lunes, 13 de diciembre de 2010

La risa del tiempo. Por Luis Thonis.

Acerca de La mujer parecida a mí de Felisberto Hernández

"Quedémonos en la superficie... A propósito de superficie,
¿es exacto que usted haya dicho o escrito:
'lo que hay de más profundo en el hombre es la piel'?"
Paul Valery

Ignoramos cuál es esa "idea fija" en La mujer parecida a mí, el relato de Felisberto Hernández. Quizá porque inevitablemente tengamos ideas demasiado fijas: la idea fija comienza donde no hay comienzo y el sujeto es ya caballo.
Después, cuando ya lo sabemos, es tarde, no basta notificarse porque el despliegue de un pasado simple hace que la espuma suspendida del recuerdo venga con demasiada docilidad al presente, en un flujo temporal sin fisuras, revelación de un recuerdo todavía exento de olvido:
"Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, empezaba a andar mi recuerdo de caballo."
Al parecer el hombre duerme y el caballo, el recuerdo de haber sido caballo (como la memoria bergsoniana, esa memoria que tanto molestaba a Valéry a causa de su movimiento ininterrumpido) es un tiempo que todo lo conecta y lo ofrece en los relatos tradicionales. No ya como la duración que a veces fulgura en Felisberto Hernández, sino como la sucesión en que el pasado simple viene y se enlaza a un presente pleno.
Sin embargo, el tiempo que abre el relato, el recuerdo de "alguna vez haber sido caballo" está en una implicación contradictoria, a saber, se abre en un hueco entre pasado y presente, y la simplicidad finita que los remite el uno al otro; algo cae del teatro pleno del que escribe hacia un tiempo que abisma el sujeto en lo que llamaré su enunciación imposible, y acarrea la repetición sin simplicidad del pasado y sus efectos: el crimen, la ruptura de la unidad personal, la risa y la irrisión del orden codificado, anterior a ese nacimiento de compleja posterioridad.
Un tiempo viejísimo y nuevo como la risa –ficticia, ausente- del caballo. Porque todo sucede en la ficción.
Hay, pues, un tiempo disímil al acto de recordar puro o al tiempo lleno y fluyente; ese recuerdo que surge en el comienzo del relato pronto se anula en otro pliegue que implica el olvido y el recuerdo y en los cuales todo lo que fluye, viene, fulgura, comienza otro recomenzar que tropieza, se mezcla, desata temporalidades "pesadas" en la notación de ese paso, equívocamente contrapunteado (las manos del pianista Felisberto).
Paso repetido y recomenzado en un tiempo ya sin idea, que repite una idea fija: la de haber sido caballo. Un tiempo "caballuno", que atraviesa no sólo los espacios codificados, las connotaciones, las palabras, sino que suspende la precipitación de todos los tiempos, en esa detención muy parecida a la risa que no ríe porque puede escuchar la lenta disgregación de las palabras codificadas. La risa es el paso del caballo que, en cada paso, abre un claro a la risa, que tropieza en su paso, donde el pasar es el tropezar. Y que si atraviesa tales y cuales órdenes no lo hace como la veloz flecha de Plinio en La enciclopedia natural, sino como una flecha suspendida en un abismal retroceso que no va ni hacia atrás ni hacia delante, la flecha argumentada del sofisma del paradojal Zenón.
Volvamos a la primera frase: hay dos pronombres personales; uno explícito, otro implícito (el que empieza a tener la idea); dos tiempos, uno simple, otro pluscuamperfecto. Uno y otro están indicados y se remiten entre sí. El que empieza a tener la idea en el acto de enunciarla es ya un pronombre extremadamente disímil al de los performativos donde "decir es hacer" (y viceversa) –a los que "forman" las ideas y los cuerpos en el acto de enunciarlos-.
Esta idea fija no surge entre dos pronombres; está sin conexión con ellos por la implicación contradictoria, no es ajena a esa "risa" que remite sin inclusión en unas series temporales –y es éste, probablemente, el aprendizaje que Felisberto hizo de Proust-; es un tiempo sin "expresión" que cumple una idea fija no en una primera, segunda o tercera persona gramatical sino en una cuarta, implicada contradictoriamente en una enunciación "imposible" que incluso cuando no habla desconcierta los signos y los espacios, complica sus designaciones y despliega, retrocediendo y plegándose a ella, la idea fija.
Es, diría, la "caballidad" de la escritura de Felisberto Hernández que recurre, en una enunciación imposible, en una idea fija que es harto distinta a las "ideas" en el sentido que pueden tener para un Husserl, a las esencias que un presente pleno, a través de sus protenciones y retenciones, tomaría más allá del cuerpo y sus sofísticas.
Esa corrosión, tan distinta de la anulación del tiempo por el otro tiempo y de la idea por la idea fija, siempre detenida, ocurre en y por la idea fija, en el tiempo "caballuno" de un extraser, el caballo, regresando al tiempo sin esencia de su enunciación imposible.
Ese "ahora" se escribe en un "más allá", en el tiempo "caballuno" que disloca los hábitos, las idealidades, las esencias. Mientras el caballo da otro pasito.
Esa prisión del tiempo –es demasiado sensato hablar de libertad en esta escritura, en todo caso, viene a demostrar que la libertad no es una palabra demasiado libre desde este tiempo en apertura- produce una catástrofe en el espacio formulario y representativo, pasa por todas las dimensiones que proceden por "copia de copia", sean cuales fueren las ideas.
Obrar sin obra y escribir sin dirección. Engendrando el lugar de donde vienen los nombres, trama en nominación. No de manera innombrable sino en lo innombrable. Lugar no localizable por la percepción simple: atopía generatriz. En una escritura de partes extra partes que ninguna ideología –incluso las de la parcelación generalizada- puede "llenar" o "cubrir", la ideología sólo podría hacerse cargo del primer sujeto (el hombre), ahí donde la risa es una mueca de basalto; lo indescribible de la enunciación imposible –su sujeto: el caballo- no puede ser sino exterior a esa lógica, que postula previamente un universo de discurso potencialmente predicable.
Y sean cuales fueren los nombres que le den, la enunciación imposible escucha las designaciones de la superstición de pertenencia para dar un paso no en busca de sus antepasados sino de un primer recuerdo, sin origen, sin fin, que desbarata el "entre" de las finitudes ahuecando el nombre en la impenetrabilidad de las cosas.
Escuchando cada vez, en frases que a cada momento están alcanzando su término, el tiempo que tropieza procede por choques, por caída, por corrosiones, por disgregaciones, fuera del tiempo de la memoria y un olvido que caben en un paso. Los niños lo adivinan: "El niño que tenía las orejas dobladas me levantó el belfo superior y mirándome los dientes me dijo: 'este caballo es viejo'".
Pero los particulares ostensivos que usan los otros sujetos responden a los signos cotidianos del lenguaje instrumental, a la figura que ese lenguaje produce al enunciarlas; hay, al respecto, una audición neutra del caballo que no se detiene a interpretar las palabras de los otros porque está en paso hacia lo que no tiene figuración.
El tiempo es por completo disímil a la duración-flujo que pudiera atribuírsele a través de un Bergson. Es un tiempo donde la flecha sigue suspendida y el recuerdo produce la idea fija, es decir, la repite en un cuerpo que recomienza el movimiento detenido de su escritura.
Macedonio Fernández decía que los sistemas pesimistas reposan en errores, por ejemplo, cuando hacemos demasiado hincapié en un mal recuerdo y excluimos los buenos. Sin embargo, con esta versión simple del recuerdo Macedonio se protegía del "mal signo" que pone en riesgo precisamente el signo –su convención- y abre la enunciación imposible de la propia escritura.
Las escrituras no "positivas", enunciativas, trabajadas por la enunciación imposible, por lo indecible –que no puede confundirse, ciertamente, con lo "indecible" en tanto decir diferido que alcanzaría su expresión- se abren en un espacio, pero específicamente en un tiempo, que no puede traducirse al paradigma que opone pesimismo y optimismo. Es sabido a qué literatura llevan las buenas intenciones.
Aquí el recuerdo no es malo ni bueno. Lo pensamos desde Freud como un "block maravilloso", una escritura que implica un juego de capas que, en su repetición, abre ese tiempo donde no hay "tiempo" para entreabrir lo real de una escritura y las modulaciones de un deseo que nunca es uno y se dice pluralmente.
En este caso –en una de las líneas, "series del deseo" no deja de implicar la muerte- los crímenes del caballo; pero que son un punto de un tiempo siempre discordante, por el cual la muerte acaece a causa de la imposibilidad de seguir en esa enunciación imposible, sin avances ni retrocesos, que enuncia un extraser y un tiempo "caballuno". Hay otro asesinato.
Tal es el paso del caballo y el darse sin simplicidad de la risa de Felisberto Hernández. Es que el primer tiempo, el simple "recordar", condensado en el "haber sido caballo" no se subordina gramaticalmente en la forma de la proposición sustantiva; viene a un sujeto que es el hombre que lo recuerda. Pero hay otro tiempo que no anula ni niega ni se conecta con ese primer tiempo donde ya era el caballo que recuerda haber sido un hombre. Porque adviene a lo que siempre –la flecha suspendida, la idea fija, el tiempo detenido en la ausencia de tiempo- había sido: una ser que está ¿más acá o más allá del ser?
Es un extraser en un tiempo viejísimo y nuevo –como la flecha y la idea fija- imposible de medir ya que se suspende a sí mismo y deviene para quien lo enuncia alguien que es cada vez menos hombre y más caballo. Pero sin la creciente que organiza el delirio y la alucinación sino en ese tiempo "monstruoso" que se suspende en la risa, voz de su paso. El tiempo que abre el relato se implica en la "inocencia" de los relatos tradicionales: el "había una vez...". Es otro tiempo, cuyo orden lógico no puede reducirse al tema -aun si se habla de ausencia temática- de la espacialidad de la escritura, porque ésta se encierra en el tiempo –se deja devorar por él- y no cabe en un espacio por trascendental que fuera su caja.
El tiempo monstruoso no puede dosificarse, domarse, codificarse del mismo modo que el cuerpo que echa a andar en ese tiempo, que desprende sus colecciones sin concierto pero dejando oír una vez, y rompe la toma –y la doma- de los espacios a causa de que la enunciación implica un extraser que al decirse crea la ilusión de un "avance": "Ya era de noche; pero seguí. Apenas empecé a andar me sentí más liviano. Tuve la idea de que algunas de mis partes se habían desprendido o andarían perdidas por la noche. Entonces, traté de apurar el paso".
El cuerpo –después del recuerdo del crimen- se aligera y alivia en la idea fija, la de ser caballo, para lo cual –como para toda idea fija- el verbo "ser" no es suficiente; hay otra ronda en juego y en deriva.
Felisberto, en ese movimiento, en todos sus textos, lleva el castellano a un interregno de lenguas donde nada está de antemano estructurado; todo ocurre casi como los juegos de los niños en la arena, nunca hay una exposición en presente de la huella que fulgura, se borra, audición que se abre sin estrépito ni ensordecimiento, hay que articular su voz para pasar por la risa del texto. No es la caricatura que embriaga la puntualidad de los que practican un falso infinito.
La lengua no sólo procede por fragmentos sino que se fragmenta en la suspensión de toda norma –si a esto oponemos un desvío- pero no de todo orden; hay una pasión de infinito que deja oír otra constancia. En este caso, en la enunciación imposible (y los problemas de tiempo que despliega) se trata de un extraser que implica la conjunción del recuerdo y el olvido. Lo que ya era, en su enunciación imposible, se envuelve en una configuración heterogénea que disloca el orden de lo representativo, funcional, instrumental; no la suprime sino que la asedia a paso de caballo y desencadena la risa del tiempo.
Caballo imposible de montar; no simetrizable por paradigmas. Olvido de las filiaciones, de los antepasados, salida de la superstición de pertenencia, en el descentramiento de la lengua y la literatura.
Obrar sin predecidor es condición necesaria para acceder al infinito. La suficiencia reside en la destreza artística, inacabada y cumplida según el estilo de Felisberto Hernández.
Este relato ahonda la separación entre el narrador y el que escribe, entre el saber y el no saber –todo el saber, como texto previo, pasa al estatuto de incierto, pero no hay alguien que cogite, que sea la luz de la duda; el sujeto excede la regulación, el ser en su enunciación imposible-. El que escribe es un animal que habla y dice "soy caballo". Los otros le ponen nombres, apodos, también lo califican: "es un caballo" o "el turbiano"; pero no ocurre en la línea del tiempo en que habla el sujeto -monstruoso animal hablante-. Pueden perseguirlo cuanto quieran a través de las designaciones, que nunca oirán el entramado vocal que se dice en el tiempo asaeteado, el retorno de sus orígenes falsos, el recordar que se es efecto de una enunciación imposible.
"En ese instante, siendo caballo, pienso en lo que me pasó hace poco tiempo, cuando todavía era hombre. Una noche no podía dormir porque sentía hambre, recordé que en el ropero tenía un paquete de pastillas de menta. Me las comí, pero al masticarlas hacían un ruido parecido al maíz".
"Ahora, de pronto, la realidad me trae a mi actual sentido de caballo. Mis pasos tienen un eco profundo; estoy haciendo sonar un gran puente de madera.
Por caminos muy distintos he tenido siempre los mismos recuerdos. De día y de noche ellos corren por mi memoria como los ríos de este país. Algunas veces yo los contemplo; y otras veces ellos se desbordan."
La idea fija, la metamorfosis en lo que "él era" supone varios órdenes en los que hay que detenerse mediante la contemplación como si se tratara de un paisaje a punto de opacarse, pero cuya luz viene del sarcasmo de que no haya una negrura definitiva. Esa mirada es necesaria porque, tal como están dispuestos, si esos órdenes se desbordaran arrastrarían al sujeto, al caballo, a un rebullir de todas las colecciones, de las partes, de los miembros. Recordar el –haber sido- "hombre" le permite percatarse de "algo humano" en el interior excentrado del olvido que se escurre monstruoso, "caballuno"; aquí también, como el Zaratustra vernáculo del cual nos habla Borges, las mínimas diferencias se oyen en sus transiciones –es el parecido de las pastillas de menta con el maíz- las semejanzas.
Que todo sea parecido a todo habla de un posible hilo dorado que vuelve a ordenar las cosas en un tiempo humano, que restituye la génesis y reaparece en una sucesión de predecesores: ahí resiste la línea del olvido extravernáculo.
Paso suspendido del olvido que excede la contemplación. El recuerdo anda porque no hay camino, hay más alarde de piedras que templos, toda unidad es un jeroglífico ya traducido.
En el paso extravernacular no hay principios ni fines. No cuentan, debido a que cada frase en cada momento está alcanzando su término. Es también la reductio de Felisberto en cuanto a la frase que cierra en fragmento, para que el tiempo la llame y la haga regresar a una enunciación imposible. No hay regreso que no sea posible y eso porque no hay regresión –humana- ad infinitum; hay un infinito donde la regresión no pospone un futuro, puede generar otras progresiones, impredecibles. La regresión de la frase no debe entenderse como una progresión al revés, como una vuelta al pasado simplemente y desde un presente demasiado presente y en consecuencia anacrónico. Otras son las acronías que juegan. Por eso los temas contemporáneos del espacio de la escritura son insuficientes para pensar este tiempo, impensado a causa del extra-ser que lo desprende, incumplido en torno al ciclo de la frase.
Es preferible pensar el tiempo según el tópico que lo presenta como un gran devorador: Borges, Proust, Beckett han dicho haber sido devorados por el tiempo. Le sucede a quienes lo engendran. La devoración en y por el tiempo implica una disgregación corporal en distintos pathos de tiempos y en un cuerpo que no puede localizarse. Ya es parte de un nombre en germinación.
La enunciación aquí remite a esa "otra muerte", la que hay que morir para dar un paso de caballo o tortuga, si, además, recordamos con Gilbert Ryle que la tortuga es un ser que no puede pensar. Dar un paso parecido a ella es la condición de la risa: una risa excesiva, no a carcajadas siempre, una risa que nos remite a caballos y tortugas. El tortuoso reír de un goce que desborda un río fuera de toda clase universal. La singularidad tiene la impavidez sonora de un río; por momentos la escritura parece una charla amable, ocurre cuando la lengua es un apacible chasquido, cuando, dirá Alfonso Reyes, "fluyen las vocales y las consonantes tienden a licuarse".
Pero de súbito es un puente de madera : no hay estrépito ni zumbido; es el sello de un nombre propio. Aquí el nombre propio es un término neutro: ni marcado ni no marcado. Más bien se trata al parecer de un nombre genérico: el sujeto pertenece a la clase de los caballos como Napoleón a la de los generales.
Pero no puede ser genérico: ese caballo habla; su ser por otra parte es demasiado verbal para arrojarlo al espacio de la literatura fantástica, que espera con sus categorías para bautizarlo como una generalidad más.
Los otros dan voz a un nombre impropio que acaece en la enunciación imposible. Luego los nombres, en tanto designaciones, rebotan porque el problema de ese cuerpo no es el del nombre, o el del epíteto, sino el del agente. Ser el hombre es ya ser el agente de una nominación y un nacimiento en el lenguaje, tener un nombre cualquiera al cual la revelación de un cuerpo de partes extra partes y miembros dispersos se le anuncia ahí donde se genera en el entrecruzamiento del recuerdo y el olvido.
En Felisberto Hernández el "recordar" –así como Kafka habla del "escribir"- no tiene como objeto tal o cual escenario imposible; es la repetición del recuerdo, la que genera, al repetir una escena, que sólo la atribución de un sentido -así como otros nombran inútilmente al caballo- pueda ordenar en un sistema único, totalizador, declaradamente coherente.
La idea fija "empezó" en un pasado simple y sin vértigo que enmascara, sin disimular un presente liberado de todo pasado. Que no es presente porque lo enuncie un extra-ser que complica al máximo las relaciones temporales al encadenar, escandir en líneas abiertas ese tiempo devorador de modo que al acaecer la metamorfosis en caballo se es menos hombre y más caballo de menor a mayor, en una homogeneidad donde tales o cuales órdenes de metamorfosis podrían mensurarse. El menos es el signo -dislocado de toda identidad- del caballo que –diría Macedonio Fernández- se hizo cosmos.
Un cosmos que no es lo otro, lo que niega de un trazo endeble –vacilante- el caos, sino la irrupción singularizada de éste –la "caballeidad"- en el regulado, yerto interior del cosmos: así como Borges hará irrumpir las periódicas repeticiones del caos (orden de lectura) en el interior de la biblioteca, conjunción feliz, gigantesca, del orden y la génesis.
En su primera novela, Los tiempos de Clemente Colling, Felisberto escribe: "No sé bien por qué no quieren entrar en la historia de Colling ciertos recuerdos". Y: "Además tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas dejamos de saber que las ignoramos, porque la existencia de ellas es acaso fatalmente oscura; y ésa debe ser una de sus cualidades. Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro."
Lo otro no es una unidad: implica la dispersión del saber en un espacio de transiciones, en lo desconocido de la escritura de Felisberto.
Que actúa respecto de la "tradición literaria" en olvido de los antepasados y respecto de la serie literaria en un desprendimiento que implica esa enunciación imposible y esa repetición que excede la regulación del ser, la especie por algo genérico.
Su escritura está poblada de catástrofes, de heterogeneidades y metamorfosis; ahí de continuo irrumpe –silenciosamente- la repetición de la muerte. Que ahonda al máximo la diferencia entre el sujeto del enunciado y la enunciación. Podríamos argumentar ad hominem –tratándose curiosamente de un caballo- con Zenón que, mientras el sujeto del enunciado (el hombre) enuncia la memoria como idea fija (haber sido un caballo), la enunciación ha dado un paso (la idea fija, siempre repetida) mientras el sujeto del enunciado dice el "ser" del hombre. Paso que vuelve a repetirse desde el extraser del caballo, que en el entrelazamiento del olvido y el recuerdo memora que había sido un hombre.
Esta literatura no es ejemplar y deviene en este relato un avatar monstruoso –excesivo- por el tiempo que despliega. Supone un lector que se incluya en sus líneas exclusivas, entrecerrándose en ese tiempo abierto que ríe en la ausencia de nombre genérico –el hombre- en función de un nombre que es espacio de su engendramiento y sin designación: es la risa del tiempo y la voz que encuentra la lectura.
"Eso se escribe", decía Kafka. Y cuando "eso se escribe", una escritura es "originaria" –la "reproducción" viene a tomar el lugar de una escritura de origen- porque complica –no es natural ni simplemente artificio- las filiaciones, la explicación de su aquí y ahora presente por el pasado –general suma de todo lo genérico-, lo genealógico. Al punto que –sin caer en la ingenuidad de la literatura sincera, pura, natural, expresión sin huella del sentimiento- es posible preguntarse si para este tipo de escritura, trabajada por el olvido, importa demasiado localizar los préstamos, o los orígenes. Felisberto produce una y otra vez el no saber, el desaprender, un arte de olvidar que no es una suma más o menos bruta de omisiones. Es la puesta en escena del recuerdo. Y la metamorfosis en caballo es prueba de que nunca se desaprende demasiado poco. Es que en el escrito de Felisberto todo cuanto se constituye como "copia de copia" es objeto de risa por el tiempo de escritura que remite –vibración, otra del nombre- a un caso singular, sea Felisberto Hernández, un nombre propio, sea a ese nombre genérico, el narrador caballo, sin nombre, ni siquiera bayo.
¿Qué hacer con los argumentos que aun sin ser expuestos hacen pensar en lo que tienen de no pensado, y de ese no saber, el extraser que lleva una y otra vez a la inanidad del ser y la risa, más allá de toda apacible semejanza?
La obra habla de una ausencia de obra precisamente por la resonancia de un trazo y una firma; de lo no literario de la literatura elevado al rango de un arte que está lejos de confinarse a una literatura -concepción genérica, correlativa a una concepción positiva, naturalista del deseo-; de la contrafigura del olvido que se desprende como exterior a la tradición de los antepasados. A los que no condena, pero tampoco asume. Asumirlos puntualmente parece al leerlo más una traición que una fidelidad. También ellos desplazaron los orígenes. Todo acaece a paso de caballo. El olvido y la tradición interesan. Felisberto es el olvido de los antepasados, de los textos fundadores, de las líneas de transmisión, de las buenas filiaciones: su referencia no es la literatura universal sino cierto siglo cuyos efectos todavía sufrimos y que también ha producido una inversión a través de las ideologías progresistas: propone como "nuevo" lo peor del siglo pasado en una trama donde toda vez lo peor es lo seguro.
Hay otro tipo de sujeto. El retorno ya no es el mismo ya que resuena en un extra-ser: he ahí un caballo.
Olvido para nosotros difícil de recordar si nos detenemos en un poema de Borges: "Sólo una cosa no hay: es el olvido". Borges podía sostenerse en la voz "viva" de los antepasados, antes de comenzar esa errancia donde pierde su nombre o su yo se disgrega en esos objetos que él llamará conjeturales, heterogéneos: El Aleph o El Zahir. Ahí la lengua sale también de los paradigmas yendo hacia un no lugar, la génesis viene desde una tradición más evocada y transfigurada y va hacia un orden que tiene su efecto de revelación, metáfora en el Aleph de un espacio no homólogo a los espacios en el cual un muro se levanta, hipérbole sin figura del Tiempo.
Y también en el Zahir, objeto conjetural, moneda heterogénea cuyas caras no se contraponen y donde se enuncia esa nadería –palabra que tanto gustaba a Unamuno- de ese otro tiempo que es el morir antes o después.
Quizás Borges al escribir el poema habrá recordado el único personaje, el único poema que no puede escribirse, la lengua funesta del memorioso Funes para la cual no puede haber lo único que no hay, el olvido.
Entre Borges y Funes no hay, como suele decirse, "entre" posible a causa de que una lengua y otra no son simétricas ni inversas ni iguales ni distintas: se dicen en otros espacios y en otros tiempos.
De tal modo, cuando Borges o, si se quiere, el narrador borgeano, cruza hacia la Banda Oriental lleva en su valija varios y planificados libros en latín; entre otros, Los comentarios de la guerra de las Galias, de Julio César, abundantes y explícitos en cuanto a la división de la lengua y el territorio. Esos libros, con los que transita a la otra orilla, pronto los escuchará en la voz de Funes que desconoce el latín, no sin asombro ni algo de horror, como lengua funesta, porque ésa ya no es el latín que había querido aprender según su "pasión de lenguas", sino esa misma lengua pero extremadamente otra, que está en las antípodas de las llamadas abstracciones del arte de Borges –y del olvido que no hay, según aquel poema-, voz que se entrelaza en otro pliegue, el de un fin del libro menos espectacular que el incendio de la biblioteca, imposibilidad de toda metáfora.
Es una voz que se destapa como una isla en el texto, un basural de memoria que va de retención en retención, sin olvido ni separación, huella o borradura; es una palabra local, vernácula y cimarrona, de excéntrica convergencia puesto que cualquier lengua puede adentrarse y ovillarse ahí donde no hay huella. Es lengua funesta porque puede enumerar el aquelarre de todos los nombres en todas las lenguas que ahí se ovillan; enumerar el nombre de Ciro, que sabía enumerar uno por uno los nombres de los soldados de todos los ejércitos de Ciro, proyectar un idioma en el cual cada pájaro o rama tengan un nombre propio, hacer de cada cosa algo único y desecharlo por parecerle demasiado general.
Es, pues, la vía de Funes, singularidad vernacular que procede por unidades en la subdivisión que no se subdivide del tiempo memorioso. ¿Se ha pensado algo más fúnebre?
De otro modo el cuerpo de Funes es funesto ya que ahí todo es discernible pero sin huella. La superficie local de la memoria recoge el tiempo como basura, pero de modo que la podredumbre del tiempo no pueda morir; hay, luego, en los paredones de esa memoria también una escucha, un asombro renovado cada vez: "Su propia mano en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Liliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía tranquilamente los tranquilos avances de la corrupción; de las caries, la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario espectador de un mundo multiforme, solitario y preciso".
Es la prisión del tiempo en su simplicidad: el tiempo viene, se oye, progresa, hasta se magnifica porque siempre da en el atisbo de la muerte, en una finitud que tiene al anunciarse la apariencia de una encrucijada, la juntura de un destino, pero siempre de tal modo que la simplicidad del tiempo no pueda devorar nada de la memoria, efectuar un corte, ni soltar una hoja del bosque memorioso por mucho que se particularice la hoja dando nombres a la vibración de su tallo.
Funes procede "uno por uno"; busca darle un nombre propio a cosas que tienen un nombre común; no se resigna a que haya designaciones, ataca la lengua en su piel, allí donde ella se pretexta a desgana; transgrede los nombres partiendo de la designación y yendo por vía funesta de singularidad vernacular. De otro modo la muerte está implícita en un velo que no muere; escucha la disgregación corporal –como el mismo Borges la anuncia, la anticipa, luego de recibir, raro contradón, el Zahir- en una diferencia que no piensa, escribe porque no olvida, en unas series sin desprendimiento que estarán una a una completas, aunque Funes se esfuerce en llevarlas al máximo por su modo de trillar lo singular, haciendo incluso pasar el "uno por uno" al uno del uno, doblando la serialización, por mucho que despliegue su infinito yendo de la vía común a la propia.
Así, el Aleph, en Borges, es la letra que habla acerca de los modos de escribir el infinito. Nos entera de que a menudo oímos no la voz, sino una rapsodia sin música.
Asimismo, si viera, él, el Aleph, el punto del espacio que contiene todos los puntos y en el que cada cosa es infinitas cosas -entre ellas, el zaguán de la casa de Fray Bentos, donde es posible que ande cerca el Memorioso- vería todas las hormigas que pululan, hormiguean en el Aleph, el rostro de Beatriz Viterbo –la mujer que se comienza a olvidar, y a repetir a través de todos los puntos de la memoria. Y olvidar a través de ese punto ese objeto "cuyo nombre usurpan los hombres". Ver el Aleph es haber olvidado, perdido, para que el narrador pueda repetir, transcribir, recordar, dar paso a los puntos de una sucesión que lógicamente es imposible de enunciar en simultaneidad porque si todo se inscribiera de una sola vez, en un solo trazo, ocurriría una catástrofe generalizada: todas las sucesiones pasarían a ser simultaneidades y encajarían en leyes de dispersión. Pero sin un orden que pueda darles paso, escribirlas.
Ante el uno por uno de Funes, el narrador de Borges le da "tiempo al tiempo" para que haya por lo menos un Aleph que impida el dislocamiento y la inscripción simultánea de todas las heterogeneidades, esa misma pluralidad que Funes congrega como memoria acumulada, y la sucesión dé paso al infinito olvido de esos escombros que irradian a través del punto "aleph", ese desprendimiento del espacio que libera solo –y solamente- algunos tiempos.
Porque si el infinito olvido que Funes retiene y acumula como gran propietario de un lenguaje sin olvido pasara por ahí, estaríamos nada menos que ante la "locura" (por eso Georges Bataille dirá que escribe para no volverse loco, es decir, escribe para que la escritura trace una barra, un muro, un límite). En esa lógica, si se franquea el límite y no surge ningún nombre –aleph- no habría posibilidad de transcripción; el aleph se inscribiría sin poder ser enunciado, simultáneamente, tal la "locura".
En este texto no se desencadena el mismo trazo –ese puro olvido de las antilenguas que inventaron su propia gramática hasta devenir un puro collage de superficies, como un Artaud, irreductible a la "vanguardia", es decir, a imitaciones puramente gramaticales- sino que viene a inscribirse en ese tiempo que tropieza, en el cual las secuencias irregulares –exentas de una ley, floración caótica- entrelazan el recuerdo en una idea fija y un escribir de su olvido... anámesis de la risa y la voz... uno menos uno a paso de caballo de una lengua primera, pero no originaria, no calculable, intraducible, de un caballo que habla y escucha el uno menos uno del caballo que no es traducible a géneros –animal/hombre-, está ante el uno por uno que va de Aristóteles a Funes, sumando o restando enteros. Infinito reducible a la enumeración. Sin corte. Sin posibilidad de actualizar las ideas, la errancia.
Y el narrador de Borges, su larga errancia engendradora de Babeles de falsa simetría en el interior del castellano, que hace pasar las simultaneidades, todas las que se quieran, en sucesión sin ley por el punto Aleph, hueco en la lengua donde la memoria y el tiempo pueden revertirse, elaborarse, diferirse. El Memorioso, Funes, es en cambio un pliegue que Borges cierra como si se tratara no de un hombre sino de una tradición, un modo de leer la escritura, inaugurando un corte, marcado por la fulguración del olvido, su recomenzado pasaje en elaboración que tropezará en el autor con antepasados propios y lejanos, el diálogo proseguirá sin que haya temor de perder la voz, el horror ha sido atravesado, dicho, vencido.
Y Funes, rememorando en memoria funesta el "vaciadero de basura", familia de lenguas y nombres que se encastillan para guardar pasado común "que los interlocutores compartieron" en todas las tierras, en un espacio que anula –al memorarlo-, el Tiempo: es la consagración de la basura universal como memoria, la misma que engulle como propietario simbólico (esa pesadilla es apacible, no inmensa, vasta, como la que Joyce, inversamente, hace pasar por laberintos hechos de escombros de todas las lenguas).
Y el narrador-caballo de Felisberto Hernández en su borde extravernacular, con su escritura –sus diminutivos, sus voces guturales y onomatopéyicas- cambia el paso de la "historia literaria" en sucesiones no idénticas, sin una ley previa y según una trama antifilogenética –ir al encuentro de un antepasado, repetirlo en una lengua primera, contra los orígenes, desprender una escritura de otra hasta disolver toda memoria- en una errancia no humana –genética- en su espacio y su verdad.
Este recomienzo en olvido de la filiación y la historia puede recomenzar por cualquier punto, si no hay historia ni filiación que puedan escribirse de una muy distinta manera; en cualquier caso, se trata para él de identificarse –extravernacularmente- con alguien que no tenga identidad, un acorde –tal el recuerdo del caballo, un sonido tomado a flor de voz- y llevar lo no idéntico en el interior coherente de una sucesión sin ley, como en las primeras invenciones de una "lengua primera": "A los locos nos tienen mucha confianza en estas cosas. Escribiremos sólo algunos de los datos del primer ensayo y dejaremos especialmente a la orilla del plato los de la formación del jurado de los dioses".
Ahora es un "loco" el que se nombra, enuncia, pero es ironía hasta el punto en que toma lo no idéntico para hacerlo hablar, escribir.
Entonces, las analogías imperfectas son exactas en lo que tienen de no analógico y de incalculable. El caballo tropieza, su tropiezo es el parecido. Cuando el texto diverge en la repetición de la idea fija y parece organizar una sucesión sin ley en su olvido, encuentra su punto de parecido en el momento en que creíamos que no había semejanza posible: el caballo se parece a una maestra con cara de caballo. El caballo no es metafórico ni metonímico, ni conjuntivo ni disyuntivo; esas conexiones están pero ninguna predomina. Digamos que es un lapsus o, como dice el niño Alejandro, un "ajetivo", como si el niño supiera en su error la "verdad" del caballo: que es un error en cuanto efecto de una enunciación imposible. La maestra corrige: "Se dice adjetivo", y agrega: "adjetivo no es nombre, es adjetivo", pero le es difícil enseñarle que es alguien, un extraser que hace vacilar las designaciones.
Se produce entonces la falsa conjunción y la falsa disyunción –"ahí va la maestra y el caballo", dicen unas voces-, o "el caballo o yo", dirá al final el novio de la maestra colocándola en la alternativa de opción: ahí la risa se desencadena entre falsos parecidos.
A diferencia de todo arte de caracteres, en Felisberto las escenas ocurren entre antimodelos. La maestra no es totalmente el magister; ella también recuerda algo parecido en su rostro, un resto, una metonimia que está a la espera de ser repetida: "La maestra recordó a su vez que en aquella oportunidad la amiga le había dicho que tenía cara de caballo. Yo miré, pues la maestra se me parecía. Pero de cualquier manera aquello era una falta de respeto para con los seres humildes. La maestra no debía haber dicho eso estando yo presente".
La maestra recuerda su "ajetivo", su no semejanza, su anomalía, y querrá como mujer, es decir en un ser que no necesita recordar que en sí mismo es extranjero...
Al entrar en esa risa del tiempo cuyo sitio sin lugar es un extraser, instituye la risa, que está en implicación contradictoria con el tiempo y la idea fija; los atraviesa, suena exterior a uno y otra, risa que al introducirse, entrar en contraste, vivir las relaciones intersubjetivas, no puede sino volverlas extremadamente cómicas; una comicidad que hace estallar de risa a la inanidad del ser.

Revista Sitio, diciembre, 1981.

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