Publicada 27/12/2010
Raúl Castro acaba de anunciar una serie de reformas que demuestran el fracaso estrepitoso del socialismo.
La rutilante aparición de Raúl Castro afirmando que “es necesario que el país y sus dirigentes rectifiquen los errores cometidos porque de lo contrario Cuba se hundirá”, no deja de llamar la atención. El presidente hereditario de la isla dijo que su gobierno irá hacia una apertura de la economía, hacia el reconocimiento de la “pequeña propiedad”, hacia la racionalización administrativa (léase el despido de 500.000 empleados públicos), hacia el fin de los subsidios (léase fin de la libreta de abastecimiento) y que “esta vez no habrá marcha atrás”. Seguramente con esta última aclaración se quiso referir a intentos anteriores a partir de los cuales la isla procuró aterrizar del extraordinario vuelo estratosférico que comenzó hace 50 años y que la depositó, como no podía ser de otra manera, fuera de la realidad. La gran gracia de todo esto es que Castro II confía en que las papas del fuego comunista al que él y su hermano condenaron al país hace 5 décadas, se las saquen los “pequeños empresarios” privados a los que ahora su plan de reformas quiere alentar. Cree que los impuestos que ellos paguen le ayudarán a pagar los gastos sociales a los que acostumbró a una sociedad completamente abandonada a la vagancia de la limosna pública, valuada en U$S 20 mensuales. No cabe duda de que los hermanos Castro no han aprendido otra cosa en su vida que no sea transformar en esclavos a la gente libre. Fidel lo hizo por años a sangre y fuego y ahora Castro II lo quiere hacer con la seducción de entregar un permiso para que la gente trabaje por su cuenta, para ir a exprimirla luego con los impuestos, entre otras cosas, para seguir manteniendo la casta a la que él y su nomenclatura pertenecen. Castro II, el paradigma de la compasión socialista, aclaró que “el que no acepte los cambios quedará relegado”, en una frase que parece extraída de algún morboso capitalista salvaje. Dijo que estos cambios eran urgentes e irreversibles para hacer sustentable el socialismo. Además de que ese consejo debería dárselo a su amigo Chávez -que atrasa 40 años y está recorriendo el camino que Castro I y Castro II recorrieron en los años ’60- lo que no advierte el presidente hereditario es que el socialismo es por definición insustentable. Ninguna utopía que retire de la mente humana la capacidad de ver realizados los propios sueños puede funcionar. No han funcionado y no funcionarán nunca, sencillamente porque contrastan con la característica humana de la iniciativa propia, del libre albedrío y la unicidad propia de la especie. Ningún mamarracho teórico que, de repente, decrete la igualdad humana de hecho tendrá futuro alguno. Ni en el pasado, ni ahora, ni nunca. Lo que Castro I y Castro II deberían aprender de una vez es que los seres humanos son distintos uno del otro. Cada mundo encerrado en un cerebro individual reúne características propias que ningún batallón a fuerza de bayonetas podrá cambiar o desconocer.
El principio básico del socialismo (la igualdad humana de hecho) es una contradicción en los términos que lo condena al fracaso. Es ese insanable error embrionario lo que lo hace insustentable. No hay en el socialismo errores coyunturales, equivocaciones tácticas o confusiones procedimentales.
El socialismo es insanablemente erróneo porque contradice los fundamentos de la condición humana. Allí debe buscar Castro II el camino del hundimiento. Como sabe que el cambio que propone ahora es resistido por gerontes más tercos que él, dijo que “es fundamental modificar la apreciación negativa existente en no pocos de nosotros hacia el trabajo privado”, creyendo que con eso convencería a los que siguen creyendo que la natural inclinación humana a trabajar y a ganarse el sustento por los propios medios es una circunstancia que no hace a la característica de la especie sino a una estupidez inventada por algún teórico del imperialismo. Lo que los emperadores Castro evidentemente no entienden es que el éxito de otras organizaciones económicas no se debe a ningún invento estrafalario, a que tienen suerte o a que sus países han sido bendecidos por la Naturaleza. En realidad los países que aplican ese tipo de organización económica simplemente han resuelto no pelearse con la naturaleza humana y han dispuesto un sistema legal para encauzar hacia el mejoramiento de todos, las indudables tendencias humanas al progreso.
El hecho de que Castro II le venga a “pedir la escupidera” al trabajo privado no es otra cosa que el reconocimiento cansino y final de una altanería que creyó poder reemplazar la increíble capacidad humana para la inventiva y la creatividad con unos cuantos burócratas que diseñaran un plan maestro desde un escritorio. Eso ha sido siempre una reverenda pavada. Los obtusos que llevaron esa rebelión hasta las últimas consecuencias han condenado a millones al hambre y la pobreza. Pero este pedido desesperado de socorro a lo que siempre fue el motor del progreso humano (es decir, el trabajo privado) viene con la aclaración de que sólo se permitirá, la “pequeña propiedad”. ¡¡Cuánta sandez, por favor!! ¿Qué es la “pequeña propiedad”?, ¿cuán pequeña debe ser para ser “pequeña”?, ¿quién será el medidor oficial de aquellos a los que tuvo que recurrir para no morirse, víctima de su propia ineficiencia e incapacidad?, ¿resulta, acaso, que el fracasado será el que dé instrucciones e imponga las reglas del juego a los que ahora representan la única vía de salida? ¡Ay, Castro, Castro!, ¡cuánta altanería de alguien a quien la realidad le ha obligado a confesar tanta falacia y tanto fracaso! El comunismo no podría vivir sin la savia de la envidia. Allí, en ese bajo sentimiento humano, encuentra el combustible para convencer a muchos de que el ascenso de unos no se debe a su preocupación, a su esfuerzo, a su inventiva y a su trabajo, sino a la explotación ilícita de los que se han quedado con menos. Por eso cuando una vez en el poder sus teorías lo dirigen inexorablemente al fracaso, cuando tiene que rendirse ante el trabajo y la propiedad privados, lo hace aclarando que solo lo permitirá en una pequeña medida, para poder seguir echando efluvios de envidia hacia lo “grande”.
Nadie que prohíba lo “grande”, saldrá jamás de la pequeñez. Y allí en ese caldo espeso de envidia y escasez continuará hirviendo a una pobre gente a la que condenó a vivir en la Edad Media a cambio de mantener con vida un capricho insostenible. ©
No hay comentarios:
Publicar un comentario