En El libro perdido de los origenistas, Antonio José Ponte dedica uno de los capítulos de la historia de Orígenes a Lorenzo García Vega. La razón principal de este aparente desvío del canon origenista, que tiene en Lezama Lima, Virgilio Piñera, Eliseo Diego y Cintio Vitier a sus evangelistas principales, acaso se encuentre en el terreno de las deudas. Ponte, en efecto, confiesa deber parte fundamental de su comprensión de Orígenes a un libro de Lorenzo García Vega en que el autor demuestra la imposibilidad de historiar un fenómeno que cae fuera de la historia.
No tanto porque Orígenes fuese el brote auténticamente insular dentro de una fantasmagórica vanguardia latinoamericana, sino por algo mucho peor que esto. Lorenzo García Vega, en su libro Los años de Orígenes, “se encarga de devastar el grupo de gestos que Lezama y otros origenistas, él mismo entre ellos, ordenaran”. Esto significó derribar un mito dominado por la envoltura de lo sublime y, por los años inmediatos a la publicación del libro (1979), una traición imperdonable a la patria origenista. Antes, hacia fines de los sesenta, García Vega había partido al exilio, y con el tiempo, para algunos escritores de la siguiente promoción cubana, se convertiría en el modelo del escritor exiliado. A decir verdad, García Vega se convertiría en algo más que eso. Más allá de las figuras encarnadas por Eliseo Diego y Gastón Baquero, origenistas que murieron en el exilio, Lorenzo García Vega se convirtió en el estigma del escritor cubano, no sólo desengañado del mito sino hacedor de la contraparte del mito que esa actitud genera. Ponte, haciendo eco de la nomenclatura del propio Lorenzo, lo propone no-escritor, y razona sus motivos: “El no-escritor escribe pero borra, hace borrando, afirma en una oración lo que negará en la siguiente, tiende a un cero de escritura. Evita así la fama, la famita, esa suma de malentendidos”. Aunque esas líneas se refieren a Los años de Orígenes, un libro que le valió a García Vega esa suerte de ostracismo con que se castiga a quienes infringen el protocolo de las repúblicas letradas latinoamericanas, la forma en que desmontan la poética y la ética de García Vega se aplica a las mil maravillas a una continuación ancilar de esa primera novela de memorias, que su autor, fiel a la tradición del No a la que pertenece, ha titulado El oficio de perder. Como muchos otros libros de escritores cubanos en el exilio, éste ha sido publicado en México. Sus 570 páginas representan un desafío a la perseverancia de sus lectores hipotéticos y, por otro lado, una decepción para quienes presuman encontrar en él las páginas que faltaban al desfile origenista. Al reseñar su infancia, su adolescencia y su “juventud” — que Lorenzo traduce a una Cabeza de Oro, a sus Hombros y sus Brazos de Plata y a su Torso de Cobre, en un cuadro de correspondencias gigantescas entresacado de la imaginación de Giorgio de Chirico —, el autor nos entrega una gramática; un manual adjunto para leer entre las líneas de su estilo repetitivo y adverso. Pero ¿adverso a qué? En primer lugar, a la propia persona; en segundo, a la escritura misma. Los recuerdos circulares que hilvanan la espiral del libro, las digresiones, los retornos, la pulsación del obseso que recuerda y a un tiempo anula sus recuerdos, las citas mismas y la ausencia de un hilo conductor definido constituyen los argumentos que tiene Lorenzo García Vega para descreer de la linealidad de la prosa. Su negación de la posibilidad del relato, y de los subgéneros que el relato subordina, no es nueva, sino una constante de la literatura a partir de los primeros años del siglo XX. Sin embargo, la novedad no es el propósito que persigue García Vega. En su manera de presentar los hechos, o, como diría Ponte, los no-hechos de su vida, hay una afirmación de lo único que le es dable afirmar al escritor que escribe: la realidad de la escritura, como fenómeno autónomo separado inclusive de la realidad de la que se escribe, sea ésta la realidad de la Playa Albina o la realidad de los acontecimientos mentales que se presentan por la mañana o por la noche en calidad de pesadillas, recuerdos o simplemente ideas. Una de las intuiciones notables de El oficio de perder gira precisamente en torno a la materialidad de la nada, a la sustancia literaria de algo tan anodino y cotidiano como el cadáver de cal de las paredes de la propia casa. “Mirar las paredes, sentado, es una de las cosas que más me ha gustado hacer durante casi todas las partes de mi estatua”, dice. “Mirar sentado, como si oyera la música de John Cage. Y volviendo a la posible influencia de los jesuitas, me vuelvo a esta cita de Clarice Lispector, que tanto me gusta: ‘Voy a crear lo que sucedió. Sólo porque vivir no es narrable. Vivir no es vivible. Tendré que crear sobre la vida’”. Nadie mejor que García Vega para suscribir esas frases. Su curriculum vitae subyace en las razones de este largo monólogo. El exilio, para García Vega, comenzó en España en el 68; continuó en Nueva York, donde fue portero de la tienda Gucci; y perdura en Miami, donde el otrora iniciado en el ritual origenista trabaja como bag boy en una tienda de la cadena Publix. La disidencia de García Vega, su negación a ultranza, es una de las razones que lo han vuelto tan atractivo a la nueva generación de escritores y poetas cubanos. Ven en él un eslabón con una tradición suya inimaginable ahora — la de Lezama Lima y Virgilio Piñera, que es a su vez una continuación de la tradición de Martí y Julián del Casal, es decir, una tradición que reúne a los opuestos — y al mismo tiempo la posibilidad de la crítica a la tradición desde la tradición misma.
Si Virgilio Piñera, con tanta sorna como sordina, había denunciado el ridículo en que incurrían con no poca frecuencia sus compañeros de aventura, García Vega desveló en su momento las miserias y la hipocresía que se esconden detrás de toda apostura literaria. El hecho de que se haya concebido a sí mismo como una estatua de varios metales es demasiado significativo para pasarlo por alto. Él mismo está hecho de los materiales que aborrece; él mismo, no-escritor escritor, escribe, y se sobrepone con ello a la falta de sentido de que habla la Lispector. Su verdadera filiación intelectual y estilística se encuentra en los proyectos abolidos de Macedonio Fernández y en las reiteraciones obsesivas de las no-novelas de Thomas Bernhard.
El no-libro de Lorenzo García Vega, por lo tanto, tiene un tema. Las centenares de páginas de prosa de su Oficio están marcadas por algo que aquí no semeja tanto un estigma vital como una cifra poética: el fracaso. La palabra acaso sea demasiado rotunda. El habitante de Playa Albina prefiere, para nombrar su oficio, un verbo mucho más simple que aquel sustantivo: perder. El “oficio de perder” al que se refiere, con sarcasmo, Lorenzo se parecería al de un boxeador de la vieja guardia, de esos que se ganaban la vida aceptando soborno para dejarse caer. ¿No es el escritor el eterno contrincante que muerde el polvo una y otra vez, pese a encontrarse en condiciones óptimas para alzarse con el triunfo?
García Vega, como el argentino Macedonio Fernández o el peruano Julio Ramón Ribeyro, hacen de su oficio de escritores una profesión de pérdida. Profesión perdida o condenada pues la presa, en la escritura, parece situarse siempre por encima de sus posibilidades de aprehenderla. Los tres, sin embargo, son escritores enamorados de la línea quebrada y de la recta. Su prosa se fragmenta o se acumula, según la necesidad y el caso.
Viven bajo el imperio de la sorna y el títere. Y el Dios que mueve sus hilos es el descreimiento. Después de Nietzsche, ahí donde los demás ven ideales, ellos ven las cosas “humanas, demasiado humanas”.
La función ha terminado, las luces se extinguen una por una y el boxeador que pierde sale por la puerta trasera con sus avíos en una petaca, dolor de puños y un tajo sobre la ceja. Al que gana, en cambio, le espera la fama, “la famita, una suma de malentendidos”. Uno y otro, sin embargo, son necesarios para la continuidad del espectáculo. Lorenzo, total descreído, hace tiempo que ha declinado ser vencedor o vencido. Con este libro, el cual es ante todo una declaración de principios, ha abolido no sólo a los contrincantes, sino al réferi, a los espectadores y al encordado mismo. Con su libro vacío, en ausencia de la Obra, ha planteado los motivos de su caminar autista, postergándose a cada paso, sin darse alcance nunca. Ponte no lo dice en su ensayo, porque la presa se le hurta. Lorenzo es un escritor, una persona escurridiza. Para hablar de él hay que hablar de Orígenes; pero también hay que olvidarse de eso. Su signo es el de la ausencia —de los diccionarios, de las fotos, de las memorias de la Isla. Pero también es el exilio. Quien se exilia como se exilió García Vega a finales de los sesenta, es porque prefiere no-estar, no querer ser parte de esto ni de aquello.
Es una actitud crítica tan natural como requerir de oxígeno para seguir respirando, en una atmósfera de por sí irrespirable. Hemos romantizado en demasía la voluntad de exilio que hemos perdido de vista su lado necesario y bienhechor. No habría literatura moderna en lengua inglesa sin los destierros premeditados de Joyce, Gertrude Stein, Ezra Pound, T. S. Eliot, Wyndham Lewis y Joseph Conrad. No habría tampoco literatura cubana actual —al menos no una parte sustantiva de ella— sin la diáspora prefigurada por el destierro de García Vega. ¿Será que el transtierro se ha convertido en un género, en una forma complementaria e inconsciente de diseñar la propia escritura? Tal vez.
El oficio de perder es uno de esos libros que fueron escritos para ser leídos únicamente por sus autores, en el momento extraño, arquitectónico, de su composición. Esta contrariedad aparente — que proviene de la mente inobjetable de Valéry — confirma aquí los reales de su procedencia.
§ Lorenzo García Vega, El oficio de perder. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, 2004, 507 pp.
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