sábado, 10 de marzo de 2012

En memoria de David. Por Noemí Ulla.




Diferí las más de las veces con las posiciones políticas de David Viñas y mi lectura de la historia argentina está más próxima un Halperin Donghi o a un Juan José Sebreli para hablar de los de su generación. Viñas fue un novelista excepcional. Recuerdo que en una Feria del libro me burlé del Premio Nobel que le dieron a un escritor esquemático como Saramago diciendo que Viñas lo merecía mucho más. Dijo cosas que me parecieron insostenibles y lo señalé, casi todas giraban sobre la teoría de la dependencia y el imperialismo que suponen que los países periféricos son víctimas de los países centrales más que de sus corruptas burguesías y que derivaba en un apoyo a la revolución cubana que ya en los setenta estaba en manos de la Seguridad del Estado que asesinó a muchos Marianos Ferreyras. Le sustrajo un aura de inmortalidad a muchos nombres propios, objetos de una oratoria petrificada. La cultura es un antidestino y no necesariamente una fatalidad. Le reconozco como persona el nunca haber participado en los tejes y manejes, en las actitudes o patoteras que fueron poco a poco haciendo de la cultura argentina un sistema de servidumbre voluntaria que está en función no ya de lo políticamente correcto sino de lo abyecto políticamente. La integridad en este contexto no es poca cosa. Noemí Ulla, la autora de esa joya inolvidable llamada El Ramito, lo recuerda emotivamente en esta nota donde relata el encuentro entre Viñas y Bioy Casares, difícil de imaginar en la más exasperada de las imaginaciones.
Luis Thonis

En Memoria de David
Por Noemí Ullla
Conocí a David Viñas cuando llegó de Buenos Aires a la ciudad de Rosario para dictar la cátedra de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional del Litoral. Fui una de las estudiantes que asistían a sus clases, las que fueron para nosotros una especie de deslumbramiento. No coincidía con el estilo académico de otros profesores: su palabra era tan viva que necesitaba expresar con el cuerpo, como un verdadero actor, lo que manifestaba con la voz. Nos habló de Jean Paul Sartre y de la impronta de su pensamiento, siendo el primer docente de la casa que se refirió al existencialismo por aquellos días. Con tono afirmativo el joven profesor trasmitía su perspectiva crítica de la literatura, a veces con voz cálida o rigurosa, según lo que fuera desarrollando, en aquellas aulas de la Facultad cuyo decano era entonces Tulio Halperín Donghi. Una vez, dictando clase en el Instituto de Letras recién inaugurado en la planta baja del edificio de la calle Entre Ríos, para expresar mejor lo que afirmaba, dramatizó escondiéndose detrás de una biblioteca del fondo de la sala mientras con voz más baja decía algo y salía después detrás de la misma biblioteca con la movilidad propia de un mimo y así terminó de sellar su elocución.Por esos años de Rosario yo pertenecía al grupo del Ehret. Así se llamaba el restaurante donde nos reuníamos hasta el amanecer un grupo de jóvenes estudiantes que escribíamos poesía y discutíamos sobre política y literatura: Aldo Oliva, Rafael Ielpi, Rubén Sevlever, Carlos Saltzmann, Aldo Beccari, Alberto Brescó, Daniel Wagner, graduado en filosofía, Juan José Saer y Hugo Gola cuando estos últimos bajaban desde Santa Fe. Aunque se hizo amigo nuestro, David no solía encontrarse con el grupo, sino con algunos de nosotros. Leíamos sus novelas, pero de todas, la que aprecié mucho más fue Los dueños de la tierra, si bien varios años más tarde dediqué un estudio a su único libro de cuentos, Las malas costumbres, por juzgarlo insoslayable. Solía ir a mi casa de la calle Moreno en Rosario, donde mi madre lo recibió con agrado. Digamos al pasar que mi madre era colega de las fundadoras de la Escuela Serena con su innovadora y revolucionaria metodología, las educadoras Olga y Leticia Cossettini. Algunas veces compartíamos el almuerzo y un rasgo para mí sorprendente del todavía distante profesor, fue la mirada de ternura y las palabras con que descubrió la belleza y la gracia infantil de mis sobrinos pequeños, Enrique y Gustavo. Así nuestra amistad fue creciendo. En oportunidades acompañó a un grupo de amigos a bailar tangos y milongas a lugares modestos, a veces lejos del centro de la ciudad, donde exhibió también sus cortes y quebradas. A propósito del tema, en el campo de la sociología de la literatura, tanto me animó con la necesidad de elaborar un trabajo sobre las letras de tango que me decidí a presentar un proyecto de investigación en la Facultad de Rosario. Ya casi concluido el ensayo, recibí la invitación por escrito de la editorial Jorge Álvarez para conversar sobre la posibilidad de publicarlo. No puedo decir cuánto me emocionó recibir esa nota. David les había hablado de mi trabajo, y así se concretó la primera edición del libro. Este ensayo, que se llamó Tango, rebelión y nostalgia fue el fruto de una investigación que en principio se trató de una recopilación de letras de tango que realizábamos un grupo de amigos del Ehret: Rafael Oscar Ielpi, Daniel Wagner, María Pía Alessio y yo. Ellos me acompañaban a la casa de un coleccionista de tango que poseía no sólo partituras, sino discos y por nada del mundo, como buen coleccionista, habría prestado esos tesoros que acumulaba ordenadamente. Lo curioso del caso fue que después de meses de trabajar en esa casa de don Rosauro Vera -así se llamaba este señor-, yendo una vez por semana, cada sábado o domingo el grupo que religiosamente tomaba copia de las letras de los tangos, cambió de idea y no estuvo dispuesto a trabajar sobre el tema. Uno a uno, por distintas razones, se fueron replegando, de modo que quedé sola con todo ese material que ellos me habían ayudado a compilar y debí enfrentar la investigación sola. De manera que presenté, previo acuerdo, el proyecto de investigación en la Facultad que antes había pensado como un trabajo en equipo y tuvo una resolución positiva.Cuando David dejó Rosario, ocupó la cátedra de Literatura Argentina el ensayista Adolfo Prieto, con quien trabajé unos años en el Instituto de Letras y quien me trasmitió también la solidez de su especialidad y el rigor de sus conocimientos. Con David participaban de una visión semejante de la crítica y eran compañeros en la revista Contorno. Yo solía visitar a David en mis viajes a Buenos Aires y en diálogos siempre estimulantes, se estrechaba más la amistad. Intelectual más generoso en trasmitir ideas no he conocido, se brindaba con naturalidad y atendía especialmente los proyectos de los otros, mis comienzos en la narrativa, en largas sobremesas donde comentaba distintos trucos y modos de armar sus novelas. Recuerdo que habiendo conocido mi primera novela, Los que esperan el alba, que había obtenido el primer premio en la Dirección de Cultura de Santa Fe, con el jurado que integraron Augusto Roa Bastos, Bernardo Verbitzky y Carlos Carlino, David me sugirió que la ofreciera a la editorial Jorge Alvarez, observando que bajo el sello oficial de la Provincia de Santa Fe no tendría mayor difusión, pero yo, insegura del valor de esa novela, le dije que no me parecía indicado y me quedé con la única publicación realizada en Santa Fe. Este fue un prurito que inició, en cierto modo, mi silencio mediático dentro de la narrativa que se leía en la capital y que David, muy rápida y certeramente, había advertido para favorecerme. Tampoco se molestó por mi negativa. David no solía insistir para convencer a una de algo. Sólo decía “pensalo”. Otras veces “Son unos mangos, Quita, digo…”.Tenía un gran humor y una manera de observar las particularidades de la gente con mucha gracia y propiedad. Sabía escuchar, ese hábito tan difícil David lo poseía, sabía escuchar al otro con especial atención, en su modo de asentir o de no estar de acuerdo revelaba tener muy en cuenta al interlocutor.Años más tarde me trasladé a Buenos Aires, pero nunca dejamos de vernos, hasta que debió elegir el destierro después del último golpe militar. Yo esperaba las cartas que escribía desde Madrid, ansiosa de saber cómo lo estaba pasando y conociendo las intenciones mías de exiliarme, me decía que sería difícil abrirse camino allá, cuando ya muerto Franco los intelectuales, escritores y hombres de la cultura querían retornar de su exilio aspirando a alcanzar el lugar que les correspondía. No obstante, me sugirió que valía la pena intentar el traslado. No quise dejar a mi familia por segunda vez. Después de haber sufrido la pérdida de nuestro padre, obligaría a mi madre y hermanas a un nuevo alejamiento, ya que había abandonado Rosario para venir a esta ciudad. Tampoco pude nunca reunir el dinero para el viaje.Al comienzo de la dictadura militar, en uno de sus viajes a la Argentina, recibí la visita de David en la calle French donde yo vivía. Cuando lo ví, lo miré aterrada preguntándole si tenía conciencia del peligro a que se exponía, incitándolo a abandonar de inmediato el país. Él parecía no darse cuenta de la gravedad de su situación. Quería ver a los amigos, compartir de algún modo en sigilosas conversaciones, donde la alegría de vernos se mezclaba a la angustia que padecíamos, el horror que nos dominaba.Con la democracia David volvió a Buenos Aires, dispuesto a reintegrarse a la docencia universitaria y en un concurso académico lo oí defenderse de las observaciones de uno de los jurados que le objetaba carecer de teorías más sólidas. David respondió con firmeza y vehemencia en una respuesta de irrefutable brillantez, deshaciendo así las injustas y torpes objeciones.Dirigió el Instituto de Literatura Argentina abriendo las puertas a todos, sin exclusiones. En una oportunidad me ofreció el cargo de Secretaria Académica de ese Instituto, pero no acepté. No me atraía ese trabajo y tampoco se malquistó conmigo por eso. Años más tarde me invitó a dictar una clase sobre Lucio V. Mansilla en su cátedra de Literatura Argentina en la UBA, al finalizarla se mostró sumamente complacido y con una de esas frases suyas de lo más contundentes, me manifestó su aprobación. Fue para mí una gran satisfacción y todavía suelo encontrar a algunas personas, estudiantes en ese tiempo, que asistieron a aquella clase que di sobre Una excursión a los indios ranqueles que la recuerdan muy bien y que me dicen lo importante que fue para ellos conocerme. Debo reconocer que el gesto de David fue como una reparación a algunas actitudes contrarias que él había percibido muy bien y que en alguna medida se relacionaban con mi acercamiento a Borges, escritor en aquel tiempo bastante censurado. Pocos años después, conociendo mi amistad con los Bioy, me pidió que hablara con Bioy Casares para tener una conversación con él. Que fuera David quien me lo solicitara, se trataba de algo muy especial. Bioy quedó bastante extrañado con mi pedido y David, por su parte, quiso que lo acompañara. Pensé que los dos escritores, en algún momento antagónicos, merecían un encuentro más íntimo y preferí no compartir esa visita. Y así fue, con la posterior satisfacción de los dos, según ambos me lo contaron. Un encuentro memorable aquel, que no alcanzó publicidad, un encuentro silencioso.Recuerdo que en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires en 2007, un lunes 1º de mayo en la sala Leopoldo Lugones, David recibió por su novela Tartabul el premio otorgado por un jurado que integré junto a Luis Gregorich, Antonio Requeni, Susana Cella, Mario Goloboff y Cristina Mucci, entre otros. Vimos a David con su habitual simpatía y cordialidad, sumamente agradecido y tuve la gran satisfacción de dirigir unas palabras ante la entrega de dicho premio.En los últimos años iba a encontrar a David al bar La Paz y verlo, era siempre una alegría. A veces él me preguntaba por algunas personas de Rosario y recordábamos momentos y lugares de aquella ciudad que él no había olvidado. En más de una ocasión, ante alguna adversidad profesional, recurrí a él pidiéndole su parecer y nunca me sentí defraudada. Por difíciles que fueran aquellos problemas que yo le presentara, expresaba sus puntos de vista, y más de una vez, a manera de alivio aparecía su inconfundible humor. Así, al pedirle opinión sobre alguna persona de respeto que yo no conocía bien, infaliblemente, decía: “Te diría, Quita, es una bellísima persona. Como decía mi padre”, y en la evocación no había broma ni burla.Siempre en el bar La Paz, el lugar de su preferencia durante los últimos tiempos, leía los diarios en el salón de fumadores, sin olvidar su consabida costumbre de subrayar todo lo que fuera discutible o algo que en particular le interesara. Al no verlo un día de este año, pregunté por él a los mozos como él me había dicho que lo hiciera, pero no supieron decirme nada. Pasó el tiempo. Lo llamé por teléfono, pero los que lo conocimos, sabíamos muy bien que no le gustaba responder al teléfono. Pronto me enteré de que se encontraba enfermo de gravedad. En los últimos días ví a David en el sanatorio Güemes, pensé volver otro día de la semana siguiente, con la emoción y la esperanza que esto significaba, sin saber que aquella visita que le había hecho sería la última.Tal vez nunca te dije David, de qué manera apreciaba tu inteligencia, tu integridad, como intelectual y como amigo entrañable.Noemí Ulla








Buenos Aires, junio de 2011

No hay comentarios: