A propósito de Raucho, de Ricardo Güiraldes
El silencio no sólo resguarda y protege ciertas obras sino que las sostiene en una circularidad cuya primera manifestación es el rechazo a no ser otra cosa que ella misma. Pero esta manifestación no es originaria. La identidad de la obra a la obra, en su desaparición, abre la proliferación de los lenguajes, memoria que cada obra deberá soportar hasta que un desvío configure otra lectura, sustrayéndola a esa adherencia que la concluye y la limita.
De ahí que el nombre de Güiraldes deba ser mantenido en suspenso, nombre que no deja de oscilar entre una consagración marmórea y una imagen pintoresca. Raucho no será identificado con una autobiografía –remitiéndola inmediatamente al autor como concepto jurídico o psicológico- ni con una medición para otra obra –Don Segundo Sombra, previsiblemente-, asimilando una sucesión cronológica a un desarrollo estético, ni con una sustancia literaria –un género- del cual el relato representaría la especie.
Sobre esta vacancia –de autor, de medición, de clasificación- otra suerte se dispensa. La iniciación es un mito de origen que duplica y expande los emblemas familiares. Es la instauración de una clausura, la repetición de un estilo. La literatura llama novelas de iniciación a esas simulaciones en las que un narrador, afirmando buscarse a sí mismo –tema de la edad moderna: en la antigüedad no había "yo", la persona estaba inscrita en el código que era ya lugar de encuentro, la máscara es un topos– hace de ese rodeo un drama –acción- donde una lengua se construye.
Toda iniciación evade –miente y mienta- el lugar de su identidad: ese frágil saber que es aceptar la muerte en y a través de la escritura hará que la iniciación sea impensable como origen no coincidiendo éste con la fecha de publicación del libro ni con el tiempo interrumpido de su publicación.
Raucho es la iniciación de su propio funcionamiento como relato, pero no en un orden naturalizado, la literatura como una naturaleza que expresa las figuras de la continuidad y la sucesión.
El relato, sin embargo, se presenta bajo el orden continuo que la literatura parece dictarle: Raucho como relato se divide en capítulos que respetan el viejo topos que piensa la continuidad como una línea. Las metáforas del camino, del origen y del ocaso, la de la vida como comienzo y la muerte como final, tienden precisamente a excluir la muerte de un juego que ella posibilita al volverse ella también inasible en un orden donde hablar implica la desaparición del que escribe para que surjan los nombres. El relato presenta estos capítulos: Prólogo, Infancia, Colegio, Trabajo, Hastío, París, Nina, Abandono, Solución. Por una arbitrariedad que el relato tolera, los disponemos en un orden a explicitar:
Infancia París
Prólogo Colegio Nina Solución
Trabajo Abandono
A B B' A'
Estos nombres enmarcan ciertos "temas", que no difieren según el sentido progresivo que se les asigna en la denotación que cada nombre tiene, no para la realidad –en bruto - sino para esa configuración que es la literatura , trama de sus propias referencias. Infancia, los códigos que comprende y expande, comunica menos con lo "vivido" del escritor que con las condiciones de posibilidad que han permitido que los relatos de Infancia se hayan constituido como un código.
Leemos los nombres: Infancia, Colegio, Trabajo, denotan lo que los lógicos designan como una significación de "existencia", pero la existencia aquí no es verificable, no hay un "mundo exterior" que sería la mensura del nombre; la existencia es una literatura convocada y ésta se deja pensar más cercana a esas formas simples que son el aforismo y el proverbio que a la regulación y clausura de una sistema.
Así, Infancia, por el libre uso de la arbitrariedad connotativa, podría leerse como referencia y transformación de Juvenilia, inscribiendo el tema en una red de desplazamientos que intentarían motivar la connotación; también, si somos excesivos , en relación con Mort a Crédit, pues un orden de construcción no es identificable con un orden geográfico.
También uno puede asimilarla a la propia vida: aquí la connotación parece inmotivada, es nuestro propio texto. Sin embargo, es posible descifrar alguna objetividad en la connotación, en Raucho, en la tensión misma de los temas, que contrasta aun al borde del abismo, abre la lectura al goce que implica la escritura, el desmentido de la propia connotación. La serie de los tres primeros nombres (B) anuda en un eje sucesivo que vacila entre la promesa y la decepción, y Raucho, el personaje, se verá afectado pues cada nombre es resistencia y obstáculo.
Entrar al colegio supone pasar la prueba de los estudiantes, pagar el derecho de piso, como suele decirse. Cada acceso y cada iniciación se encadena a una deuda, nada es gratuito: "Ambos rieron en un apretón de manos (después del clásico combate), Raucho había pagado su derecho de entrada".
Hay en Raucho la imposibilidad de adecuarse a esos hombres, que en sus cristales y realezas, implican un pasaje sin fisuras desde la infancia hacia la madurez. Entrar en la sucesión del nombre es aceptar un orden de intercambios con todas sus consecuencias. Raucho pasa la prueba de los estudiantes pero fracasa en los exámenes; el trabajo, en la estancia paterna, invita menos al esfuerzo compartido que a las singularidades de un estilo. Las faenas campestres tienen en él a un contemplador no afín a una generalidad sino a una estética cuyos esbozados dones se traman en Infancia: "Raucho era atento a los episodios fantásticos y le sugerían relatos de aparecidos por el pavor contra el cual se erguía". Pues: "Se hizo un mundo de encarnaciones espirituales", invirtiendo, en hermeneuta, los signos familiares: "Le preocupaban los árboles, que miraba como hombres queriendo adivinar sus significaciones". Si aprende algunos rasgos del código campestre –trenzar, liar, volcar- es para alterarlo mediante la atribución a los animales de una cualidad que ese código mismo excluye: "Raucho desprecia con una especie de odio la imbecilidad de sus víctimas". Además: "La imposibilidad de asir un orden que le escapa desata el furor". Y: "Raucho, despechado hasta el furor, solía enlazarlas para castigar a puño tanta idiotez".
El padre será el espectador de estas inversiones: "Pronto Don Leandro conoció esta travesura que hacía de su majada un conjunto de gamas".
En Trabajo, la disposición maternal del padre celebra la comunidad momentánea de Raucho y la tierra: "Don Leandro nada dice a Raucho; pero cuando el muchacho aindiado de vida robusta trabaja, el viejo se alegra con una maternal sonrisa, bajo las canas del bigote". Sonrisa maternal que no alcanza a colmar la ausencia que abre el Prólogo (A) con una narración de la madre que desencadena "una vida hecha de sobras". Ante la compacidad de los nombres familiares (Infancia, Colegio, Trabajo) que connotan una promesa pero que entregan la ofrenda de una decepción, Raucho se incluye en el Hastío, descubriéndolo en sabor. El Hastío, signo que desvanece su denotación referencial, privilegiando una marca literal que remite a una retórica – el simbolismo - y desde un lugar flotante para el relato significa el pasaje de una zona a otra, de B a B', es el preludio, el acorde sin contraste con los otros nombres que se dejan por los que se anuncian: París, Nina, Abandono.
El Hastío, el spleen desanuda los espacios de lo imaginario –bella expresión stendhaliana-; impone el libro y la literatura, menos para posibilitar el pasaje del esteta –alguien sustraído a los intercambios- al artista –aquel que somete a una forma la diáspora de su pasión-, que para infligir a Raucho los signos de la indiferencia: "aburrimiento fue lo que en sus noches solitarias lo empujó a su pequeña biblioteca".
El spleen, sin embargo, prodiga otros efectos: "Así se familiarizó con costumbres y morales diferentes persiguiendo los hilvanes de una intriga".
Estos hilvanes y esta intriga configuran los resplandores de otros nombres y designan el Hastío como un nombre flotante entre los nombres familiares –Infancia, Colegio, Trabajo- y los nombres intrigantes: París, Nina, Abandono.
El Hastío para la lógica configura un signo memorativo; para Raucho es el eje de una memoria dividida entre una tierra imposible –léanse sus contrastes descriptivos, que convocan a varios dialectos literarios: "Gansos níveos pasaron, musicalizando aletazos de recias plumas"-, las noches hastiadas del clubman y el llamado de los nombres de la intriga.
Estos nombres –parís, Nina, Abandono- connotan una serie que inicia en París como un lugar excesivo: "cantos, cantos, y oropeles, y sedas y risas y bailes, y en sus manos anilladas, las báquicas uvas lloraban como ojos reventados de lujuria". Estallido que lo convoca a un abismo sin resguardo ; hay la "caída a través de todos los precipicios del goce" donde tiempos y lugares sucumben en una ausencia total: "cayó sobrepasado de placer en la negrura de una total ausencia como si la integridad del poder sensorio le hubiese para siempre sorbido los sentidos".
París –nombre de connotación no familiar, paradisíaca, que impulsa al viaje como nombre leído antes que reconocido, conocido-: "empezó a conocer París como si hubiera vivido en él"- sólo se entrega a través de una mujer: "Poseyendo a una mujer, Raucho entraba como actor en el escenario que hasta entonces miraba desde afuera".
Los nombres paradisíacos toman a Raucho a través de su red a la vez muelle y devastadora; ahora Raucho participa en el orden de los intercambios en todas sus consecuencias.
Raucho utiliza a Germaine para acceder a Nina –"Resolvió utilizarla como un trampolín para saltar a una conquista más brillante"-. Pero los usos –simbólicos antes que morales- que Raucho ejerce en esta serie (B'), según la lógica de las consecuencias extremas no hacen sino precipitarlo al derroche –del cuerpo, del dinero- y a la prefiguración de una muerte que a modo de simulacro se cumplirá en Solución.
Si en la serie de los nombres familiares la inadecuación de Raucho señala la inquietud –inquietud mesurada tan sólo por la sonrisa paterna- la lógica de la serie B' indica su reverso paradojal: por cumplir el dictado que coexiste con los nombres familiares –en cierto modo: traicionarlo- por la lógica de las consecuencias extremas, Raucho jugará todo su dinero con y por Nina, nombre para él de la fascinación y el dominio –"boca desde el más pueril contento hasta el goce practicado como un rito"-, romperá con su padre a quien reclamará (su) herencia, se verá llevado a ese otro eclipse de la denotación que es el Abandono, donde, al sucumbir, Nina y París delatan una simetría propia de la serie de los nombres extranjeros: "Odió a París, pulsando su vida enferma; ese parís que antes había imaginado como una ciudad hembra".
En Abandono el periplo que extingue las referencias, que vuelve las designaciones urnas vacías, Raucho, como actor y relato, coincide con las exequias del nombre: "Raucho se sentía aplastado, insignificante, vacío como un bolsillo dado vuelta. Había gastado su contenido. Nada más".
Sin dinero, abandonado por Nina, la ciudad se evade en un velo funerario; tanto Nina como la ciudad mítica eslabonan una semejanza con ese movimiento hacia el abismo que el narrador constata como enlisamiento y que testifica el fracaso de la adherencia de Raucho a los nombres extranjeros.
Caídos los nombres, la adherencia es la del lodazal; lo adherido la escoria, palabra cuyo eco habrá de reencontrarse, por un retorno de la lectura, en el Prólogo.
Abandono: "Ya no pensaba en rescates; escoria de su sociedad a la cual devolvía odio por desprecio, sin energías para plantearse nuevos caminos, vivió del único modo para él posible: sin horizontes, sin salidas, como un lodazal adherente en el cual concluiría por sumersiones lentas, evitando la desesperación que apresuraría el enlisamiento".
En el Prólogo, después de la muerte de la madre, se anuncian las sucesiones de esa muerte bajo el signo de las sobras: "Eso pasó y quedaba para los días venideros una vida hecha de sobras".
Si los nombres familiares de Infancia, Colegio, Trabajo (B), mediados por Hastío –una de sus funciones es sin duda la de remitir el mensaje, la descripción, al código novelesco, abrir los hilvanes de la Intriga- despliegan la imposibilidad de adherir a la realidad –entendiendo por ésta cierta disposición progresiva de los nombres-, del otro lado del relato, París, Nina, Abandono (B'), lugar del placer y el abismo.
Exteriores a las implicaciones de esos dos órdenes que reflejan en torno a una disyunción exclusiva en sucesividad, el Prólogo y la Solución dejan entrever otra comunidad de referencias, sus relaciones no son asimilables a las simetrías entre la serie familiar y la extranjera (La ley que regula estas dos series en disyunción es lo que hace, cuenta, da voz al relato, a la sucesión de las mismas).
La construcción que propician –el Prólogo y la Solución- está más próxima al mito que al relato, responden a las figuras de la circularidad y lo simultáneo, participando como "interpretantes" de las series B y B'. Así, en el espacio mortuorio del Prólogo, ya en su primera frase se anuncia la muerte de la madre: "En torno a la muerta: cirios, trapecio negro y cadáveres de flores". Enunciación que deja la huella en la primera parte del libro de un tiempo anticipatorio, tiempo necesariamente mítico y según una regulación estructural que anuda el Prólogo y la Solución en una figura circular donde se pasa de la inherencia azarosa del nombre a la inherencia de la tierra y la muerte, tiempo que como un Kronos terrible, devora y roe toda sucesión y que, bajo otro efecto, volvemos a leer: "Eso pasó y quedaba para los días venideros una vida hecha de sobras".
Días venideros que leemos en la progresión de los seis nombres (como seis días de una "creación", es decir, de una historia), enunciado que menos que "decir algo para alguien" desdice y vacía la historia y la sucesión.
Esta identidad de la vida y la muerte y de ésta consigo misma no es oposición a la "vida" –como lo desea el lugar común que identifica la vida con un curso, una visibilidad asible- sino la pulsación violenta que en su legado ramifica sus efectos y encadena el azar: "Descomposiciones lentas, trabajo silenciosamente progresivo, elaboraciones de química fétida en un cuerpo amado".
Cesación activa por la cual "la vida se siente empequeñecida", la "vida" y la "realidad", lugares privilegiados donde una tradición y una retórica lee y escribe, son en Raucho encadenados a la serie de los nombres para propiciar su consumación, una muerte que hace del padre un sobreviviente que dialoga con los muertos. Separado de las orillas del suicidio, el padre se soporta en la deuda; la deuda hace posible la permanencia de esos acreedores que son los hijos: "Don Leandro quiso estar con ellos, pagarles la deuda contraída al engendrarlos".
A pesar de las condiciones trágicas –consecuencia de un fallo de tradición entre generaciones- que es a la vez imposibilidad de todo intercambiar las referencias paternas, pueden sostenerse: una causa permite el sacrificio, las voces de los muertos, eco de una tradición, obran como un seguro de vida que une al padre con la naturaleza, con el campo.
Sin causa y sin sacrificio, en ruptura con las deidades del campo, Raucho queda a merced de los deslices siniestros que implican los nombres para quien como esteta "pasa" a través de ellos. El enlisamiento arroja a Raucho a la serie de la decepción y la promesa, del placer y del derroche, a la red mítica que responde y se extiende entre el Prólogo y la Solución. En este último capítulo, Raucho, "sin contenido"; retorna a la circularidad vacía del mito. Si los intercambios entre los nombres familiares fracasaban, si los intercambios entre nombres extranjeros se cumplían –según las pautas de la civilización, sus nuevos placeres que irrumpen y por eso mismo abismaban ya que entraban en contraste con un dictado, el de la tierra madre, Raucho es la asunción de una caída –el enlisamiento- que no es de orden ético sino formal y que supone el pasaje del eje de construcción del relato (B y B') al eje mítico, A y A', ahí donde se dicen el Prólogo y la Solución, en los cuales todo estaba, podría decirse, concentrado, ya escrito.
Las figuras de la catástrofe y el lodazal, la pérdida de sujeción de sí mismo, en el Abandono –"él ya no pensaba en rescates"- designa ese retorno. Raucho recorre los textos familiares siempre a punto de estallar; se incluye no en la adherencia progresiva, canjeable, sucesiva del nombre sino en la inherencia sin canje y circular del mito, ahondando una tierra hendida y agrietada: "Las raíces sedientas muerden la tierra agrietada", tierra sin comunión a la que nada parece mitigar en su deseo de abrazarlo todo, tierra sin embargo dividida, que es equivalente en su metáfora al eje de repetición que "inicia" el relato con una muerte –la de la madre- y lo concluye con un simulacro, en una figura que Raucho traza para clausurar la proliferación de las grietas: "Raucho, infaliblemente quieto, se duerme de espaldas, los brazos abiertos, crucificado de calma sobre su tierra de siempre".
Figura ésta que no interpretaremos, pues cada significación debe leerse según la intersección –la pluralidad de intersecciones - entre el Prólogo y la Solución, entre dos clases de nombres, que la figura final invita a leer en un retorno; es decir, el relato no termina en un punto final: éste es ya intersección de una serie, la que remite al comienzo, al Prólogo.
Así se trate de un retorno a lo indiferenciado –para escapar a la zozobra que se designa como adherencia fracasada a los nombres extranjeros y permanencia en el lodazal- o de una vuelta a la madre arcaica o a la tierra como espacio de regeneración –Güiraldes había viajado a la India y se interesaba por el budismo-, el movimiento debe mantenerse vacilante, según lo exige el relato en el juego del conjunto –A y A'- y la sucesión propiamente narrativa: B y B'.
Esos dos conjuntos, tanto el que conforma el eje de sucesión –nombres familiares/nombres extranjeros- como el que se configura mediante la circularidad y el retorno son menos traducibles a unidades de sentido superpuestas a sus formas que a otras formas: sea la forma mítica para esos puntos que faltan en la muerte inicial de la madre hasta la fusión en la tierra –esa fusión es problemática: se trata de una figura que da lugar al equívoco-, sea el abanico que tienden los nombres, eje del relato, cuyo drama –actio- es el destello de una iniciación (B y B') cuya suerte está echada: A y A'.
Lo mítico en su circularidad es la ausencia de todo drama: apaciguamiento mudo donde no hay conciencia –"Raucho se duerme"- y que marca una adecuación que ya no es con los resplandores de los nombres en serie, cuya disposición progresiva imita la Realidad mediante la suma de sus unidades. Fuera de toda adecuación, el posesivo se reencuentra con el nombre, no un nombre cualquiera sino el Nombre en su abolición: "su tierra de siempre".
La ascensión que suponían los nombres; el movimiento hacia un sentido –familiar/extranjero- cuya adherencia fracasa, en la red mítica que supone el Prólogo y la Solución se cambian en una fusión sin altura con la tierra agrietada, lugar del epitafio (de la madre) y de la deuda (del padre), del retorno y el canto-Prólogo: "Oh, vivir, vivir, en la grande alma serena de la tierra".
Entre la construcción mítica –Prólogo/Solución- y la construcción del relato se dispersan y regulan los nombres. La iniciación, por lo tanto, debe leerse en la construcción del relato –Infancia, Colegio, Trabajo, Hastío, París, Nina, Abandono- para desaparecer en la lógica mítica –A y A', Prólogo y Solución- que "interpreta", anula esa continuidad y esa iniciación produciendo el enlisamiento de los nombres del relato (B y B') al mito –A y A'-, al mito donde toda iniciación está dicha, anulada, cumplida.
Cada significación debe leerse en el interior de esos dos conjuntos. Así habla el final de Abandono: "La nervadura de Raucho, irritada como una llaga raspada a diario, vino a derrumbarse en un furioso delirio".
El final de la iniciación es un pretexto para que la Tierra del Prólogo y la Solución apacigüe a Raucho en una vida demasiado parecida, idéntica a la muerte y que permite renegar, descansar de una y de otra. La pérdida de sentido, la desesperación, el delirio furioso valen sólo para el juego implicado entre los nombres extranjeros –eje de la iniciación, de la búsqueda de lo desconocido- delirio que se cambia en suavidad –suavidad que no excluye la muerte, sólo que ésta es una bella muerte, impalpable, muerte impensada para la modalidad de los nombres sucesivos, nombres de la crisis, el conflicto- en el orden de la construcción mítica, allí donde no hay iniciación ni conciencia ni angustia. Nada inquieta, los dados están lanzados, jugada toda la partida, y la figura que traza Raucho vacila entre el sueño y la muerte, entre una consumación dichosa y una ausencia definitiva.
Efigie que nos da, en el señuelo que la sustenta –pues es una retórica –ese don pronto evadido que es el de saber que ese simulacro de crucifixión no se presta al desciframiento sino al reenvío a un tiempo del mito que corta y hace sucumbir el relato, donde resuena solamente una lápida sobre la circularidad de lo Mismo: "Raucho, inefablemente quieto, se duerme de espaldas, sobre su tierra de siempre".
Esta figura ya no se deja leer según las unidades tendidas en el ramillete de los nombres que arguyen las escanciones entre la promesa y la decepción, entre un placer sin límites y el derroche como anunciación de una muerte, pues sesga la vía y la vida de la lectura. Es a la vez crucifixión y simulacro de sacrificio, que deberá distinguirse de la simulación afectada.
Es ésta la afección propia de los nombres sucesivos y cambiantes. Raucho –como relato, también como actor- sobrenada esa breve película que separa al representante de la representación –Raucho dormido, ¿representa a Raucho muerto-, y que vuelve infinitas las subdivisiones de cada serie para anularlas siempre desde el Prólogo y la Solución.
La muerte de la madre divide todo comienzo –Prólogo- y trama el factum; el retorno –Solución- habla de una tierra agrietada que es cubierta por ese simulacro que la parodia no agota, dado el juego múltiple de esas dos torsiones que son el mito y el relato.
No sabemos –se trata de un relato- si la tierra le será ligera a Raucho según reza la inscripción funeraria; otra invocación –de Borges- dobla en un poema a Ricardo lo que la construcción mítica concede a Raucho: "Tuyo, Ricardo, ahora es el abierto campo de ayer, el alba de los potros".
En un alba posterior una desposesión tiene lugar; algo excede ese resguardo que es el mito: sobre ese cuerpo dormido, inmantado en la tierra de siempre, otro nombre, una sombra segunda se reclina.
Publicado en Literal 4/5, 1977.
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