Carlos Alberto Montaner, con siempre polémica agudeza, da aquí los motivos de cómo un pequeño estado en medio del desierto, que ocupa menos del uno por ciento de los territorios árabes, ha sobrevivido a la furia que se empeña en destruirlo desde hace más de sesenta años. ¿El motivo? No son por cierto los territorios ya que cada vez que Israel devolvió los ocupados tras la victoria de la Guerra de los Seis días-que de haber perdido no hubiera dejado siquiera ruinas- tuvo como consecuencia el recrudecimiento de los ataques. Gaza es el último ejemplo. Hasta la Autoridad Palestina ha reconocido que se trata de establer ahí una base de Irán que- hay que insistir en este punto capital- no tiene ningún conflicto territorial u otro contra Israel.
El motivo lo ha enunciado Hassan II de Marruecos en un chispeante tono de broma: los judíos son el afrodisíaco de los pueblos árabes. En verdad no son los pueblos sino sus dirigentes, que ven en Israel el espejo invertido de la miseria y la demagogia con la que someten a sus pueblos. La paz se realizará sólo si se acepta su existencia, como sucedió con Egipto, algo muy difícil ya que tanto Hamas y Hesbollah apoyados por Siria e Irán han convertido al terrorismo en un modo de vida y financiamiento por parte de quienes se niegan a pronunciar incluso el nombre de Israel al que llaman "entidad sionista" y difunden a Mein Kampf de Hitler como una biblia a sus pueblos. Arafat hizo una elogiosa introducción a una de sus ediciones y en las otras los eruditos hablan de él como un gran hombre.
En el poco citado curso de 1976, Il faut dèfendre la societé, Michel Foucault, sin generalizar o despreciar la espiritualidad de los pueblos árabes, reflexionando sobre "la guerra de las razas" se refiere al "discurso hebráico" en cuanto subvierte el modelo de soberanía indeuropeo que se funda en un orden inmutable.
La Biblia es la aparición de una nueva discursividad, una contra-historia de "servidumbres y exilios", ajena al racismo de Estado que surge en el siglo XIX como una "entidad" estática y centralizada.
El Reich alemán y su Führer están calcados sobre los tres órdenes de la soberanía indeuropea y la Roma de los Césares ante la cual Jerusalem es definida por Foucault como "objeción", una oposición "a todas las Babilonias resucitadas".
Basta, en un sentido empírico, ver quienes son los enemigos actuales de Israel para comprobar que no son para nada ajenos al racismo de Estado: mira lo que hacen con sus pueblos- usando a los niños como escudos humanos y lapidando a las mujeres- y te diré quienes son.
El nombre de Israel, surgido con una lucha con el Afuera, el ángel, es en sí mismo un desafío a la servidumbre voluntaria que la canalla intelectual cultiva esmeradamente en función de lo que en Una generación de granito analizo como el "negocio de los pueblos oprimidos".
Jerusalem es hoy la madre de todas las batallas.
Sin ningún tipo de recursos naturales y atacado sistemáticamente- es el único estado del mundo al que se le pide que acepte ser bombardeado - su historia contrasta con la Argentina, un país pródigo en ventajas comparativas, sin graves problemas religiosos y sin enemigos externos. Argentina es el país incestuoso del Adentro, de los que se devoran en un banquete caníbal por no querer saber nada del Afuera.
Esperando siempre un nuevo Poliscuerpón, el personaje de Murena que retorna en dobles clonados en otros dobles, tras el caudillo escorpión muerto.
Así, los intelectuales bienpensantes, a quienes no les interesa nada de las masacres que ocurren el mundo, se pronuncian en masa contra el estado judío como si fuera el colmo de la eticidad para reforzar la voluntad de ignorar en la clientela.
Hacen con Israel lo que por décadas hicieron con Cuba, pero al revés, justificado la dictadura más implacable de América Latina.
Todo a puro automatismo "antimperialista", a tontas y a locas, ni siquiera tienen en cuenta las críticas a Hamas por parte de la Autoridad Palestina.
Sucede que la misma existencia de Israel es un insulto tanto para el jeque multimillonario de Dubai- que explica la miseria en que tiene a su pueblo por la maldad judía- como para los discursos tercermundistas que tenían como ideal el estado totalitario a la soviética- que nadie, quiere, incluyendo a los Castro- y la ninfa Europa no quiere saber nada de una figura de la guerra y mucho menos enterarse de que la guerra continúa. Aunque toma los recaudos para evitar atentados fundamentalistas considera que no hay que hablar del tema para que ciertos imanes no se molesten...
Cuando en 1973 en medio de discursos que competían en delirio, volvía a la Argentina el añorado Lider y ganaba holgadamente las elecciones, los argentinos comenzaban otra vez a matarse entre sí, Israel sufría el ataque de Egipto y se Siria, armados por la Unión Soviética, que violaban los tratados posteriores a la Guerra de los Seis días.
La fecha elegida fue el día de la fiesta judía de Yom Kippur, 6 de octubre de 1973, porque se calculó que los israelíes estarían ayunando y en las sinagogas, con las defensas desprotegidas. Al principio fueron dueños de la situación, pero la contraofensiva israelí que incursionó en territorio sirio tuvo un impacto fulminante y de poco valieron el apoyo de las tropas jordanas e iraquíes.
A partir de esa derrota, la estrategia para borrarlo del mapa se concentró en inflar el mito del "pueblo palestino" una entidad políticamente artificial, inventada por Arafat tras su expulsión de Jordania, que haría la paz con Israel.
Un contraste evidente con un país gobernado por unos empleados públicos que actúan como una casta- muchos de ellos deberían resolver los problemas del país desde Devoto- que usa como patrimoniales los bienes del Estado y que busca su enriquecimiento y el de sus amigos- en Israel los funcionarios que delinquen van presos-, propone el ideal del ciudadano como zombi terminal y hace décadas está en guerra con un enemigo tan invisible como invencible: el principio de realidad mismo. Luis Thonis.
Conferencia pronunciada por el autor el 12 de diciembre de 2008 en la Universidad de Tel Aviv.
Conferencia pronunciada por el autor el 12 de diciembre de 2008 en la Universidad de Tel Aviv.
Hace unos meses, con motivo del sesenta aniversario de la creación del Estado de Israel, escribí y divulgué en varios diarios un artículo titulado El tigre semita. La afirmación básica, sustentada por varios datos elocuentes, era muy clara: la experiencia social y política más exitosa del siglo XX ha sido el nacimiento y posterior desarrollo del Estado de Israel, acontecimiento ocurrido en medio de las mayores vicisitudes concebibles. Se hablaba de los tigres de Asia (Hong-Kong, Corea del Sur, Taiwán y Singapur), y hasta del tigre celta, Irlanda, pero nadie mencionaba el sorprendente caso de Israel.
Un amigo latinoamericano que había leído la columna en El País de Montevideo, admirador, como yo, de la experiencia israelí, me llamó para felicitarme, pero también para hacerme una pregunta no exenta de cierta melancólica humildad: "¿Hay alguna lección que podamos aprender de Israel?". A mi amigo, como me sucede a mí, le resulta desconsolador que América Latina sea la porción más tenazmente pobre e inestable de eso a lo que llamamos "el mundo occidental". Le dije que pensaría sobre ello.
Pobreza y estabilidad: la lección posible
¿Qué puede aprender del pequeño Israel una porción del Nuevo Mundo, América Latina, de 17.700.000 kilómetros cuadrados, fragmentada en una veintena de países muy diferentes entre sí y con casi quinientos millones de habitantes, de los que al menos un ochenta y cinco por ciento se declara cristianos?
A primera vista, son dos realidades absolutamente diferentes: Israel, un Estado fuertemente influido por el judaísmo, es un diminuto país de apenas 20.770 kilómetros cuadrados, algo más reducido que El Salvador –la nación más pequeña de América Latina–, dotado con una población que excede ligeramente los siete millones de habitantes –también semejante, por cierto, a la del citado país centroamericano–.
Pero antes de entrar en el tema hay que precisar qué es exactamente lo que América Latina pudiera aprender de Israel o de cualquier país exitoso que consiga explicárselo. Primero, cómo Israel, en apenas sesenta años, pese a los inmensos inconvenientes que ha debido afrontar, ha conseguido forjar una nación democrática y estable; y, segundo, cómo, en medio de frecuentes guerras y constantes sobresaltos, ha logrado un alto nivel de desarrollo científico y técnico y que predominen las clases medias, hasta alcanzar un ingreso per cápita de 26.600 dólares, medido en capacidad de compra o purchasing power parity.
Como nota de comparación, anotemos que en América Latina el país con el per cápita más alto es Chile, con 14.300 dólares, y el que exhibe el más bajo es Nicaragua, con apenas 2.800. Entre estas dos cifras, la gama de ingresos varía notablemente, pero el promedio general debe situarse en torno a los 7.500.
Otro dato que conviene retener es el de la distribución de esos ingresos: si el índice o coeficiente Gini, efectivamente, determina el nivel de equidad en la distribución de la riqueza, Israel es un país mucho más justo que toda América Latina. El Índice Gini de Israel es 0,38, mientras que en América Latina casi todos los países se acercan a o exceden del 0,50. Como es sabido, en este tipo de medición, mientras las sociedades más se acercan a cero, más igualitariamente repartida está la riqueza, y mientras más se aproximen a uno, mayor será la desigualdad.
Naturalmente, eso no quiere decir que en Israel no exista pobreza. De acuerdo con la información del World Fact Book que publica anualmente la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos –de donde he obtenido la mayor parte de estos datos–, el 21,6 % de los israelíes se sitúa bajo los niveles de pobreza. Sólo que en Israel clasifican como pobre a todo aquel que recibe menos de 7,30 dólares al día, algo muy diferente a lo que ocurre en América Latina.
En América Latina, de acuerdo con la Cepal, el 44,2% de la población es pobre. Eso significa que aproximadamente 224 millones de latinoamericanos lo es. Pero allí el umbral de pobreza es sólo de dos dólares al día. Sin embargo, de esa inmensa población de personas sin recursos, gentes que sobreviven milagrosamente, el 19,4%, más de 90 millones, son indigentes que reciben menos de un dólar al día. Lo que nos lleva de la mano a afirmar algo bastante obvio: ser un pobre latinoamericano es infinitamente más grave que ser un pobre en Israel, donde prácticamente la totalidad de la población tiene acceso a educación, cuidados de salud, agua potable y electricidad, y donde es difícil encontrar familias que, literalmente, pasen hambre.
Las desventajas comparativas
Los expertos suelen utilizar la expresión ventajas comparativas para designar aquellos aspectos de la realidad material que suelen favorecer a las sociedades y a las personas, y que sirven para indicar cuál debe ser el mejor camino que se debe emprender para lograr el éxito económico. Israel, no obstante, casi todo lo que puede exhibir son desventajas comparativas. Aun a riesgo de repetir en Israel algunas observaciones harto conocidas, anotemos varias de las más estridentes, dado que esta conferencia, pese a ser dictada en Tel Aviv, tendrá bastante divulgación en América Latina, objetivo final de estas palabras:
Israel es un país muy pequeño con una escasa dotación de tierra cultivable.
Como está situado en una zona desértica, carece de agua en cantidades significativas, tanto para el consumo como para la irrigación.
Tampoco posee petróleo, aunque consume y debe importar unos 250.000 barriles diarios.
Dado que está rodeado de países enemigos, potenciales o activos, y frecuentemente ha tenido que participar en guerras u operaciones militares, aun en tiempos de paz se ve obligado a emplear el 7,3% de su PIB en gastos de defensa, al tiempo que una parte sustancial de su fuerza de trabajo invierte largos periodos en actividades militares que le impiden participar en tareas productivas. Brasil, por ejemplo, sólo dedica el 2,6 de su PIB a gastos militares; México, apenas el 0,5%.
Por su posición geográfica –un rincón del Medio Oriente–, y por la tensa relación que mantiene con las naciones del entorno, a Israel ni siquiera le es dable integrarse en grandes bloques comerciales que le permitan crear una economía de escala, debiendo conformarse con establecer acuerdos comerciales internacionales y dedicarse a servir un mercado interno cuyo número es más o menos el de la ciudad de Buenos Aires o el de Bogotá.
La población, por otra parte, es muy heterogénea. La etnia judía, que es la mayoritaria, y la que le da sentido y forma al país, aunque el 67% ya ha nacido en Israel, está formada por una compleja suma de personas cuyos orígenes culturales proceden de al menos una docena de países y culturas diferentes, lo que desmiente cualquier visión simplista o cualquier estereotipo que intente definir al judío racial o culturalmente. Si hay algo que caracteriza a los judíos israelíes es su inabarcable diversidad, enriquecida en los últimos años por el arribo en aluvión de un millón de rusos que escaparon de la debacle soviética.
En el terreno religioso sucede exactamente lo mismo. Prevalece la pluralidad: entre los judíos existe un abanico que va desde la minoría de los ultraortodoxos, que siguen al pie de la letra las Escrituras, a un alto porcentaje de personas que no suscriben ningún tipo de creencia religiosa, a lo que se añade un 16% de la población, compuesto por árabes israelíes, que profesan la religión islámica, casi un 2% de árabes cristianos y una similar cantidad de drusos y otros feligreses de religiones escasamente representativas.
A esta breve reseña de enormes desencuentros se pueden sumar otras calamidades muy notables que hacen más admirable aún el milagro israelí: aunque los judíos constituían una viejísima nación, carecían de Estado desde hacía milenios, a mediados del siglo XX no tenían experiencia en autogobierno y ni siquiera se comunicaban en un idioma común, dado que el hebreo era una lengua litúrgica que hubo que revitalizar, porque sólo la dominaba una minoría muy educada y versada en cuestiones religiosas. En español existe un extrañísimo verbo, desamortizar –literalmente, "sacar del mundo de los muertos"–, que se puede utilizar con relación al hebreo: es una lengua desamortizada, un idioma traído de nuevo a la vida por la indómita voluntad de la sociedad.
Excusas y coartadas
¿Para qué nos sirve este memorial de dificultades? Fundamentalmente, para desmentir prácticamente todas las excusas y coartadas convencionales con que pretendemos explicar nuestro relativo fracaso latinoamericano o los mediocres resultados de nuestras sociedades:
No es verdad que el tamaño y las riquezas naturales expliquen el desarrollo y la prosperidad de los pueblos. Es difícil encontrar en el planeta un país menos naturalmente dotado que Israel.
Tampoco es cierto que la variedad étnica y cultural constituya un valladar infranqueable, como escuchamos a menudo de quienes piensan que la presencia masiva de indígenas en países como Guatemala y Bolivia o, en menor grado, Ecuador y Perú hace imposible el gran salto a la riqueza.
Se equivocan quienes opinan que la falta de integración regional está detrás de la inmensa pobreza latinoamericana. Israel es una especie de pequeña isla, sin ninguna posibilidad a corto o medio plazo de integrarse económicamente en el mundo que lo rodea.
Pensar que el problema latinoamericano radica en el diseño institucional contradice totalmente la experiencia israelí. El perenne debate latinoamericano sobre presidencialismo y parlamentarismo, y sobre federalismo o unitarismo, es entretenido, pero fundamentalmente inútil. Israel es gobernado por un sistema parlamentario endemoniadamente frágil, deficiente y complejo, y vive en medio de un perpetuo sobresalto político que casi siempre lo tiene al borde de la crisis de gobierno, lo que no significa que sea una nación inestable. Una cosa es la crisis de gobierno, que es lo que sufren con frecuencia los israelíes, y otra mucho más grave y diferente es la crisis de Estado, que es lo que padecemos los latinoamericanos con los golpes militares, las revoluciones y las refundaciones periódicas de la patria, cada vez que un caudillo iluminado decide corregir los males que nos afligen.
La idea, tan latinoamericana, de que los problemas se solucionan redactando una nueva y perfecta constitución es una tonta manera de perder el tiempo y crear falsas esperanzas. Israel, pese a que era un requisito solicitado por Naciones Unidas en 1948, cuando se constituyó el país, no ha conseguido redactar una Constitución, y por ahora ha debido conformarse con lo que llaman "leyes básicas", probablemente por la complejidad del Kneset y las apasionadas tendencias que ahí se dan cita, y también, seguramente, por haberse decantado poco a poco por la escuela jurídica británica, basada en la costumbre y la jurisprudencia, alejándose del modelo constitucional de Estados Unidos.
Atribuir los éxitos de Israel a la ayuda norteamericana es una injusta exageración. A lo largo de los 60 años de la existencia del Estado de Israel, la generosa ayuda norteamericana, esencialmente militar, excede ligeramente los cien mil millones de dólares. Es verdad que se trata de una cifra impresionante (especialmente cuando recordamos que el Plan Marshall sólo alcanzó los once mil millones de dólares), pero lo es menos cuando recordamos que una ayuda de esa misma magnitud es la que recibió Cuba de manos de la URSS durante los treinta años que duró el subsidio soviético, entre 1961 y 1991, sin lograr otra cosa que el empobrecimiento crónico del pueblo cubano. México, sólo durante el sexenio en que gobernó Vicente Fox, recibió ciento ocho mil millones de dólares por medio de remesas enviadas por los mexicanos radicados en Estados Unidos, suma que, sin duda, alivió las penurias de una parte de los mexicanos, pero que no redujo sustancialmente los índices de pobreza del país. Por otra parte, no puede olvidarse que el gasto militar es, fundamentalmente, improductivo, entre otras razones por el costo de oportunidades perdidas: el soldado alojado en una barraca es un trabajador que falta en el taller, y el costoso tanque que patrulla la frontera sustituye a la máquina que fabrica zapatos o al robot que realiza cirugías de corazón abierto. La ayuda norteamericana quizás contribuye a explicar la supervivencia de Israel, pero no su éxito económico ni la calidad de vida alcanzada por sus pobladores.
Las razones del éxito
¿Dónde radica el secreto del éxito relativo de Israel, país situado en el lugar número 23, entre Alemania y Grecia, del total de 177 que clasifica Naciones Unidas en el Índice de Desarrollo Humano?
Tal vez no sea muy difícil de entender, dado que prácticamente todos los países que ocupan las treinta primeras posiciones en el citado Índice tienen comportamientos similares, aunque sean tan diferentes como Japón, Canadá e Islandia. Si Tolstoi afirmaba que todas las familias felices lo eran de la misma manera y todas las infelices de forma distinta, es posible apropiarnos de la idea del novelista ruso y aplicarla al desempeño de las naciones:
Las sociedades exitosas son aquellas en las que la ciudadanía y los gobernantes se someten al imperio de la ley, se respetan los derechos humanos, se garantiza el ejercicio de las libertades individuales y se fiscaliza permanentemente –sobre todo a través de la prensa– a los funcionarios electos o designados.
Las sociedades exitosas son gobernadas democráticamente dentro de límites claramente establecidos por la ley, y los líderes se comportan con arreglo a ciertos estándares mínimos de cordialidad cívica que norman las relaciones interpersonales.
Las sociedades exitosas rinden culto a la meritocracia, lo que las precipita a considerar cualquier forma de favoritismo como un deleznable agravio comparativo que descalifica a quien lo lleva a cabo.
Las sociedades exitosas son sociedades abiertas, en las que el aparato productivo descansa en el sector privado y las transacciones se realizan dentro de las reglas del mercado. Son sociedades donde funciona la competencia económica, se cumplen los contratos y se pueden hacer planes a medio y largo plazo porque los derechos de propiedad están realmente garantizados y el Estado no va a atropellarlos arbitrariamente.
En estas treinta sociedades de acceso abierto, para utilizar la expresión del Premio Nobel Douglass North, los individuos perciben una cierta sensación de fair play que les induce a creer que sus esfuerzos legítimos producirán recompensas, que las violaciones de las normas serán castigadas y que existe un sistema de justicia que les permitirá defender sus derechos cuando crean que son conculcados o cuando entren en conflicto con otros individuos o con el Estado. De ahí, de esa sensación de fair play,se deriva la vinculación emocional del ciudadano con el Estado: vale la pena defenderlo porque está a nuestro servicio y no, como frecuentemente percibimos en América Latina, en nuestra contra.
Por otra parte, hoy sabemos que el éxito de las sociedades deriva de la suma de dos capitales intangibles, más el medio social en que ambos se conjugan, a lo que se agrega la calidad de los gobiernos que administran el espacio público. Los dos capitales son el humano, compuesto por la educación de las personas, y el cívico, que incluye los valores y actitudes que perfilan el comportamiento. Es un elemento clave, además, la calidad del sistema de reglas en el que las personas interactúan, es decir, la idoneidad de las leyes y las instituciones de que disponen, y las medidas de gobierno o políticas públicas que se ejecutan con el producto de los impuestos recaudados.
También puede hablarse de capital material, acaso el menos decisivo, que se refiere a la disponibilidad de inversiones, bienes de equipo e infraestructuras con que se cuenta. No obstante, el capital material sólo puede fomentarse y sostenerse si los otros dos (el humano y el cívico) tienen suficiente entidad, si el sistema de reglas en el que estas fuerzas operan conduce al desarrollo, y si las medidas de gobierno son razonablemente acertadas. Cuando estos factores no se engarzan adecuadamente, el capital material se estanca o se destruye.
Los tres capitales
La riqueza de Israel, primordialmente, como sucede en todas las naciones técnicamente desarrolladas, está en las cabezas de sus gentes: en su gran capital humano. Por diversas razones históricas y culturales, los judíos constituyen una de las etnias que con mayor intensidad cultivan la formación intelectual. Sé que es un lugar común subrayar ese rasgo del pueblo hebreo (se ha dicho que al inventar un día, el sábado, para dedicarlo a las cosas del espíritu, comenzó a acumular capital intelectual), pero, sea cual fuere su origen, ahí está una de las claves del desarrollo económico del Estado de Israel, extremo que suele tratar de demostrarse con la impresionante lista de judíos de todas las nacionalidades que han ganado el Premio Nobel, a la que habría que agregar la de músicos y artistas notabilísimos.
La explicación es muy simple y se despliega ante nosotros casi como un silogismo: la riqueza sólo se crea en las empresas; para generar grandes sumas de riqueza es indispensable agregar valor a la producción de esas empresas mediante procesos sofisticados que requieren conocimientos y expertise;esto sólo es posible si la sociedad cuenta con un número significativo de personas bien educadas. En eso, esencialmente, consiste el capital humano. Sin él, no hay desarrollo.
Pero el capital humano apenas da frutos si no va acompañado de un gran capital cívico. Es en ese punto en el que intervienen los valores y actitudes. En sociedades en las que predominan las personas respetuosas de las reglas –las morales y las legales–, y en las que existe respeto por las jerarquías legítimas, y los ciudadanos tienen un compromiso real con la búsqueda de la excelencia, el capital humano florece.
Esto no quiere decir que en Israel, como en cualquier otra sociedad, no haya psicópatas o seres inescrupulosos que violan las leyes, o gentes que carecen de buenos hábitos laborales, pero las personas que muestran esos rasgos son percibidas con desdén por el conjunto de los ciudadanos y no son suficientes para descarrilar al país de la senda del desarrollo en que se encuentra, o para destruir los fundamentos de la convivencia.
No me gusta sonar como un predicador religioso, pero sin valores morales y cívicos sólidos las sociedades fracasan y las instituciones dejan de rendir su cometido. Lo que quiero decir es que en Israel, como en todas las naciones exitosas, hay sanción moral para los transgresores de las normas, actitud que no siempre está presente en grandes zonas de los pueblos latinoamericanos, donde el comportamiento corrupto o ilegal de los dirigentes no los invalida ante los ojos de muchísimas personas, dispuestas a tolerar esas violaciones de las normas si ellas también pueden beneficiarse.
Cuando el presidente de México declaraba, recientemente, que al menos la mitad de las fuerzas policiacas mexicanas eran cómplices de los delincuentes, estaba reconociendo algo gravísimo: admitía, seguramente muy a su pesar, que una parte sustancial de la sociedad carecía de valores cívicos y de juicio moral, porque esas docenas de miles de personas de todos los estratos y de todos los rincones del país coludidas con los delincuentes de alguna manera eran una representación transversal de la propia sociedad mexicana, en la medida en que los policías no son una casta especial de seres humanos.
La lección final
¿Qué han hecho, en suma, los israelíes? Insisto: lo mismo que la mayor parte de las naciones exitosas. Hace unos años invitaron a un parco filántropo norteamericano a dar el discurso de graduación en una universidad católica centroamericana, y le pidieron que reflexionara sobre los principios de la ética. Se limitó a repetir los Diez Mandamientos y a reducirlos a una recomendación final nada original, pero absolutamente válida: compórtate con el prójimo como quisieras que él se comportara contigo. Su discurso duró tres minutos.
Si hay una lección que podamos extraer del ejemplo israelí, es muy simple: si en medio del desierto, y luchando contra todas las adversidades, este pequeño país ha podido convertirse en el tigre semita, no hay ninguna excusa válida para que cualquier país de América Latina no pueda lograr una trayectoria similar. Pero, obviamente, para calcar esos resultados también hay que reproducir el modo de alcanzarlos. Ese comportamiento que, como a todas las familias felices a que aludía Tolstoi, caracteriza a todas las naciones exitosas. Ése es el camino. Es largo y complejo, y no hay ningún atajo que nos conduzca a la meta. Lamentablemente, ése es el secreto.
Un amigo latinoamericano que había leído la columna en El País de Montevideo, admirador, como yo, de la experiencia israelí, me llamó para felicitarme, pero también para hacerme una pregunta no exenta de cierta melancólica humildad: "¿Hay alguna lección que podamos aprender de Israel?". A mi amigo, como me sucede a mí, le resulta desconsolador que América Latina sea la porción más tenazmente pobre e inestable de eso a lo que llamamos "el mundo occidental". Le dije que pensaría sobre ello.
Pobreza y estabilidad: la lección posible
¿Qué puede aprender del pequeño Israel una porción del Nuevo Mundo, América Latina, de 17.700.000 kilómetros cuadrados, fragmentada en una veintena de países muy diferentes entre sí y con casi quinientos millones de habitantes, de los que al menos un ochenta y cinco por ciento se declara cristianos?
A primera vista, son dos realidades absolutamente diferentes: Israel, un Estado fuertemente influido por el judaísmo, es un diminuto país de apenas 20.770 kilómetros cuadrados, algo más reducido que El Salvador –la nación más pequeña de América Latina–, dotado con una población que excede ligeramente los siete millones de habitantes –también semejante, por cierto, a la del citado país centroamericano–.
Pero antes de entrar en el tema hay que precisar qué es exactamente lo que América Latina pudiera aprender de Israel o de cualquier país exitoso que consiga explicárselo. Primero, cómo Israel, en apenas sesenta años, pese a los inmensos inconvenientes que ha debido afrontar, ha conseguido forjar una nación democrática y estable; y, segundo, cómo, en medio de frecuentes guerras y constantes sobresaltos, ha logrado un alto nivel de desarrollo científico y técnico y que predominen las clases medias, hasta alcanzar un ingreso per cápita de 26.600 dólares, medido en capacidad de compra o purchasing power parity.
Como nota de comparación, anotemos que en América Latina el país con el per cápita más alto es Chile, con 14.300 dólares, y el que exhibe el más bajo es Nicaragua, con apenas 2.800. Entre estas dos cifras, la gama de ingresos varía notablemente, pero el promedio general debe situarse en torno a los 7.500.
Otro dato que conviene retener es el de la distribución de esos ingresos: si el índice o coeficiente Gini, efectivamente, determina el nivel de equidad en la distribución de la riqueza, Israel es un país mucho más justo que toda América Latina. El Índice Gini de Israel es 0,38, mientras que en América Latina casi todos los países se acercan a o exceden del 0,50. Como es sabido, en este tipo de medición, mientras las sociedades más se acercan a cero, más igualitariamente repartida está la riqueza, y mientras más se aproximen a uno, mayor será la desigualdad.
Naturalmente, eso no quiere decir que en Israel no exista pobreza. De acuerdo con la información del World Fact Book que publica anualmente la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos –de donde he obtenido la mayor parte de estos datos–, el 21,6 % de los israelíes se sitúa bajo los niveles de pobreza. Sólo que en Israel clasifican como pobre a todo aquel que recibe menos de 7,30 dólares al día, algo muy diferente a lo que ocurre en América Latina.
En América Latina, de acuerdo con la Cepal, el 44,2% de la población es pobre. Eso significa que aproximadamente 224 millones de latinoamericanos lo es. Pero allí el umbral de pobreza es sólo de dos dólares al día. Sin embargo, de esa inmensa población de personas sin recursos, gentes que sobreviven milagrosamente, el 19,4%, más de 90 millones, son indigentes que reciben menos de un dólar al día. Lo que nos lleva de la mano a afirmar algo bastante obvio: ser un pobre latinoamericano es infinitamente más grave que ser un pobre en Israel, donde prácticamente la totalidad de la población tiene acceso a educación, cuidados de salud, agua potable y electricidad, y donde es difícil encontrar familias que, literalmente, pasen hambre.
Las desventajas comparativas
Los expertos suelen utilizar la expresión ventajas comparativas para designar aquellos aspectos de la realidad material que suelen favorecer a las sociedades y a las personas, y que sirven para indicar cuál debe ser el mejor camino que se debe emprender para lograr el éxito económico. Israel, no obstante, casi todo lo que puede exhibir son desventajas comparativas. Aun a riesgo de repetir en Israel algunas observaciones harto conocidas, anotemos varias de las más estridentes, dado que esta conferencia, pese a ser dictada en Tel Aviv, tendrá bastante divulgación en América Latina, objetivo final de estas palabras:
Israel es un país muy pequeño con una escasa dotación de tierra cultivable.
Como está situado en una zona desértica, carece de agua en cantidades significativas, tanto para el consumo como para la irrigación.
Tampoco posee petróleo, aunque consume y debe importar unos 250.000 barriles diarios.
Dado que está rodeado de países enemigos, potenciales o activos, y frecuentemente ha tenido que participar en guerras u operaciones militares, aun en tiempos de paz se ve obligado a emplear el 7,3% de su PIB en gastos de defensa, al tiempo que una parte sustancial de su fuerza de trabajo invierte largos periodos en actividades militares que le impiden participar en tareas productivas. Brasil, por ejemplo, sólo dedica el 2,6 de su PIB a gastos militares; México, apenas el 0,5%.
Por su posición geográfica –un rincón del Medio Oriente–, y por la tensa relación que mantiene con las naciones del entorno, a Israel ni siquiera le es dable integrarse en grandes bloques comerciales que le permitan crear una economía de escala, debiendo conformarse con establecer acuerdos comerciales internacionales y dedicarse a servir un mercado interno cuyo número es más o menos el de la ciudad de Buenos Aires o el de Bogotá.
La población, por otra parte, es muy heterogénea. La etnia judía, que es la mayoritaria, y la que le da sentido y forma al país, aunque el 67% ya ha nacido en Israel, está formada por una compleja suma de personas cuyos orígenes culturales proceden de al menos una docena de países y culturas diferentes, lo que desmiente cualquier visión simplista o cualquier estereotipo que intente definir al judío racial o culturalmente. Si hay algo que caracteriza a los judíos israelíes es su inabarcable diversidad, enriquecida en los últimos años por el arribo en aluvión de un millón de rusos que escaparon de la debacle soviética.
En el terreno religioso sucede exactamente lo mismo. Prevalece la pluralidad: entre los judíos existe un abanico que va desde la minoría de los ultraortodoxos, que siguen al pie de la letra las Escrituras, a un alto porcentaje de personas que no suscriben ningún tipo de creencia religiosa, a lo que se añade un 16% de la población, compuesto por árabes israelíes, que profesan la religión islámica, casi un 2% de árabes cristianos y una similar cantidad de drusos y otros feligreses de religiones escasamente representativas.
A esta breve reseña de enormes desencuentros se pueden sumar otras calamidades muy notables que hacen más admirable aún el milagro israelí: aunque los judíos constituían una viejísima nación, carecían de Estado desde hacía milenios, a mediados del siglo XX no tenían experiencia en autogobierno y ni siquiera se comunicaban en un idioma común, dado que el hebreo era una lengua litúrgica que hubo que revitalizar, porque sólo la dominaba una minoría muy educada y versada en cuestiones religiosas. En español existe un extrañísimo verbo, desamortizar –literalmente, "sacar del mundo de los muertos"–, que se puede utilizar con relación al hebreo: es una lengua desamortizada, un idioma traído de nuevo a la vida por la indómita voluntad de la sociedad.
Excusas y coartadas
¿Para qué nos sirve este memorial de dificultades? Fundamentalmente, para desmentir prácticamente todas las excusas y coartadas convencionales con que pretendemos explicar nuestro relativo fracaso latinoamericano o los mediocres resultados de nuestras sociedades:
No es verdad que el tamaño y las riquezas naturales expliquen el desarrollo y la prosperidad de los pueblos. Es difícil encontrar en el planeta un país menos naturalmente dotado que Israel.
Tampoco es cierto que la variedad étnica y cultural constituya un valladar infranqueable, como escuchamos a menudo de quienes piensan que la presencia masiva de indígenas en países como Guatemala y Bolivia o, en menor grado, Ecuador y Perú hace imposible el gran salto a la riqueza.
Se equivocan quienes opinan que la falta de integración regional está detrás de la inmensa pobreza latinoamericana. Israel es una especie de pequeña isla, sin ninguna posibilidad a corto o medio plazo de integrarse económicamente en el mundo que lo rodea.
Pensar que el problema latinoamericano radica en el diseño institucional contradice totalmente la experiencia israelí. El perenne debate latinoamericano sobre presidencialismo y parlamentarismo, y sobre federalismo o unitarismo, es entretenido, pero fundamentalmente inútil. Israel es gobernado por un sistema parlamentario endemoniadamente frágil, deficiente y complejo, y vive en medio de un perpetuo sobresalto político que casi siempre lo tiene al borde de la crisis de gobierno, lo que no significa que sea una nación inestable. Una cosa es la crisis de gobierno, que es lo que sufren con frecuencia los israelíes, y otra mucho más grave y diferente es la crisis de Estado, que es lo que padecemos los latinoamericanos con los golpes militares, las revoluciones y las refundaciones periódicas de la patria, cada vez que un caudillo iluminado decide corregir los males que nos afligen.
La idea, tan latinoamericana, de que los problemas se solucionan redactando una nueva y perfecta constitución es una tonta manera de perder el tiempo y crear falsas esperanzas. Israel, pese a que era un requisito solicitado por Naciones Unidas en 1948, cuando se constituyó el país, no ha conseguido redactar una Constitución, y por ahora ha debido conformarse con lo que llaman "leyes básicas", probablemente por la complejidad del Kneset y las apasionadas tendencias que ahí se dan cita, y también, seguramente, por haberse decantado poco a poco por la escuela jurídica británica, basada en la costumbre y la jurisprudencia, alejándose del modelo constitucional de Estados Unidos.
Atribuir los éxitos de Israel a la ayuda norteamericana es una injusta exageración. A lo largo de los 60 años de la existencia del Estado de Israel, la generosa ayuda norteamericana, esencialmente militar, excede ligeramente los cien mil millones de dólares. Es verdad que se trata de una cifra impresionante (especialmente cuando recordamos que el Plan Marshall sólo alcanzó los once mil millones de dólares), pero lo es menos cuando recordamos que una ayuda de esa misma magnitud es la que recibió Cuba de manos de la URSS durante los treinta años que duró el subsidio soviético, entre 1961 y 1991, sin lograr otra cosa que el empobrecimiento crónico del pueblo cubano. México, sólo durante el sexenio en que gobernó Vicente Fox, recibió ciento ocho mil millones de dólares por medio de remesas enviadas por los mexicanos radicados en Estados Unidos, suma que, sin duda, alivió las penurias de una parte de los mexicanos, pero que no redujo sustancialmente los índices de pobreza del país. Por otra parte, no puede olvidarse que el gasto militar es, fundamentalmente, improductivo, entre otras razones por el costo de oportunidades perdidas: el soldado alojado en una barraca es un trabajador que falta en el taller, y el costoso tanque que patrulla la frontera sustituye a la máquina que fabrica zapatos o al robot que realiza cirugías de corazón abierto. La ayuda norteamericana quizás contribuye a explicar la supervivencia de Israel, pero no su éxito económico ni la calidad de vida alcanzada por sus pobladores.
Las razones del éxito
¿Dónde radica el secreto del éxito relativo de Israel, país situado en el lugar número 23, entre Alemania y Grecia, del total de 177 que clasifica Naciones Unidas en el Índice de Desarrollo Humano?
Tal vez no sea muy difícil de entender, dado que prácticamente todos los países que ocupan las treinta primeras posiciones en el citado Índice tienen comportamientos similares, aunque sean tan diferentes como Japón, Canadá e Islandia. Si Tolstoi afirmaba que todas las familias felices lo eran de la misma manera y todas las infelices de forma distinta, es posible apropiarnos de la idea del novelista ruso y aplicarla al desempeño de las naciones:
Las sociedades exitosas son aquellas en las que la ciudadanía y los gobernantes se someten al imperio de la ley, se respetan los derechos humanos, se garantiza el ejercicio de las libertades individuales y se fiscaliza permanentemente –sobre todo a través de la prensa– a los funcionarios electos o designados.
Las sociedades exitosas son gobernadas democráticamente dentro de límites claramente establecidos por la ley, y los líderes se comportan con arreglo a ciertos estándares mínimos de cordialidad cívica que norman las relaciones interpersonales.
Las sociedades exitosas rinden culto a la meritocracia, lo que las precipita a considerar cualquier forma de favoritismo como un deleznable agravio comparativo que descalifica a quien lo lleva a cabo.
Las sociedades exitosas son sociedades abiertas, en las que el aparato productivo descansa en el sector privado y las transacciones se realizan dentro de las reglas del mercado. Son sociedades donde funciona la competencia económica, se cumplen los contratos y se pueden hacer planes a medio y largo plazo porque los derechos de propiedad están realmente garantizados y el Estado no va a atropellarlos arbitrariamente.
En estas treinta sociedades de acceso abierto, para utilizar la expresión del Premio Nobel Douglass North, los individuos perciben una cierta sensación de fair play que les induce a creer que sus esfuerzos legítimos producirán recompensas, que las violaciones de las normas serán castigadas y que existe un sistema de justicia que les permitirá defender sus derechos cuando crean que son conculcados o cuando entren en conflicto con otros individuos o con el Estado. De ahí, de esa sensación de fair play,se deriva la vinculación emocional del ciudadano con el Estado: vale la pena defenderlo porque está a nuestro servicio y no, como frecuentemente percibimos en América Latina, en nuestra contra.
Por otra parte, hoy sabemos que el éxito de las sociedades deriva de la suma de dos capitales intangibles, más el medio social en que ambos se conjugan, a lo que se agrega la calidad de los gobiernos que administran el espacio público. Los dos capitales son el humano, compuesto por la educación de las personas, y el cívico, que incluye los valores y actitudes que perfilan el comportamiento. Es un elemento clave, además, la calidad del sistema de reglas en el que las personas interactúan, es decir, la idoneidad de las leyes y las instituciones de que disponen, y las medidas de gobierno o políticas públicas que se ejecutan con el producto de los impuestos recaudados.
También puede hablarse de capital material, acaso el menos decisivo, que se refiere a la disponibilidad de inversiones, bienes de equipo e infraestructuras con que se cuenta. No obstante, el capital material sólo puede fomentarse y sostenerse si los otros dos (el humano y el cívico) tienen suficiente entidad, si el sistema de reglas en el que estas fuerzas operan conduce al desarrollo, y si las medidas de gobierno son razonablemente acertadas. Cuando estos factores no se engarzan adecuadamente, el capital material se estanca o se destruye.
Los tres capitales
La riqueza de Israel, primordialmente, como sucede en todas las naciones técnicamente desarrolladas, está en las cabezas de sus gentes: en su gran capital humano. Por diversas razones históricas y culturales, los judíos constituyen una de las etnias que con mayor intensidad cultivan la formación intelectual. Sé que es un lugar común subrayar ese rasgo del pueblo hebreo (se ha dicho que al inventar un día, el sábado, para dedicarlo a las cosas del espíritu, comenzó a acumular capital intelectual), pero, sea cual fuere su origen, ahí está una de las claves del desarrollo económico del Estado de Israel, extremo que suele tratar de demostrarse con la impresionante lista de judíos de todas las nacionalidades que han ganado el Premio Nobel, a la que habría que agregar la de músicos y artistas notabilísimos.
La explicación es muy simple y se despliega ante nosotros casi como un silogismo: la riqueza sólo se crea en las empresas; para generar grandes sumas de riqueza es indispensable agregar valor a la producción de esas empresas mediante procesos sofisticados que requieren conocimientos y expertise;esto sólo es posible si la sociedad cuenta con un número significativo de personas bien educadas. En eso, esencialmente, consiste el capital humano. Sin él, no hay desarrollo.
Pero el capital humano apenas da frutos si no va acompañado de un gran capital cívico. Es en ese punto en el que intervienen los valores y actitudes. En sociedades en las que predominan las personas respetuosas de las reglas –las morales y las legales–, y en las que existe respeto por las jerarquías legítimas, y los ciudadanos tienen un compromiso real con la búsqueda de la excelencia, el capital humano florece.
Esto no quiere decir que en Israel, como en cualquier otra sociedad, no haya psicópatas o seres inescrupulosos que violan las leyes, o gentes que carecen de buenos hábitos laborales, pero las personas que muestran esos rasgos son percibidas con desdén por el conjunto de los ciudadanos y no son suficientes para descarrilar al país de la senda del desarrollo en que se encuentra, o para destruir los fundamentos de la convivencia.
No me gusta sonar como un predicador religioso, pero sin valores morales y cívicos sólidos las sociedades fracasan y las instituciones dejan de rendir su cometido. Lo que quiero decir es que en Israel, como en todas las naciones exitosas, hay sanción moral para los transgresores de las normas, actitud que no siempre está presente en grandes zonas de los pueblos latinoamericanos, donde el comportamiento corrupto o ilegal de los dirigentes no los invalida ante los ojos de muchísimas personas, dispuestas a tolerar esas violaciones de las normas si ellas también pueden beneficiarse.
Cuando el presidente de México declaraba, recientemente, que al menos la mitad de las fuerzas policiacas mexicanas eran cómplices de los delincuentes, estaba reconociendo algo gravísimo: admitía, seguramente muy a su pesar, que una parte sustancial de la sociedad carecía de valores cívicos y de juicio moral, porque esas docenas de miles de personas de todos los estratos y de todos los rincones del país coludidas con los delincuentes de alguna manera eran una representación transversal de la propia sociedad mexicana, en la medida en que los policías no son una casta especial de seres humanos.
La lección final
¿Qué han hecho, en suma, los israelíes? Insisto: lo mismo que la mayor parte de las naciones exitosas. Hace unos años invitaron a un parco filántropo norteamericano a dar el discurso de graduación en una universidad católica centroamericana, y le pidieron que reflexionara sobre los principios de la ética. Se limitó a repetir los Diez Mandamientos y a reducirlos a una recomendación final nada original, pero absolutamente válida: compórtate con el prójimo como quisieras que él se comportara contigo. Su discurso duró tres minutos.
Si hay una lección que podamos extraer del ejemplo israelí, es muy simple: si en medio del desierto, y luchando contra todas las adversidades, este pequeño país ha podido convertirse en el tigre semita, no hay ninguna excusa válida para que cualquier país de América Latina no pueda lograr una trayectoria similar. Pero, obviamente, para calcar esos resultados también hay que reproducir el modo de alcanzarlos. Ese comportamiento que, como a todas las familias felices a que aludía Tolstoi, caracteriza a todas las naciones exitosas. Ése es el camino. Es largo y complejo, y no hay ningún atajo que nos conduzca a la meta. Lamentablemente, ése es el secreto.
Fuente: Ilustración liberal, revista española y americana. Verano del 2009.
Sobre este temas en Libros peligrosos:
¿Hay un nuevo antisemitismo? reportaje a Alain Finkienkraut.
La fuente turca, acerca de la guerra del 2006: Luis Thonis.
Cómo ser hitleriano sin saberlo:Henry Meschonnic.
Arafat en el Líbano: Gustavo Perednik.
Serge Klarsfeld defiende a Pío XII.
Por qué defiendo a Israel: Bernard Henry Lévy.
La razón de la batalla de Gaza: Pierre André Taguieff.
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