire cordial de quien pregunta una dirección o el nombre de una calle, aunque la cadencia final de sus palabras para su desagrado tuvo algo de ruego.
-¿Se puede saber lo que quiere?- dijo ella, sin vacilar, invadida por una luz menuda.
Le pareció escuchar un lejano gemido en la noche que lo hizo titubear. Vio que su rostro límpido a pesar de de tantas cremas, de grandes pupilas, emergía franco hacia él con algo de ingenuidad encantadora.
-Yo no quería molestarla. Escuché algo así como un grito. Le pido disculpas, a mí me dan miedo otras cosas.
Se irritó menos por haber dicho eso que por la estúpida jerigonza de un modo de hablar que evocaba su íntimo dilema y lo mostraba tan timorato. Estuvo a punto de pronunciar la palabra celeridad, no sabía para qué. Pero todo esto a ella le resultó gracioso. Soy yo, le dijo ella, displicente, la que debería tener miedo a estas horas.
Lo miró con la expresión que se otorga a una simpática extravagancia. El estuvo a punto de volverse. Por primera vez quiso huir, hundirse en las profundidades de un espejo donde entre miles de reflejos se perpetuaba una misma imagen congelada.
Ella dio un paso hacia él: en estos tiempos nadie sigue a una mujer por la calle, salvo para asaltarla o cosas peores, dijo, con sorna contenida: ¿usted se propone eso?- insistió.
-No, por favor, señora - balbuceó y buscó en el rostro de la mujer ese miedo ancestral y fluctuante que oscureciera esas grandes pupilas o las mostrara en tensión.
-Señorita - lo corrigió la mujer -: ¿acaso le parezco vieja?
-No, usted es un bombón - dijo, sorprendido por esa salida.
-No puede ser - se rió la mujer -: en mi vida me han dicho eso.
Ella esperaba algo, no seguía caminando; el olor de algas crecía junto al del esmalte de sus manos bien acicaladas y al reflejo de sus varias alhajas. El creyó que ya no podría decir otra palabra.
Desde las acequias, se oyó un salpicar de aguas. Varios olores rancios se le hicieron manifiestos; los buscaba como una hogaza para conjurar el de las algas, pero sólo memoró otro olor, el de avellana, que conoció al bajar de la estación. Ella esperaba algo de él: su sonrisa era cada vez más franca, lo cual redoblaba el desafío que ella significaba por la inocencia con la que coexistía.
Ella no quería burlarse de él, y para su sorpresa, eso lo ofendía mucho más, penetraba en su piel como un venenoso retoño que no sabía en qué podía germinar.
No quiso darse la posibilidad de un acto:- con ella no, se dijo, esta vez no, por favor - y se hubiera encomendado a Dios, pero para él sólo cabía esa divinidad oscura, enmascarada con los atributos de un padre protector era la máxima responsable de todo. Se quedó ante ella inmóvil, evitando a duras penas el gesto de taparse el rostro de mejillas hinchadas.
-Vos, dijo la mujer, te parecés a un amigo que quise mucho y que ahora está en Europa. Si querés, podés acompañarme hasta mi casa – el tono de ella cambió, como si fuera el de una telefonista.
Y como si nada, retomó sus pasos, cada vez más ligeros, no supo si para alejarse de él o para ir hasta su domicilio, donde probablemente lo invitaría a pasar, tratándolo con un hombre cualquiera, aun si ya debería haberse dado cuenta de que él no iba a sumarse a sus conquistas. Sus pasos eran ligeros, cada vez más entonados, como si se posaran en una hierba pareja y pudieran danzar a cada momento, pero no iban en línea recta hacia los grandes edificios, doblaban por una calle, tomando por un sendero sin grava ni hojas, semejante a donde la había visto por primera vez, si con ella había esa vez primera, eludiendo con un salto los canteros de césped, hasta dar en unos tramos de tierra de una casa en construcción, luego del cual, tras esa imagen de desierto se extienden parejas y coloridas veredas, pequeños jardines que llegaban a un paredón alto y blanco, con verdes oscuros por la abundancia de retamas, malvones y madreselvas hasta perderse otra vez en la sombra de pabellón que ahora oblicuamente venía de los grandes edificios, hacia el que ascendían como anillos los cables de la luz.
El estuvo a punto de decirle: viven como hormigas, pero lo que le salió otra cosa: no hay nadie en la calle. Estamos nosotros, dijo ella, siempre irónica, haciendo un gesto nunca visto de “ sígame”, como si ella llevara las riendas, controlase todo, apurando el paso no para huir de él sino para sumirlo en el vértigo, hasta que fue aminorando el paso, se tocó los zapatos de altos tacones; había sentido una molestia en su pie. Ella giró la cabeza hacia él, y susurró: “me duele un poco”, como para que el la tocara y sostuviera y bajando la voz, casi susurrando un secreto le preguntaba por qué no caminaba junto a ella.
-Usted camina muy rápido - dijo con un temblor en su voz y dando un paso atrás.
-No, es usted el que va lento.
Ahora su paso se pobló de armonía al resarcirse, mostrándole la espalda con un gesto provocativo que conocía de memoria en las películas. La seguía con el ritmo de su respiración ahogada poco a poco por ese aroma pútrido de algas que de pronto se volvían perfume y su corazón estaba agitado por un latido, único, el del tiempo detenido, y descubrió en un resplandor rojizo que todo eso iba volviendo más afable, hacía de ellos la noche.
El se sentía andar por una niebla repulsiva. No se preocupó de que ellas no fueran nombradas por torpes y chistados pronombres, y sí de que él fuera el mismo, y tuviera que dar cada paso no como el cazador que va tras la presa, con calculada actitud predatoria, sino como la bestia que es impulsada por un rebenque. Cada cosa en esta tierra se aferraba celosamente a su lugar. Una mujer caminando siempre le resultó la cosa menos asible del universo. ¿Por qué de tan poca materia nacía tanta vida, tanto dolor? Era algo demasiado gratuito, insultante como para soportarlo. Y ella flotaba más que caminaba y era la primera que lo invitaba a seguirlo. Una mujer que recordaba a alguien parecido a él mismo. No pudo evitar preguntarle:
- ¿Y qué tan parecido a mí es su amigo, el que está en Europa?
-No sé - dijo ella sin volverse - : a vos no te conozco. Pero los dos son mi tipo de hombre.
“Hombre”, esa palabra sonó cuando la noche dejaba de ser un manto oscuro que con indiferencia aceptaba sus pasos lastimeros. Lo llamaba así con la misma facilidad con la cual las golondrinas sacuden su pico mojado y se dijo que el hombre era el ser que podía elevar a la mujer a su condición de tal, pero no al revés. Había en su frente una gota de sudor que pudo caer en un rosal sujetado con un alambre donde las flores exánimes tenían el color de la carne penetrada por clavos oxidados. Apuró sus pasos, otra vez estaba próximo a ella; antes la había sobrepasado, pero eso no significaba para nada que ha hubiera alcanzado. Ahí estaba: esta vez podía hacerlo, pero porque ella quería, y tal es así que no estaba enterada para nada de su condición de presa. Más que absurdo era ofensivo que la presa, él, siguiera aplicadamente a su diana cazadora.
Con suave plasticidad se volvió hacia él, que se adecuaba a su lugar indefenso, con la fingida modestia del ave que se estremece cuando se le roza el ala. Ella ya no cuidaba las formas y venía hacia él como quien se sabe vencedora, con un renovado desafío:
¿De qué tenés miedo, tonto?- lo miró con los ojos fijos, desplegados en un círculo de sombra verde oscuro.
También vio asomarse sus pechos y no quiso pensar que de ahí procediese el olor de las algas. Vio desplegarse en figuras a sus labios apretados. Ella acariciaba las palabras:
¿Tanto miedo tenés de una mujer?- le espetó y él sintió que le escupía en el rostro.
Y luego de un jadeo, esbozó una sonrisa más despareja que las anteriores. No sabía que significaba, acaso, que el olor de las algas no era sino el de su sexo.
-Miedo, no es eso lo que tengo - dijo, reconociendo que ella podía dominarlo, hacer lo que quisiera con él, mientras lo tuviese de frente.
Eso suponía un cambio violento de condiciones.
El sabía todo de las mujeres siempre que las tuviese de espaldas. Nunca antes otra lo había hecho balbucear. Apenas hubo palabras entre ellos. Tuvo la impresión de que toda su nostalgia era amenazada de un golpe y se preguntó qué podía quedar de él de extraviarse de su dilema en esas calles agobiadas de grises turbios y resplandores de furtivas chafalonías.
Sucedía que la noche era de ellos. El tic tac de su reloj de luz era un eco lejano. Lo único que escuchaba era el latido de su corazón. El de ella tenía el mismo ritmo que el suyo, pero lo recorría un escalofrío cuando balanceaba su cartera, sus pestañas danzaban y toda ella se resumía en un punzante color de esmalte transfigurado a gusto de quien la mirase.
Obviamente no le interesaba inquirir en su enigma.
Para ella, él era un hombre más. Tal vez se interesaba en él por el recuerdo de su amigo ausente. Estuvo a punto de preguntarle su nombre. Lo irritaba que ella lo tratase como si en el universo no hubiera cosa enigmática. Ella se mostraba plástica y divertida; reía donde las otras sentían terror; se frotaba las manos con crujidos secos. Al tratarlo como una conquista suya, injuriaba toda su vida anterior
-Usted - se atrevió, solícito - se considera un ser superior...
-Usted...usted y usted - la mujer repitió cada vez más irónica ese comienzo de frase, con una voz aniñada, como si hiciera juegos de palabras y finalmente concluyó, más decepcionada que hostil: así no vamos a llegar a nada. No sé para qué me puse a hablar con vos. Vi que me seguías y nunca ibas a acercarte, por miedo. Mi amigo, Carlos, no tiene miedo. Pero qué parecidos que son: el está metido en política, vos no creo, pero estás detrás de una gran causa - ella quiso dar un sentido irónico a la frase, dio un gran suspiro que no supo si era de fatiga o de alivio.
-Usted - volvió a reiterar con un temblor en el espinazo, hurgando un perdido acento que lo explicara, ahogándose en su turbación -: tiene que entende …no se da cuenta de nada.
-Si, me doy cuenta del día que me tocó. Trabajo en un boliche. Sirvo copas. Pocas veces llego a acostarme con alguien, tiene que gustarme mucho, si no digo que no. Igual cobro caro, esto vale - ella se pasó las manos por las puntas de los pezones, sin tocarlos. Y a la noche me encuentro con un tipo que me sigue, me recuerda al hombre de mi vida, y me trata de usted y usted. Te lo digo rápido, pensaba invitarte a mi casa. Pero no quiero forzarte a nada. Vos debés ser virgen...algo muy jodido te pasó, ¿no es cierto?
Miró, hierático, las líneas de sus venas, temeroso de que la mujer le hubiera inyectado algo.
En otoño - dijo por decir - todo me resulta difícil.
¿No ves?-: sos demasiado tonto para una mujer como yo. ¿Qué es lo que querés de mí?- la voz de ella trataba de puntualizar cierta ternura para que pudiera captarla. El la sentía arrolladora. Iba a decir: seguirla, alcanzarla, pero se calló. Ella hablaba con desnudez, como si ensayara cuentos para una fiesta infantil que disimulaban un sarcasmo.
-Si querés podemos hablar. Vos contás lo que te pasa en detalle, tomamos un buen vino, tengo algo de comer. Después podemos hacer otras cosas, gratis por supuesto. Me gusta que seas así, tan delicado, pero no exageres tanto.
-Hablar - casi susurró él, como si eso lo situara al borde de la confesión
-Hablar y hablar. Todo el día estoy escuchando idioteces. Mejor dicho: a la noche. Ya deben ser las tres. Estoy bastante mareada...tomé un poco de blanca por joder.
Ya era tarde para que pudiese engañarlo. Hablar, es una forma de perder el miedo después de todo, seguía la mujer, con una risita aguda que le cosquilleaba el pecho, próxima a la carcajada y volviéndose más grácil y etérea al retomar el paso. Debía ser un método infalible para la mayoría de sus clientes. Conmigo no resultará, se prometió, y miró su cartera, pensando arrebatársela y salir disparando para que lo tomase por un ladrón. Pero no podía robar, y menos a una mujer como ella, a quien sólo podría amar después de haber asesinado. De haber sido ladrón, habría robado en una joyería el mejor reloj para ofrendárselo. Eso era inútil: siempre habría otros relojes y el tic tac del de su mesa seguiría arrastrando sus agujas. Contradecía lo que informaban sus espaldas con un desparpajo cercano a la desfachatez. Esto significaba otro golpe: creía tener a tiro a las mujeres al estudiar sus pasos y sus espaldas. Ella no era para nada la mujer nocturna, lívida y de párpados melancólicos que había imaginado. Negociaba con el amor y las debilidades de los hombres. Y parecía drogada. Ella era en cierto modo peor que él: nunca podría igualar la serie interminable de sus pequeños asesinatos. El no era quién para juzgarla. Pero no sería una de sus presas. Ella sería la presa y no por una cuestión personal. Una divinidad oscura había dispuesto así las piezas. Pero en ese momento se mostraba impotente para cualquier tipo de acción y volvió sobre su nostalgia, esos tan idénticos amaneceres, esos viajes que hacía con actitud de sonámbulo, bajándose a azar en cualquier estación, buscando calles donde los párpados no pesan, abriendo sus ojos furtivos entre ocres lamparones, evitando mirar a esos sórdidos cupidos a punto de descolgarse de la casa abandonada como una deyección contenida en la piedra.
- Es tarde -: usted sabía la hora, ¿pero no tenían cambiada la hora los relojes de la estación?- le expresó, esta vez tratando de darle alcance con el sonido de su voz.
¿A quién diablos le importa la hora en esta noche?- ella hablaba como dirigiéndose al aire de la noche. Faltó que añadiese: la noche es nuestra. Pero, en cambio, dijo: vos, sos de no creer. Estoy cansada, cansada...
El se dio cuenta de que todo había vuelto al punto de partida, como el expedicionario que cae al precipicio y empieza otra vez su busca con entusiasmo: tantas pistas falsas anuncian que la verdadera se aproxima. Seguramente los relojes ahora estarían dando la hora con exactitud, anulando a ese insecto atrapado y rebelde que debía haberlos desviado. A partir de eso, eran innecesarias las palabras.
El no era un putañero de mitad de semana. Ella se daba cuenta de eso. El hubiera querido dejarla ir, pero le quedaba sólo un instante, como surgido desde el fondo de un zanjón, en el cual la noche era de ellos y ninguno de los dos tenía derecho a robarla. El no le tomaría la cartera, pero que ella no lo despojara de esa noche única, donde una mujer lo había deseado y hasta lo había hecho desear a través de ese marino olor de algas, repugnante pero que lo hacía presa de un raro hechizo que crecía como una hierba en la potestad del otoño como una piel porosa y verde mate hasta jaquear el corazón de su dilema.
La mujer dijo algo picante que no entendió, tanta era su sangre fría ante esos ojos de párpados alzados, que no había querido indagar por temor a quedar atrapado en sus caídas y balanceos.
-Usted - se dirigía a ella, pero en realidad lo hacía consigo -, perdió la oportunidad de hablar conmigo. Es una desconocida, así que no voy a confiarle nada. Nunca debió invitarme a su casa, no sabe nada quién soy y en lo que puedo llegar a ser. No me conoce, nadie me conoce. ¿Nunca, se la pasó por la cabeza, que podía haberla seguido para hacerle daño, o, como usted misma dijo, porque no puedo alcanzarla? Y ahora me dice que está cansada.
Ella estuvo a punto de volverse, pero esta vez algo la paralizó. Vio algo en sus ojos, una sombra chinesca. Se había dado cuenta de algo y comenzaba a darle vueltas. El la había ayudado, le dio todas las pistas posibles, nunca fue tan locuaz con una mujer, en homenaje, acaso, de ese olor de algas que ya se había vuelto empalagoso en sus narices.
A ella no le faltaba valor para escapar: hubiera corrido de permitírselo sus piernas, cuyo color parecía envolverse en la zona más delicada, flotar en una cofia nocturna. El no dejaba de admirarla, de imaginarla en los brazos de otros hombres que la cedían, mientras él esperaba para hacerle la ofrenda de unas flores que prevalecieran sobre el aroma de algas y ella aceptaba con una ancha sonrisa despectiva. Pensó: rosas rociadas de lágrimas. La hubiera seguido hasta un confín de turbulencias acuáticas, porque era inútil tratarla, contarle ese dilema del cual era parte y arte principal.
Ella lo había homenajeado con la fineza de su porte y la agudeza provocadora de sus palabras, con la hechizada y falsa timidez que brotaba de sus marcados labios y entonces se impusieron unas pupilas en medio de la noche, abrieron la visión de un sol entre muchos soles, muertos a causa de tantos seres como ella cuya suma era siembra de plagas futuras.
La presa más preciosa es aquella que en toda la contienda ha hecho las veces de cazadora. Iban casi al mismo paso. Reinaba el mutismo.
Ella intentaba infructuosamente retomar su anterior sonrisa burlona. Sus dientes acusaban la necesidad de morder un trapo tibio para dejar de temblar. No, se convenció, ella no espera un robo vulgar o un sórdido crimen; quiere un ultraje, pero con un carácter de bello ritual, que ponga de manifiesto la sordidez en que vive y toda la miseria universal.
Notó que el olor intenso de algas se disipaba y que su respiración invadía, conquistaba la noche por el filo de la acera.
De pronto advirtió que ella jadeaba a su ritmo, y pensó que la había alcanzado. Su cuerpo ganaba elasticidad. La respiración de ambos cobraba un ritmo creciente y anónimo. Ahora había aroma de jazmín, pero era algo más memorado que aspirado. Hubiera querido, antes, contarle dónde trabajaba: le habría mentido para que le prestara atención, en un último recurso para atraerla y, en cierto modo, salvarla: le diría, por ejemplo, que era un vendedor de juguetes y cuánto los chicos lo querían. Que les contaba a veces historias fantásticas, pero nunca cuentos de terror, porque no le gustaba asustar a inocentes.
Ahora, que la tenía bien de espaldas, imaginó que los ojos de ella había extraviado ese fulgor glauco en tensión de primavera y el esmalte se deslizaba por sus párpados, la tornaba una figura amancebada en un mustio cañaveral.
Estaban en el centro mismo de ese “otoño sin nitidez”, al que sucedía una orgía de hojas, más intensa que la diáfana primavera según el capricho de un poeta.
Ya no haría ningún esfuerzo por volver a hablarle, detenerla.
La infancia ancestral, pensó, la rapsodia de los pasos y la celeridad, esa mujer, la calle larga y longeva y un magro, atiplado litigio en la noche que se va cerrando entre chistidos, ecos que caían como una vajilla de plata en una línea de convergencia en cuyas salientes informes, había dos identidades lejanas, saetas desconfiadas, próximas e indiferentes desde el comienzo de los tiempos, donde la tierra, imaginó, estaba poblada por selvas acuáticas de algas.
Ella volvió su rostro, suspendiendo un mechón en el aire, como si lo extendiera a un escultor y vio sus párpados empinados que pasaban inadvertidos, ante su boca que casi rugió como una fiera: hijo de puta, sos un hijo de puta - dijo y se echó a correr todo lo que pudo. Era demasiado tarde, porque cuanto más rápido fuera, no haría sino retroceder a él, que ya no podría alcanzarla, pero si llegar a romperle la espalda de un solo golpe.
Supo de su aliento genuino y del temple que la sostenía; la admiró por su valor. Estaba exhausta y seguía corriendo. Ni una voz, un gorgoteo en los bodegones sombríos. Otra vez giró hacia él: vio su delicado bigote rubio y acaso buscó una semejanza con su lejano amigo; después, algo la molestó al ver su cara de pescado, y repitió su insulto con un odio más fingido que experimentado. Ella no encontraba argumentos para resistirlo. El tenía esos argumentos y se los repetía para contenerse. Ella había ido desestimando los poderes que fue adquiriendo sobre él. Nunca advirtió que le había ganado la partida y esa era su derrota porque él no había movido ninguna pieza todavía. Eso reveló su personalidad grotesca, tan vacua que deseaba que todo fuera un juego, por eso soltó una carcajada en vez del esperado grito de socorro.
Nunca ninguna otra se había reído así. Se juró que su cuchillo entraría en su cuerpo sin causarle ningún dolor. Con el tiempo, había perfeccionado ese arte. Una sola estocada, seca y precisa, basta para enviar a mejor mundo a otro ser, sin sufrimiento. El cuchillo tan blanco como su cuello. Finalmente, ella, esta vez lo miró como lo hicieron tantas otras: con una aquiescencia condolida. Había estado disfrutando demasiado con el suspenso de la persecución. Se estaba extralimitando. El cumplía un mandato que no iba a tomarse el trabajo de explicar a los mortales. Se hizo un silencio. Se oyó el sonido de un extractor. Hubo cierta contraposición instantánea: se dio cuenta de que el dominaba ese mutismo parasitario.
De hablar de filosofía, él le habría enunciado la única conclusión de un dilema renovado a través de los otoños: que estábamos en una época donde no interesaba a nada ni a nadie la vida que uno pudiera haber vivido y sí la clase de muerte con que culminaba una existencia.
Ella ahora había perdido un zapato, arrastraba los pies, tal vez lamentando fumar mucho, porque eso atentaba contra su rapidez y trabajar hasta tan tarde y no prever que un loco podía estarla esperando en esta zona deshabitada.
Lo que no podía entender fue como ella, una mujer de la noche, experimentada al parecer, no se dio cuenta de que él era un hombre poco apto para interesarse sexualmente con las mujeres, tal vez porque a ellas les atrae más el que es indiferente, quieren convertirlo a ese único poder que llevan en sus entrañas.
Tal vez la semejanza con su amigo europeo, el hombre de su vida según ella, le hizo perder perspectiva. La confundió. No tenía ningún toque galante, de picardía o de humor con las mujeres, y había sido invitado por esta belleza a compartir su lecho. Pese a tantas burlas, era un conquistador, alguien que había sitiado como una fortaleza al pronombre “ella”, un bastión que una vez tomado volvía a revelarse inexpugnable en tanto ninguna se sentía aludida por esa palabra que los hombres quemaban en un frío atardecer como amarillas hojas en el regazo del otoño, mirando el cuerpo de una mujer como un cardenal muerto en un jardín desolado. No, no las odiaba. Las adoraba como un oficiante que satisface los dictados de una divinidad oscura, a la que a veces hubiera querido matar de un escopetazo, porque era siempre excusada de los crímenes que propicia entre los hombres.
Entonces ella se tropezó y cayó al suelo. El se detuvo. La esperó. Ella alzó los ojos. Si se quedaba ahí, quieta, tendría que retroceder, especialmente si lo miraba fijo a los ojos. Pero ni bien se recuperó, volvió a correr, tambaleándose por la creciente falta de aire, desaliñada, cayéndose, volviéndose a levantar y escuchando tras de sí sus amartillados pasos.
El contempló las formas de su vestido, volátil, extendiéndose a una región donde las formas son talladas por un orfebre que ha dispuesto una divinidad oscura, cada vez más miserable y necesitada de presas, que exige a cada otoño un homenaje que hacía a pesar de sí, como una pesca indolente. Pero esta vez era algo personal, una cosa suya y tuvo que contenerse para no estrangularla porque eso suponía mayor proximidad. No supo si desistió por elegancia, o porque temió al inclinarla y apretarle el cuello encontrarse con una mueca lúbrica e idiota. Supo que iba de una vez por todas a alcanzarla y a diferencia de las otras repetirse otoño tras otoño cuánto la amaba, entre rosas rociadas de lágrimas.
Ella volvió a insultarlo: no era como las otras, lo odiaba vivamente. Se quejó de un calambre que afectaba a sus piernas. Trastabillaba. Quiso hacerle entender que la coquetería podía ser otra forma de ultrajar a la gente. Tenía que matarla porque cualquiera fuera el desenlace de los términos del dilema su acto sería el mismo.
Ella espoleaba sus talones, como disfrutando previamente la agonía y por eso la pensó como una yegua rencorosa y herida, o una tortuga que aplastaba su cabeza contra el caparazón, con su cola por fin extendida, escamosa y erizada de púas.
A una inocente tortuga marina se la mataba con varios disparos de escopeta.
Ella, en cambio, conocería la mano de un especialista. Ella no ignoraba que la justicia, dios, alguien, los hombres, todos, no se interesaban en sus pequeños crímenes ni mucho menos, en la precaria justicia que recibían. Cuando vio su carne tras su blusa blanca y mojada de sudor, el falso oro cincelado de una baratija, supo que ella también era todas las otras. Le ofrecía su espalda sin vacilar, como para negarle para siempre la clave del dilema, al cual como ninguna lo había aproximado, pero para marcar más todavía la distancia insalvable, que el había aprendido a taladrar en sus perpetuas caminatas.
Ella se aproximó como ninguna a su salvación, para redoblar su condena.
Igualmente lo insultaba, lloraba, intentó un ruego cuando su mano aferró el vestido como si la acariciara. Era vano. Nada iban a hacer por ella esos cupidos sórdidos que mostraba una casa abandonada, entre sogas desgastadas de roble y laurel, ni que le preguntara si no creía en Dios, pidiéndole que tenga piedad, porque ya era tarde para las vísperas, misas y los sermones, limosnas o las siete obras de la misericordia. Nada era de esperar de unos habitantes que no daban señas de estar vivos o muertos, tal vez estuvieran en una situación peor que la suya, pudriéndose de modo más cruel con el hambre o las plagas del agua contaminada y los otros contemplaban esa escena como un espectáculo habitual, entre tímidos y cordiales.
Ella no tenía guión ni lucidez para justificar todas sus burlas y seducciones, esas risas que desafiaban el criadero de pánico en que se había convertido la calle y hablaban de un triunfo que hacía sonrojar a la criatura a punto de ser triturada bajo tenues luces de neón que flotan como velas, y ya que faltaba un paso, dos, tres, y sin perder la compostura la noche enrojecería en un instante de otoño, para ser de ninguno y plena.
1 comentario:
Caminas,sigues,cortas.Entras en vos mismo sin despoblar el mundo. Dilema de las estaciones. Otoño.Olor a algas y aguas oscuras,Ella de espaldas.
También lo etereo,¿animal.Tu gesto, tu acto,eficaz.
Entre x e y hay una distancia que aún...
Claudia
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